– ¿Civilizado? ¿Una descarga eléctrica en el cerebro? -Kate suspiró, dejando ir también sus malos recuerdos-. Lo siento, pero a mí sigue pareciéndome brutal.
– Bueno, no es usted la única -comentó la doctora-. Ya le digo que yo tampoco soy precisamente una entusiasta de la terapia, aunque muchos consideran que es una forma limpia y eficiente de tratar la depresión grave o a un paciente suicida, cuando falla la medicación.
– ¿Y Tony T? ¿Respondió a la terapia?
– Bueno, en principio pareció que las voces se aquietaban y su rabia disminuía, por lo menos provisionalmente. Pero no duró mucho. No, no puedo decir que la terapia funcionara.
– Me decía usted que el chico desapareció.
– Sí.
– ¿Cómo? ¿Se marchó sin más?
– No estaba encerrado en el Pilgrim como si fuera un criminal, señora McKinnon. Tony T no había cometido ningún delito. Todavía. -Inspiró deprisa-. Estaba previsto trasladarle a otro centro más seguro, pero el chico desapareció. Créame, no podíamos haberle dado el alta. En primer lugar, porque era menor de edad. -Se movió en la silla y se tapó las rodillas con la falda-. Cuando se marchó no hubo manera de encontrarlo. No teníamos datos de él, ni un certificado de nacimiento, ni parientes conocidos, ni gente de la que nos hubiera hablado.
– Ha dicho que la policía le buscaba.
– No dieron con él. Lo único que teníamos era su ficha dental, pero no encontraron a nadie que coincidiera.
– ¿Y por qué intervino la policía?
– En principio tenía que haber intervenido sencillamente porque el muchacho había desaparecido, pero el asunto resultó más complicado. -Se pasó la mano por el pelo azabache y Kate advirtió que estaba temblando-. Encontraron a una enfermera asesinada el mismo día que Tony desapareció. Horriblemente mutilada. No había ninguna prueba de que hubiera sido el chico, pero era el único paciente desaparecido, y de hecho nunca encontraron al asesino.
– No recordará por casualidad el nombre de la enfermera…
Schiller se dio unos golpecitos con las uñas en la barbilla.
– Linda, creo, o no, Belinda… Seguro que tendrán su nombre en los archivos del centro. Siento no ser más precisa, pero es que han pasado diez años.
– De hecho parece que se acuerda usted de muchas cosas.
La doctora la miró a los ojos.
– Algunos pacientes no se olvidan nunca.
– Doctora Schiller, le comenté por teléfono que la policía estaba muy desorientada con este caso. También le dije por qué me interesaba su artículo.
– Sí.
– Espero contar con su discreción.
– Es la base de mi profesión, señora McKinnon, y yo la respeto.
– Se me ha ocurrido una idea, una manera de hacer salir a nuestro sospechoso, y me gustaría conocer su opinión profesional.
– Por supuesto, si puedo ayudar en lo que sea…
– Pensaba que podríamos organizar una exposición de sus cuadros. Tenemos varios, que dejó junto a sus víctimas.
La doctora se pasó la lengua por los labios maquillados de carmín coral, el mismo tono que sus uñas.
– Si lo que me está preguntando es si el paciente que yo conocía, bueno… la verdad es que no puedo decir que le conociera, pero en fin… si quiere saber si su idea funcionaría con él, yo diría que sí. Es una tentación a la que pocos podrían resistirse, ya estén locos o cuerdos -aseguró mirándola a los ojos-. Pero por otro lado, los más susceptibles de caer en la trampa, como Tony T, tienen el ego tan brutalmente dañado que suelen ser muy paranoicos. Yo creo que sospechará, y no tengo que decirle que será muy peligroso.
– Sí. -Kate anotó algo en su libreta-. Claro que no hay forma de saber si el sospechoso que buscamos es el mismo adolescente al que usted trató, pero ¿piensa que podría estar vivo? -Kate hizo los cálculos: si tenía doce o trece años cuando entró en Pilgrim, debía de tener trece o catorce cuando escapó, o sea que ahora andaría por los veintitrés o veinticuatro.
– No tengo ni idea, pero… -la doctora miró por la ventana y suspiró-. Tenía una capacidad de supervivencia extrema. No podía ser de otra manera, teniendo en cuenta los malos tratos que había sufrido. -Se frotó los brazos como si tuviera frío.
Kate reflexionó un momento.
– Ha dicho usted que siempre estaba intentando averiguar de qué color eran las cosas.
– Sí, aunque ya le digo que solía equivocarse. Y utilizaba nombres como… -Miró el techo y cerró los ojos-. Esto… menta mágica o…
– ¿Alboroto?
– Sí, exacto.
El doctor Warren Weinberg se quitó una brizna de atún de la bata blanca.
– Es lo que pasa por comer y hablar al mismo tiempo -se disculpó con una sonrisa.
– Le aseguro que no tengo ni una blusa sin manchas de comida -replicó Kate-. Siento robarle su tiempo, doctor.
– No, si yo no tengo tiempo ninguno, de manera que no me lo puede estar robando. -Dejó el bocadillo en su mesa y suspiró-. Atiendo a veinte pacientes al día para ganar lo suficiente para que la maldita compañía de seguros no me cierre la consulta, y eso sin contar las noches que me paso en el Roosevelt…
– Allí fue donde le trató, ¿no es así? En el hospital Roosevelt.
– Sí. No tengo las fichas porque después de un año se pasa todo a microfilmes, pero me acuerdo de él. Un caso muy poco habitual. Nunca me había encontrado con un caso de acromatopsia cerebral ni lo he vuelto a encontrar. Algo increíble, se lo aseguro. Una pérdida total de la percepción del color. -Cerró los ojos un momento-. La noche que ingresó estaba yo a cargo de Urgencias. Entró hecho un auténtico desastre, parecía que le hubieran dado una buena paliza. -Se frotó la mancha de atún-. Hicimos lo habitual, limpiarlo, ponerle unos puntos de sutura. De todo eso no me acuerdo demasiado.
– ¿Qué es lo que recuerda entonces?
– Pues que le íbamos a dar el alta, pero atacó a una auxiliar, una chica encantadora que venía como voluntaria. La pobre sólo quería ser amable con él, distraerle mientras yo terminaba de coserle. El caso es que hizo un comentario sobre mi camisa azul, dijo que no era normal que un médico llevara una camisa azul o algo así, y el muchacho se volvió loco. Se puso a gritar que era gris y cuando la auxiliar contestó que no, que era azul, se lanzó contra ella hecho una furia. Hasta aquel momento no nos habíamos dado cuenta de que las lesiones le habían provocado daños cerebrales.
– ¿Y su camisa era azul?
– Azul oscuro -contestó Weinberg-. Decidimos tenerlo en observación unos días, hacerle varias pruebas. Entonces supimos lo que había pasado. Algo había interrumpido la conexión entre el ojo y el centro de visión del cerebro, dejándole totalmente ciego a los colores. Pero él lo negaba. Tenía una depresión muy grave, incluso intentó suicidarse abriéndose una muñeca. -El médico apretó los labios.
– ¿Le quedaría cicatriz?
– Desde luego, y bien ancha. Utilizó unas tijeras y no fue una herida muy limpia precisamente. -Fue a coger el bocadillo de atún, pero se detuvo-. También tenía otras cicatrices, y ésas no se las había provocado él. Le hicimos una exploración completa y le aseguro que a ese chico le habían pegado y violado muchas veces, probablemente desde que era muy pequeño.
Kate se estremeció.
– ¿Tenía antecedentes familiares? ¿Había informes de los malos tratos?
– Nada. Él decía que no tenía familia y que no se acordaba de nada, ni del accidente ni de su nombre, nada. Amnesia total. Se la pudo producir el golpe que sufrió en la cabeza, pero no llegamos a saberlo a ciencia cierta. Al final lo enviamos a Pilgrim. ¿Qué podíamos hacer? Nadie vino a reclamarlo ni tenía adonde ir. Ignoraba su edad, pero le estimamos unos trece años. -Weinberg se arrellanó en la silla con la mirada perdida unos instantes-. Parecía muy inmaduro para su edad y al mismo tiempo… muy anciano, no sé si me entiende. Era infantil pero astuto, a veces parecía saber demasiado -concluyó, meneando la cabeza.
Читать дальше