Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– Mezclado, no agitado -masculla entre dientes.

¿Por qué tenía los nervios tan crispados? ¿Era sólo por la perspectiva de organizar la exposición del asesino? Kate no lo sabía muy bien. Por la ventanilla contempló los oscilantes colores de las luces de neón de Times Square. ¿Qué sentiría si los carteles y los anuncios se tornaran grises? Se reclinó en el asiento y cerró los ojos.

El hecho de que su nombre apareciera ahora en los cuadros le rondaba la mente como un parásito. Mierda, ¿por qué siempre acababa persiguiendo delincuentes o siendo perseguida por ellos? ¿Se debía a que se acercaba demasiado, o a que les tocaba alguna fibra íntima?

Kate recordó todas las atrocidades que había visto, la fealdad a la que un policía se enfrenta casi a diario. Por eso había dejado el cuerpo. Por no mencionar el sueldo miserable y las acuciantes sospechas que al final acababa sintiendo todo policía, el presentimiento de que todos los seres humanos eran mentirosos y estafadores y probablemente algo peor, que al final todo acaba por filtrarse en la vida propia, si es que uno lograba tener una vida propia.

¿Por qué se había puesto tan nerviosa en el parque? ¿Simplemente por la tensión del caso, por la muerte de Richard, por todo lo que había pasado? Central Park era uno de sus lugares favoritos. Kate cerró de nuevo los ojos y se acordó de la primera vez que había salido con Richard. Asistieron a una ópera en el parque. Tres semanas y seis días más tarde, él se había declarado en una pizzería, cerca de la comisaría de Astoria. Ella había cazado al vuelo la ocasión, la posibilidad de empezar una nueva vida. Cuánto le quería. Su futuro se extendía ante ellos como el horizonte del mar el día más claro del año.

Y todo salió bien, incluso mejor de lo que esperaba. Y no por el dinero ni los privilegios, aunque desde luego le habían venido bien. Claro que lo suyo no era perfecto. Pero ¿qué matrimonio lo era? Ella desde luego no era perfecta. A veces estaba de mal humor o se volvía introvertida, y Richard podía mostrarse egoísta e inmaduro, y era un manirroto, aunque Kate siempre había pensado que eso era señal de su generosidad, sobre todo en lo referente a ella. Eso le recordó el dinero que faltaba en el bufete de Richard. No tenía ningún sentido. Kate seguía creyendo que, si hubiera habido problemas, Richard se lo habría contado. Su vida juntos no había sido una mentira. ¿No?

«No era una mentira, ¿verdad, Richard?»

La ciudad era un borrón en la ventanilla del taxi.

Tal vez su matrimonio no era perfecto, pero se habían querido, eso era cierto, y confiaban el uno en el otro. Por eso estaba dispuesta a llegar al final, a arriesgarlo todo para demostrar que tenía razón, que Richard era un hombre bueno y decente, que su vida juntos no había sido una mentira.

Pero ¿cómo iba a demostrar eso ahora?

La gente iba «haciendo» las galerías, según la jerga del mundillo: artistas, coleccionistas, turistas y mirones iban y venían por la amplia calle Chelsea, ciñéndose las chaquetas y los abrigos, preguntándose quién habría robado el sol de otoño.

Kate agradeció la distracción, sobre todo sabiendo que iba a ver los cuadros de Willie, aunque no podía dejar de pensar en el asesinato de Boyd Werther ni de cuestionar la idea de organizar una exposición con las pinturas del psicópata.

Al cruzar la calle miró el reloj. No sabía si Nola habría llegado ya a la galería. Se acordó de la última exposición de Willie, de cómo había organizado sus enormes y complejas piezas que mezclaban pintura con otros medios diversos, así como conceptos abstractos y figurativos. Estaba tan absorta en sus pensamientos que de pronto se encontró formando parte de un grupo de mujeres que ocupaban toda la acera charlando entre ellas.

– ¡Ay! -exclamó una rubia atildada a la perfección, con el pelo lleno de laca, un maquillaje impecable, un traje de Chanel repleto de hebillas y cadenitas brillantes y unos mocasines con hebillas y cadenitas a juego. Kate acababa de darle un pisotón.

– Perdón.

La rubia arrugó la frente, pero enseguida se animó.

– ¡Ay, madre mía! Usted es Katherine McKinnon.

Al instante se vio envuelta en sonido surround, con una docena de mujeres hablando a la vez. («¡Me encanta su programa! ¡Es fabuloso! ¡Es usted fabulosa!»), y perfume suficiente para solucionar de una vez por todas el problema de la mano de lady Macbeth.

Kate sonrió, murmurando: «Gracias, muchas gracias», hasta que logró desenredarse del grupo, aunque una nube de perfume siguió envolviéndola a lo largo de otra manzana. Todavía estaba disfrutando de su momento de fama cuando alguien pasó por su lado, v aunque sólo fue un instante, se fijó bien: un joven alto, con gafas de sol. Kate se giró hacia él, lo vio un momento de perfil y entonces una joven salió de una galería y le dio un beso.

No, no podía ser el solitario insociable que había descrito la doctora Schiller.

¿O sí? Schiller también había dicho que podía mostrarse encantador, que era muy capaz de engañar a cualquiera. Kate observó a la joven pareja alejarse por la calle de la mano y sintió un escalofrío. Se había alarmado sólo por las gafas de sol. Una cosa inocua. Pero se preguntó si cada vez que viera unas gafas de sol saltaría la alarma. Era absurdo, por supuesto. Ella misma llevaba gafas.

Qué hermosa es. Su pelo es un poco más cobrizo de lo que pensaba, la blusa de un oscuro color cereza. Todavía funciona.

La observa desde el otro lado de la calle. Ella contempla a una joven pareja que va de la mano y él se imagina que los abre en canal y sus vísceras caen al suelo, una cornucopia de deliciosos colores. Casi se desmaya.

Un momento más tarde ella desaparece dentro de una galería.

¿Se atreverá a seguirla? ¡ S ó lo por diversi ó n! No. Demasiado arriesgado. Esperará. Se entretendrá con fantasías sobre el grupo de mujeres que pasa delante en ese momento. No se parecen en nada a las mujeres que ha conocido en su vida. Todas van muy arregladas y huelen muy bien, charlan y gesticulan, algunas se vuelven hacia él con una sonrisa.

¡ Seguro que no puedes comerte s ó lo una!

La galería Vincent Petrycoff ocupaba media manzana de una de las mejores áreas de Chelsea. Sin escaparates desde los que pudiera verse el interior, la fachada de hormigón blanqueado hablaba de intimidad, un santuario dedicado al arte de mirar sin distracciones.

Kate siguió a un par de montadores a través de unas puertas con un discreto cartel: INSTALACIÓN EN CURSO.

Dentro, la sala de exposiciones era del tamaño de un gimnasio, de techos tan altos que no se podía ni calcular el espacio. Se veían cajas de cartón y plástico de embalaje por el suelo, varios hombres encaramados en escaleras, parcheando y lijando, tapando marcas y grietas con prístina pintura blanca.

Nola ya había llegado y observaba a Willie, que organizaba a los montadores desde el centro de la sala como un director de circo, pidiendo que movieran un cuadro unos centímetros a la derecha o a la izquierda, que cambiaran esa tela por aquélla. Tenía los rizos rastafaris peinados hacia atrás y la cara desencajada de tensión.

– A ver si montamos esto bien -comentó mientras saludaba a Kate con un beso.

– Son geniales, ¿verdad? -dijo Nola.

Kate contempló la obra, cuadros grandes de 3 X 2,5 metros apoyados contra las paredes. Todos con el inconfundible estilo de Willie, su peculiar mezcla de pintura y escultura. Se fijó en una pieza en concreto: varias tapas metálicas de cubos de basura, llenas de abolladuras y cubiertas de grafiti, clavadas a la superficie del cuadro y rodeadas de más grafiti sobre las gruesas costras de pintura. Parecía un yacimiento arqueológico urbano. Otra obra combinaba trozos de cristal y espejo incrustados en la pintura, de manera que el observador se convertía en parte del cuadro, su propio rostro reflejado en fragmentos desconcertantes.

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