Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– ¿Una fiesta privada? ¡Y una mierda! -exclamó una mujer tatuada a la que habían negado la entrada-. Estás dejando pasar a todos los tíos. ¿Esto qué coño es? -Le hizo un gesto grosero con el dedo-. ¡Maricón! -masculló alejándose.

En la galería hacía calor. Kate tenía ganas de quitarse la chaqueta, pero llevaba la pistola debajo.

Brown se abrió paso entre una pareja que miraba los cuadros con la expresión de hastío que Kate les había enseñado. Muchos otros también lo intentaban, aunque a pesar de la ropa negra parecían algo fuera de lugar: no dejaban de inspeccionar la sala y sus miradas de alerta les delataban.

Kate se acercó al jefe de Homicidios, que llevaba una camisa blanca y una negra chaqueta informal.

– Qué guapo.

– Me estoy cociendo -replicó Brown.

– Pues me alegra saber que no soy la única. Pensaba que eran los nervios o las hormonas. -Miró en torno a la sala-. ¿Algún sospechoso?

El detective hizo un leve gesto, señalando con el mentón hacia la izquierda.

– Allí, cerca del fondo.

– Un tipo con gafas, ya lo veo. Parece un poco mayor para ser nuestro hombre. -Le calculó unos treinta años. Un par de agentes también lo tenían vigilado.

Un hombre de mediana edad que estaba junto a Kate, uno de los coleccionistas de arte que habían sido invitados, contemplaba una escena callejera del Bronx.

– Un auténtico outsider en todos los sentidos -comentó-. Dibujo torpe, colores extraños. -Miró la tela con expresión concentrada-. Pero absolutamente fascinante.

– Me encantan los garabatos tan recargados de los bordes -apuntó la mujer que le acompañaba, mucho más joven que él.

Herbert Bloom, con sus gafas de Elton John medio caídas, se acercó a Kate y Brown.

– No me imaginaba que esto iba a despertar tanto interés -dijo-. Estoy anotando nombres.

– ¿Nombres? -repitió Kate.

– Para la lista de espera. Ya tengo dos o tres interesados para cada cuadro.

Brown arrugó la frente.

– Estos cuadros son pruebas, señor Bloom -dijo con aspereza-. No están en venta.

– Bueno, puede que esta noche no. Pero ¿nunca? -El galerista parecía sinceramente afligido.

Una mujer bastante distinguida se acercó a Bloom y señaló una de las telas del psicópata.

– Yo me quedo con aquella del fondo, Herb. Quedará fabulosa con mi tramp art.

Bloom miró a Kate como diciendo «¿Lo ves?».

– Te pongo en la lista de espera -le dijo a la mujer. Se volvió hacia Brown y susurró-: Puedo venderlos discretamente. No tiene por qué enterarse nadie. Y la policía de Nueva York, o la organización que usted quiera, se llevaría un porcentaje. Hable con sus superiores, hable con quien haga falta, por Dios.

– No -replicaron Kate y Brown al unísono.

Una mujer de aspecto anoréxico, ataviada con unos ajustados pantalones de cuero, pasó un delgado brazo por los hombros de Bloom.

– Son alucinantes -dijo sonriendo-. Auténticos recordatorios de la muerte. Pero no creo que los colores hagan juego con mis pinturas de nativos americanos, ya sabes, las que me vendiste el año pasado. Ni con mis últimas piezas de esqueletos diminutos encastrados en cobre.

– No recuerdo haberte vendido ninguna pieza de cobre -contestó Bloom.

– Es cierto. Las compré durante mi viaje por la selva tropical. No me acuerdo del nombre de la tribu, pero son fabulosas. Los esqueletos son humanos, de recién nacidos. Los indios los meten en cobre blando. No sé cómo lo hacen, pero son unas piezas preciosas. Claro que son ilegales, pero bueno, tampoco es que hubieran matado a los bebés ni nada de eso. Los bebés murieron y ya está. O sea que no pasa nada por utilizarlos, ¿no? -Sus ojos, oscuros y sin vida, miraron los cuadros del psicópata-. Oye, Herb, ¿no es posible…? O sea, ¿no tienes alguna pintura un poco más oscura?

– Sólo quiero que sepa -terció Kate, inclinándose hacia ella- que acabo de anotar absolutamente todo lo que ha dicho y pienso denunciarla a Aduanas y a Importaciones y Exportaciones y… -No había terminado de inventarse la lista cuando la mujer se marchó presurosa, con Herbert Bloom detrás de ella.

En ese momento se acercó Nicky Perlmutter, que llevaba una camiseta sin mangas negra y unos tejanos también negros y planchados a la perfección.

– ¿Importaciones y Exportaciones?

– No se me ha ocurrido otra cosa -contestó Kate.

– ¿Qué tal Monstruos Anónimos?

– ¿Y la Liga de Decencia Humana?

– Puñeteros necrófilos. ¡Quieren comprar las obras del psicópata! Lo de los palos de golf de Kennedy y la alianza de Marilyn Monroe lo entiendo, pero esto… -Un hombre se inclinaba sobre uno de los cuadros, y Perlmutter advirtió que varios policías no le quitaban el ojo de encima-. ¿Sabes? Se supone que el Instituto Smithsoniano posee el pene de Dillinger. Ésa sí que es una pieza que no me importaría tener en el salón.

– Ya la he comprado yo -replicó Kate, y se hubiera echado a reír, pero sintió un escalofrío. Un joven había entrado en la galería y el policía de la puerta le hizo una señal. El recién llegado se puso justo delante de ella. Sus gafas de espejo reflejaban un fragmento de un cuadro y la cara de Kate. Ella se metió la mano bajo la chaqueta y rozó su pistola del 45. El tipo estaba tan cerca que Kate olía su laca o lo que utilizara para ponerse el pelo de punta.

Perlmutter se acercó un poco más, igual que Grange. Los dos agentes se colocaron de tal manera que el desconocido quedó atrapado entre ellos.

– Eh, tío -le dijo el joven a Grange-. ¿Te importa dejarme sitio?

Kate se acercó, con Brown al lado.

Cuadraba con la descripción, la misma edad, alto, delgado y guapo.

– ¿No te resulta difícil ver los cuadros así? -preguntó Kate, esbozando una sonrisa para disimular su ansiedad.

– ¿Cómo? -El joven hizo un gesto con la cabeza y el rostro de Kate danzó en el espejo de las gafas.

– Con las gafas. -Kate notó una descarga de adrenalina y el corazón se le aceleró-. Deberías apreciar bien los colores de estas obras.

Perlmutter no le quitaba ojo de encima. Otros dos agentes advirtieron lo que pasaba y se acercaron también.

El joven se quitó las gafas.

– Pues no sé para qué iba a querer apreciar esta bazofia.

– ¿No te gustan los cuadros?

– No; son espantosos.

¿Diría eso el psicópata de su propia obra? No, a menos que fuera muy buen actor. Pero Kate insistió:

– ¿Y los colores?

– Una mierda. -Hizo una mueca-. Sólo he venido para ver cómo son en directo los cuadros de un asesino, pero la verdad es que me dan mal rollo. -Al volverse, su mirada se cruzó un instante con la de Perlmutter. Se puso de nuevo las gafas y se alejó.

– No es nuestro hombre -susurró Kate.

– Podría estar fingiendo -dijo Grange.

– Cuando se quitó las gafas no parpadeó ni entornó los ojos. Y tampoco le he visto ninguna cicatriz en la muñeca.

– Estoy de acuerdo con Kate -terció Perlmutter, sin quitarle ojo al joven.

Un ruido estático surgió de la mano de Grange, que se llevó la muñeca a la oreja sin mucha sutileza y se marchó.

– Muy disimulado -comentó Perlmutter mirándole.

– Así es Grange.

– Muy guapo.

– ¿Grange? -preguntó ella.

– No, el del pelo de punta -aclaró Perlmutter.

– Pues entonces, ¿por qué no le echas un vistazo?

– Muy bien.

Kate fue al centro de la sala y giró despacio, intentando ver a todo el mundo lo mejor posible. El tipo de la esquina, el único que llevaba gafas de sol aparte del joven, estaba hablando con una chica. Era evidente que pretendía ligar con ella y no tenía ningún interés en los cuadros. Todos los demás estaban enzarzados en conversaciones. Muchos eran demasiado mayores, decidió, otros eran parejas. Y la mayoría estaban en la lista de invitados de Bloom.

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