Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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¿Es real? ¿Está ocurriendo de verdad, o ve alucinaciones? Se levanta las gafas y se frota los ojos. No se lo puede creer.

La historia-dura, en colores. Su pelo castaño ondea en la brisa. Tiene la sensación de que se va a morir y, en ese momento, le parece bien.

La última vez que estuvo junto a su edificio pensó que tal vez se la había inventado, que era un producto de su imaginación. Pero no. Es real.

– Mira, Tony -susurra-. Es ella.

La mira cruzar la calle con otra mujer. El corazón se le acelera.

Kate tomó un sendero que discurría junto al lago, que ese día se veía de un gris opaco. Estaba sereno y tranquilo y sólo habían salido unos pocos botes.

– Parece increíble que estemos en el centro de Manhattan -comentó Liz.

– Gracias al genio de Olmsted.

– ¿Qué ha dicho la brigada de lo de organizar la exposición?

– Lo están considerando -contestó Kate-. Espero que por lo menos lo intenten. Es mejor hacer algo que esperar de brazos cruzados. -Era lo que ella llevaba haciendo las dos últimas semanas: moverse, estar siempre en movimiento.

Kate avanzó sobre el pequeño puente y se detuvo, esperando un momento a que Liz contemplara el paisaje.

– Es curioso -comentó Liz, mirando el agua serena y cubierta de una masa de algas tan gruesa que el estanque relucía de un intenso amarillo verdoso, a la vez magnífico y espantoso. Cruzaron el puente y siguieron un camino casi oculto entre los árboles.

– Aquí era donde quería traerte, el Ramble. -Aunque al mirar alrededor, viendo los árboles oscuros y el recóndito sendero, ya no estaba tan segura de que hubiera sido una buena idea. Allí no había ni un alma.

Él conoce bien la zona, tiene sus lugares preferidos entre los árboles y las colinas, pero su favorito es un poco más inaccesible, hay que trepar una verja, aunque eso nunca le ha detenido, ni a él ni a los pervertidos que pagaban por sus servicios.

Acecha a su historia-dura y a la otra mujer, oculto entre los árboles y matorrales. Ella habla y gesticula y, aunque no se entienden sus palabras, su tono es reconocible al instante por su programa de televisión. Le gustaría echar a correr, tocarla, abrazarla un momento, explicarle lo que ella ha conseguido (darle la capacidad de ver los colores y de seguir viviendo).

Dios, cómo la quiere.

Un destello… Una cara. Esa otra cara. La de ella. ¿Amor? ¿Odio? ¿Qué es lo que siente?

Abrazarla. Acariciarla. Herirla. ¡ Follarla! ¡ Matarla!

No, a ella no. ¿Entonces a quién? ¿A qué «ella»? ¿A cuál? Su mente, como una radio, está perdiendo la señal, todo son ruidos estáticos.

Alivio. Eso es lo que necesita.

Kate llevó a Liz por un camino que atravesaba una serie de rocas de aspecto casi prehistórico.

– He grabado un anuncio que se va a emitir cada hora en cuanto se dé el visto bueno -informó.

– ¿Tú crees que lo verá?

Kate vaciló un momento. Había visto un movimiento entre los árboles, ¿alguien entre la densa vegetación? Se metió un chicle Nicorette en la boca.

– Bueno, tenemos la teoría de que ha estado viendo mi programa. Por eso llegó a saber de Boyd Werther. -Kate se estremeció. ¿Sólo por el recuerdo de Boyd, o por encontrarse en aquel rincón donde las sombras habían tornado más frío el aire otoñal?

– Nunca te había visto mascar chicle. Ni siquiera en los viejos tiempos, antes de que te convirtieras en una dama.

– Muy graciosa. Es Nicorette. Y no puedo parar. Estoy pensando en comprarme parches para desengancharme de los chicles.

Liz se echó a reír.

– Oye, esto es un poco siniestro -dijo, mirando los alrededores-. No he visto ni un alma desde que cruzamos el puente.

– Por eso es especial. Aunque yo no recomendaría venir sola. -Otro escalofrío y aquel zumbido en la cabeza-. Oye, yo también me estoy poniendo nerviosa. Me parece que no ha sido muy buena idea. Si vamos por ahí llegaremos al castillo de Belvedere. Allí siempre hay gente.

No. No puede marcharse. Todavía no. Tiene que… ¿Qué? ¿Hablar con ella? ¿Hacerle preguntas? ¿ Has conducido un Ford ú ltimamente? ¿ De verdad quieres hacerme da ñ o? ¿Decirle cosas? ¡ Quiero mi MTV! Con Sanitas est á s en buenas manos.

Concentración. ¿Hacia dónde se dirigen? ¿Al castillo de Belvedere? Sí, eso parece.

Pero ¿cómo va a contenerse?

La verja no es un problema, es fácil saltarla. Sabe dónde termina la escalera tallada en roca, oscura y fría: en la cueva cerrada. Baja los escalones deprisa, un descenso al infierno de quince escalones. ¿Cuántas veces ha estado allí? ¿Diez? ¿Cien? El sitio perfecto para una cita de veinte dólares, tantas que ha perdido la cuenta.

Al fondo de las escaleras se baja la cremallera para liberar su erección.

Por su mente corre un collage de caras e imágenes: la cara de Kate, la de ella, los rostros sin nombre de los que ha matado, y colores, deslumbrantes colores imaginarios.

«Eso es. Abróchate. Muévete.»

Un castillo le llama.

Kate estaba en el mirador de piedra de Vista Rock, contemplando el imponente estanque Turtle Pond de oscuros juncos verdes y agua lodosa.

– Muy bonito -comentó Liz-, pero muy solitario.

Había allí unas veinte personas, turistas, pensó Kate sin fijarse en ellas. Un par de niños tiraban piedras desde el mirador.

Solitario: la palabra le daba vueltas en la cabeza. No sabía muy bien si se sentía sola o no. No había tenido tiempo de pensarlo. Tal vez por eso era incapaz de olvidar el mal presentimiento que todavía la acompañaba.

– Deberíamos irnos -dijo.

Los niños le están poniendo furioso, sus risas estridentes, la adoración de sus padres.

Está entre dos parejas que hablan un idioma que no comprende. Se pregunta si se tratará de una especie de código, si serán extraterrestres. Da lo mismo, le ofrecen camuflaje. La historia-dura no le ve. Pero él la ve con claridad, y a la otra mujer que le suena de algo. ¿De qué? No lo sabe. Ahora no puede recordarlo. Está demasiado excitado.

Kate mira el agua.

Parece triste. ¿Por qué?

¿Qué razones puede tener para estar triste?

El se pega a los turistas, moviéndose con ellos, siempre oculto, y entonces, justo cuando cree que se va a atrever a acercarse a ella y hacerle unas preguntas ( ¿ C ó mo lo has hecho? ¿ C ó mo has encendido los colores? ¿ Ha sido magia?), ella se aparta y echa a andar por el camino.

Él la sigue, siempre fuera del sendero, rezagándose, observándolas, dos figuras algo borrosas entre los árboles.

Cuando la ve, los árboles se tornan de pronto de un verde brillante; cuando ella desaparece, los árboles vuelven a ser negros.

Sí. Ella tiene poderes.

¡ Es ella! ¡ Coca-Cola es as í !

Al final del parque, las dos mujeres se abrazan y Kate llama a un taxi.

Oculto entre los árboles verdes y oscuros, él vacila un momento. La adrenalina corre por sus venas. Cuando la ve cerrar la puerta del taxi echa a correr por el sendero e imita su gesto.

Un momento después él también va en un taxi. Mira el taxímetro que va marcando dólares y centavos mientras los árboles marrón grisáceos de Central Park van pasando en un borrón por las ventanillas. Sólo un poco de color, pero suficiente para darle esperanzas. No puede perderla. Ahora no.

– ¿Adónde va? -pregunta el taxista.

– ¿Podría… eh… seguir a aquel taxi? Es mi… amiga.

Nunca ha hecho eso, se siente como en una película de espías.

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