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Jonathan Santlofer: Daltónico

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Jonathan Santlofer Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Tuvo suerte.

– ¿Qué te parece? -preguntó McNally, señalando la larga mesa metálica sobre la que yacían dos pequeños lienzos un poco arrugados y envueltos en plástico transparentes. Junto a cada uno de ellos había un número, el mismo que Floyd había advertido bajo las fotografías de las dos víctimas-. Los encontraron en sendas escenas del crimen.

Floyd entornó los ojos. Las pinturas no valían gran cosa. Una era un bodegón de frutas -manzanas, plátanos, peras-, aunque sólo se las podía identificar por la forma, porque los colores no se correspondían. El plátano era morado, la pera naranja, la manzana azul. La otra era una escena callejera, casi totalmente en blanco y negro excepto por un cielo rosa y nubes rojo bermellón. Floyd imaginó que el pintor intentaba experimentar, aunque más le valía no haberse molestado. A pesar de que no entendía mucho de arte, las pinturas parecían muy malas.

– ¿Y bien? ¿Qué me dices? -McNally le miró con sus ojos hundidos.

– Pues que este tío tiene mucho que aprender.

– Pensaba que igual sabías algo, que tendrías alguna idea. Para ser sincero, si el Artista de la Muerte no la hubiera palmado, yo diría que ha vuelto a las andadas.

– No, su trabajo no se parecía en nada. El Artista de la Muerte no se limitaba a pintar. -Brown recordó las extrañas pistas, los collages y postales que McKinnon había descifrado, la única manera de detener a aquel psicópata-. Él nunca haría una chapuza así. -De pronto se dio cuenta de que le ofendía que McNally hubiese pensado que el Artista de la Muerte pudiera pintar tan mal, como si aquel tipejo hubiera sido una especie de genio artístico. Meneó la cabeza-. Dices que se encontraron en la escena del crimen. ¿Seguro que no eran de las víctimas?

– Es posible. -McNally se tiró de la papada-. Pero los del laboratorio dicen que en los dos se utilizó la misma pintura, y que el lienzo también es el mismo. Es decir, que las víctimas tendrían que haber ido juntas a clase de pintura -dijo con una risita- o compartir los materiales. Altamente improbable, ¿no te parece?

– ¿Sabemos la marca de la pintura y el lienzo?

McNally cogió un papel de la mesa.

– No, el informe del laboratorio sólo dice que es pintura al óleo, y el lienzo es de algodón.

– Óleo y algodón. Pues no es que tengamos gran cosa, Tim -concluyó mirando a su ex jefe.

El rostro fláccido de McNally se alargó un poco más.

El detective volvió a mirar los lienzos, la escena callejera, el bodegón, los extraños colores. Posiblemente eran obra de la misma persona, pero no podía asegurarlo.

– No soy un experto en arte -admitió.

McNally dejó de tirarse de la papada, que la tenía tan roja como las nubes del lienzo.

– ¿Y aquella mujer de la tele? Ya sabes, la que trabajó contigo. Ella sabe bastante de arte y esas puñetas. A lo mejor accede a echarles un vistazo.

– No lo sé. -Brown sabía lo traumático que había resultado para ella el caso del Artista de la Muerte y, ahora que por fin había logrado recuperar un poco la normalidad de su vida regalada, era improbable que quisiera volver a saber de él y mucho menos involucrarse en la búsqueda de otro asesino. Era comprensible. Aun así, en el depósito había dos cadáveres asesinados con el mismo modus operandi y tal vez Kate pudiera orientarles en la dirección correcta.

– Tapell estaría encantada -comentó McNally-. Están a punto de reelegirla como jefa de policía y no le hace ninguna falta que un asesino en serie venga a estropear su imagen.

– Dos víctimas no implican un asesino en serie, Tim, tú lo sabes. -Floyd volvió a mirar los dos lienzos y sintió un escalofrío. Lo más probable era que su amigo tuviera razón. Dos mujeres destripadas, dos pinturas en el lugar del crimen. Aquello tenía todas las trazas de un ritual, de un asesino en serie. No quería ni pensarlo. Tal vez debería llamar a Tapell, a ver qué le parecía a ella lo de reclutar a McKinnon. Al fin y al cabo, las dos eran amigas, de hecho se conocían desde los tiempos de Astoria, cuando Tapell era jefa de policía de Queens y McKinnon trabajaba como agente a sus órdenes.

McNally frunció el entrecejo.

– Dos asesinatos en un mes, a pocas manzanas de distancia, y las dos víctimas asesinadas de la misma forma. -El viejo policía suspiró-. Pero supongo que tú sabrás más que yo.

Brown le miró.

– No es mi jurisdicción.

– ¿Jurisdicción? -repitió el otro, como si el detective le tomase el pelo-. No te estoy pidiendo que vuelvas al Bronx, sólo que me eches una mano, joder -exclamó, dejándose caer en una silla metálica-.

Quieren jubilarme el mes que viene, y a mí me gustaría retirarme a lo grande, ¿sabes? -añadió, forzando una sonrisa-. No sé qué cono voy a hacer, ver la tele todo el día, supongo, seguir los culebrones. -Lanzó una carcajada sin alegría-. Nunca he tenido ningún hobby.

Floyd miró los rasgos amorfos de su ex jefe, secuela de treinta años en el cuerpo.

– Mira, ni siquiera estoy seguro de que Tapell quiera que interfiera en otro barrio, pero veré lo que puedo hacer, ¿de acuerdo? -ofreció, pellizcándose la nariz-. No te prometo nada.

Pintor torpe, asesino hábil

La policía de Nueva York tiene entre manos un nuevo psicópata, ahora que se ha encontrado una relación entre los dos asesinatos perpetrados en el Bronx. Las víctimas, cuyos nombres se mantendrán en secreto hasta que se notifique el suceso a las familias, fueron salvajemente mutiladas. Pero el elemento más extraño en ambos casos fueron las curiosas pinturas que el asesino dejó en cada ocasión.

Aunque la policía se ha negado a hacer comentarios, fuentes internas han confirmado que son obras muy corrientes, un bodegón de frutas y una escena callejera. No se ha determinado la relación de las pinturas con las víctimas, o si contienen pistas para resolver los crímenes, aunque al parecer el caso está en manos de la Brigada Especial de Homicidios de Manhattan…

Floyd Brown estrujó el periódico. ¿Cómo demonios habían conseguido la información tan deprisa los malditos periodistas? Que él supiera, no existía ninguna «fuente interna», y la policía no había filtrado la información. Eso lo hacían cuando querían hacer salir a la luz a algún sospechoso o buscar nuevos testigos. Floyd estaba seguro de que la jefa de policía Tapell querría mantener todo el asunto en secreto hasta tener más información. Bueno, demasiado tarde. Imaginaba que Tapell estaría leyendo también el artículo. Probablemente rodarían cabezas. Además, el periodista había hecho referencia a la Brigada Especial de Homicidios, y él todavía no había aceptado el caso.

Echó un vistazo a la mesa. Los expedientes de crímenes sin resolver se apilaban en una esquina como una pirámide azteca en miniatura. Más le valía llamar a Tapell antes de que lo hiciera ella.

Arrastraba al hombre por los pies, dejando un rastro de sangre como un cometa, apenas visible en la oscuridad. El cuerpo pesaba más de lo que había calculado, teniendo en cuenta que la mitad de sus órganos se habían quedado tres metros detrás de él, en mitad del callejón.

Lo encontrarían pronto, antes de dos días, cuando algún basurero abnegado se metiera en el callejón detrás del edificio de oficinas, o algún yonqui necesitara un rincón para chutarse.

Se tomó su tiempo para colocarlo de manera que las piernas asomaran un poco del callejón, lo justo para llamar la atención de algún transeúnte, aunque probablemente éste lo confundiría con un mendigo y seguiría su camino sin detenerse.

El sudor de las axilas le goteaba bajo el jersey, y tenía las manos húmedas a pesar de los guantes.

Se oyó el ladrido de un perro. Qué raro, pensó. En aquella parte de la ciudad, principalmente de edificios de oficinas, todo estaba cerrado por la noche. Miró el reloj. Todavía quedaban tres horas para que abrieran.

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