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Jonathan Santlofer: Daltónico

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Jonathan Santlofer Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Intentó alejar la idea, pensando que se parecía a su madre (la mujer que había muerto siendo ella demasiado pequeña), o a sus tías irlandesas, que siempre andaban persignándose, mirando el cielo y recitando avemarías, que creían a pies juntillas en todas las supersticiones conocidas por la humanidad y adoraban todas y cada una de ellas. ¡La de miedos que arrastraban aquellas mujeres!

No, Kate no era como ellas.

Se puso la chaqueta y se ajustó el cuello.

Pero lo sintió de nuevo, no tanto un escalofrío como una premonición, nada específico, sólo aquella sensación que tantas veces la asaltaba cuando era policía y las cosas se torcían de verdad.

Pero ya no era policía, y nada se había torcido.

Meneó la cabeza para disipar el miedo. Llegaba tarde, eso era todo. Iría a la reunión, se haría la manicura, comería con Nola y todo iría bien. Todo iba bien.

2

Floyd Brown frenó bruscamente el Chevy Impala de la policía de Nueva York junto a tres maltrechos contenedores de basura que nadie parecía utilizar: la calle, la acera, todo estaba lleno de basura. Una cosa era que la mierda se apilara en torno a los ruinosos edificios que flanqueaban la mayor parte de aquellas calles, pero ¿delante de la comisaría? Brown hizo un débil intento de apartar con el pie algunos desechos hacia los contenedores. ¿Es que aquellos agentes respetaban tan poco su trabajo que ni siquiera se tomaban la molestia de perder unos minutos de su precioso tiempo en limpiar aquella porquería?

«Las cosas no cambian nunca», pensó mientras subía los gastados escalones de piedra de la comisaría del Bronx, su antigua comisaría. Ocho solitarios años patrullando. Hasta que por fin ascendió a detective y con ello consiguió llegar a «la ciudad», a Manhattan.

Claro que tampoco le vino mal el hecho de haber sido él quien acabó con el Destripador, apodo dado al asesino en serie que destripaba salvajemente a sus víctimas y se llevaba las vísceras como recuerdo. Floyd había olfateado la culpa en aquel tipo. Un tipejo atontado, con gafas a lo Buddy Holly, una perilla rala y aspecto de bibliotecario. Nadie, ni los agentes de policía ni los robots del FBI sospecharon que fuera su hombre. Le llevaron a comisaría sólo porque era vecino de una de las víctimas. Nada más.

Pero cuando Elliot Marshall Rinkie entró en la sala de interrogatorios y se quitó su chaqueta de poliéster, Floyd lo había olido: una mezcla de sudor y algo… animal.

En menos de tres horas logró hacerle confesar llorando, con los mocos cayéndole sobre su estúpida barbita.

A partir de entonces Floyd no sólo consiguió respeto, sino también un apodo, el Napias, del que gracias a Dios los compañeros se cansaron pronto. Pero además logró un ascenso y la oportunidad de unirse a una brigada de homicidios de élite en Manhattan. Y eso sí lo conservó.

A Floyd le gustaba y se le daba bien la caza, detectar a los psicópatas que andaban por ahí sueltos, encerrarlos, sentarlos en rígidas sillas en cuartitos sin ventilación para interrogarlos a su gusto. Por desgracia, los más serenos no emitían ningún olor revelador, no se percibía en ellos el «eau de asesino». Pero había otras formas de atraparlos. Floyd había aprendido mucho en sus quince años de detective de homicidios en Nueva York, había visto cosas difíciles de imaginar.

Cruzó las pesadas puertas de madera. Los recuerdos acudían a él más rápidos que las escenas de una película de Jackie Chan: callejones oscuros, café tibio en vasos de plástico, prostitutas, chulos, chorizos, yonquis.

Floyd había estado a punto de jubilarse un año antes, y lo habría hecho de no ser por un caso que supuestamente iba a ser el último y una ex policía llamada Kate McKinnon, que se convirtió en su compañera. El primer día sólo sintió desdén por ella, por la forma en que irrumpió en la sala de conferencias como si fuera la reina del mambo, como si lo supiera todo.

Pero Floyd se había equivocado.

McKinnon era una buena policía. A pesar de que llevaba varios años fuera de la circulación, no había perdido el instinto y jamás abusó de su autoridad ni puñetas por el estilo. Es cierto que fue Kate la que terminó atrapando a aquel psicópata, el Artista de la Muerte, aunque le cedió el mérito a él (razón por la cual le hicieron jefe de la Brigada Especial de Homicidios, en sustitución del gilipollas de Randy Mead, que ahora tenía un trabajo de oficina en la biblioteca policial y probablemente se pasaba el día rumiando su rencor y alimentando una úlcera). Sí, estaba en deuda con McKinnon, aunque a veces se arrepentía de no haberse jubilado. Como esta noche, que debía estar en casa desde hacía horas, viendo el partido por la tele al lado de Vonette, su mujer, con los pies apoyados en un taburete y una cerveza en la mano.

Pero no, en lugar de eso estaba colaborando en ese caso que le había llevado al Bronx, un distrito que no patrullaba desde hacía más de diez años. «Colaborar», una palabra que odiaba, puesto que no era más que un eufemismo para trabajar horas extras sin paga. Pero McNally se lo había pedido personalmente, y cuando tu antiguo jefe te pide un favor no es fácil negarse, por lo menos para Floyd Brown.

Las paredes color verde guisante seguían tal como Floyd las recordaba, sólo que más sucias, aunque los desconchones de pintura eran mayores, como si los muros estuvieran cambiando de piel. No era de extrañar que hasta la pintura quisiera largarse de allí.

Timothy McNally salió a recibirle a mitad del pasillo.

Floyd pensó que a su antiguo jefe tampoco le vendría mal una mano de pintura. Su palidez se acercaba curiosamente al color verdoso de las paredes, y las ojeras y los párpados caídos estaban tan hinchados que parecían sacos de ropa sucia.

McNally le dio una palmada en la espalda.

– Qué pasa, hombre, que estás tan perdido. Tengo que andar detrás de un criminal para que vengas a verme, ¿eh?

– ¿Qué hay, Tim? ¿Cómo va todo? -Floyd intentó sonreír pero no estaba seguro de que sus músculos faciales colaborasen, de manera que fue directo al grano-. Así que un sujeto desconocido. ¿Y por qué me llamas a mí?

McNally señaló con la cabeza el final del pasillo.

– Ven, que te lo enseño. -Y echó a andar con paso cansino-. Pensé que igual se te ocurría algo -añadió mientras abría la puerta.

Con la mala iluminación de la sala de conferencias, la piel de McNally todavía parecía más verde, pero Floyd tenía puesta toda su atención en las fotos pegadas en el tablón de anuncios: dos cadáveres, ambos de mujeres, tan mutilados que era difícil saber qué les había pasado.

– Ésta, la última, tenía poco más de veinte años, según el forense -informó McNally, señalando un grupo de fotografías.

Brown se acercó a mirar. Era difícil determinar la edad de la víctima con todo el maquillaje que ocultaba su rostro inerte.

– Destripada del todo. Un amasijo repugnante. A la portera que la encontró le dio un síncope. Tuvieron que llevarla a Bellevue y atiborrarla de pastillas. -McNally se pasó por la boca el dorso de la mano y se humedeció los labios secos-. A la otra también la destriparon.

– ¿Por eso me has llamado? -repuso Floyd, echando un vistazo a las otras fotografías, en las que aparecía una mujer mayor, entre los treinta y los cuarenta-. ¿Porque se parece a mi antiguo caso, el del Destripador…?

– No, no. -McNally sacudió la cabeza con tal vehemencia que tanto los carrillos como las ojeras le bailaron un ligero cha-cha-chá-. No es eso.

Le guió por otro pasillo, que Brown conocía muy bien, hacia las salas de pruebas y autopsias. Floyd esperaba que fueran a la de pruebas, porque no estaba de humor para ver cadáveres.

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