Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– Pero bueno, ni que tuvieras diecisiete años -dijo Kate con una sonrisa.

– Ojalá.

– Busca algo un poco más… tranquilo.

Perlmutter giró el dial hasta encontrar una antigua canción de Dylan, Simple Twist of Fate.

– ¿Te va Bob Dylan? -preguntó La canción le recordó a Richard. No sabía muy bien si quería oírla, pero Perlmutter ya estaba cantando, de manera que contestó:

– Sí, Dylan está bien.

Dylan. Kate recordó las fotografías ampliadas de los bordes de los cuadros del psicópata, llenos de nombres: Dylan, Tony y Brenda. ¿Quiénes serían?

Se metió en la boca un chicle Nicorette.

Poco después de atravesar el puente salieron de la autopista para dirigirse al pueblo de Ossining. Entraron en la calle principal, donde muchos de los edificios históricos estaban intactos. Después de varias vueltas tomaron una carretera en cuesta y apareció a la vista la torre de Sing Sing.

– ¿Nunca has pensado de dónde viene el nombre de Sing Sing?

Kate negó con la cabeza. Ahora que casi habían llegado ya no estaba tan segura de querer pasar por aquello.

– Viene de la expresión india sin sinck, que significa «piedra sobre piedra». Toda la parte sur de Ossining, que por cierto se llamaba Sing Sing hasta que los residentes quisieron desligarse de la cárcel, está asentada sobre piedra caliza.

– Eres un pozo de información.

– Pues sí. ¿Qué más quieres saber? ¿A cuánta gente han ejecutado? ¿Las torturas que se empleaban antes de la reforma penitenciaria?

Perlmutter se detuvo por fin a la puerta del penal y mostró su identificación al guarda. Por una vez Kate se alegró de que estuviera callado.

Una vez dentro, un celador los llevó a una pequeña habitación cuadrada. El hombre miraba a Kate como si fuera un merengue de limón.

Cuando se quedaron a solas Perlmutter le dijo:

– El espectáculo lo diriges tú. Yo sólo he venido para que sea oficial.

Kate asintió mirando en torno a la sala. Medía unos tres metros por tres, no tenía más ventana que un pequeño rectángulo de cristal en la puerta, había unos fluorescentes de luz oscilante, dos sillas metálicas y un cartel de NO FUMAR que la impulsó a zamparse otro Nicorette.

– Menuda adicción -comentó Perlmutter.

– Y que lo digas. Me sale más caro que el tabaco.

Un momento después el celador llevó a la habitación al hombre de la fotografía de Baume, esposado de pies y manos.

– Siéntate -ordenó, y le esposó los tobillos a una de las sillas metálicas clavadas al suelo de cemento-. Estaré aquí fuera -informó, guiñándole el ojo a Kate.

Charlie D'Amato era más pequeño de lo que Kate esperaba y parecía también más viejo. El pelo blanco le raleaba, tenía la cara fláccida como un perro pachón y las manos retorcidas por la artritis y cubiertas de manchas de vejez.

El hombre miró a Perlmutter, que estaba apoyado contra la pared.

– ¿Y usted es…?

– Detective Perlmutter. -Sacó del bolsillo el Daily News, lo desplegó y se puso a leer-. Como si no estuviera.

D'Amato enarcó las cejas, se encogió de hombros y se volvió hacia Kate.

– No sé qué piensas que puedo decirte del asesinato de tu marido.

Kate intentó disimular su sorpresa.

– Así que sabe por qué he venido.

– Las noticias vuelan -replicó él con una sonrisa crispada e irónica. Kate imaginó que era el gesto que utilizaba cuando quería acobardar a alguien-. Digamos que el celador y yo… nos entendemos bien.

– Perfecto -dijo Kate-. Así ahorramos tiempo.

– Me gustan las mujeres como tú: derechas al grano. -D'Amato señaló con la cabeza el paquete de tabaco que llevaba en el bolsillo del pecho-. ¿Me sacas uno, guapa? De momento estoy un poco impedido -añadió con una sonrisa torcida.

Kate le dio un Winston y luego se lo encendió.

D'Amato tenía dificultades para llevarse el cigarrillo a la boca; cualquier movimiento era un esfuerzo por el peso de los grilletes. La miró a través del humo.

– Tienes más o menos la edad de mi hija. Se llama Teresa y vive en New Brunswick, en Jersey. Tiene una casa estupenda y un par de críos, uno ya casi adolescente, Charlie. Lleva el nombre de su abuelo. Hace tiempo que no lo veo. -Esbozó una sonrisa algo menos retorcida que la anterior-. ¿Tú tienes hijos?

Kate supuso que D'Amato conocía la respuesta y que precisamente por eso había hecho la pregunta.

– Señor D'Amato, no tengo mucho tiempo…

– Pues yo tengo todo el tiempo del mundo -replicó él, exhalando una nube de humo.

– No es eso lo que tengo entendido. -Según Grange, D'Amato padecía una enfermedad terminal. Pero Kate no pretendía que su comentario sonara tan brutal-. Escuche, si sabe a qué he venido también sabrá que tengo autoridad para ofrecerle algunos favores. ¿Por qué no me dice lo que quiere?

– ¿Y quién ha dicho que yo quiera nada?

Kate le ofreció su propia versión de sonrisa irónica.

– Todos queremos algo, señor D'Amato.

– Llámame Charlie -contestó el preso, haciendo gala de su aspecto de abuelito.

– Dejémonos de tonterías, Charlie. Usted me dice algo y yo le ofrezco algo. Ya sabe cómo va esto. Empieza usted.

D'Amato se quedó en silencio, exhalando un par de anillos de humo en el aire ya cargado, y miró a Perlmutter un instante antes de hablar.

– Angelo Baldoni mató a tu marido. ¿Qué te parece, para empezar?

Fue como una bofetada, aunque Kate ya se lo esperaba.

Perlmutter la miró y vio que se las apañaba bien.

– ¿Por qué? -preguntó Kate con tono comedido.

– Creo que me toca a mí, guapa. -D'Amato se inclinó en la silla con un chasquido de hierros-. No me dejan ver a mis nietos.

– Podemos arreglar una visita. -Grange le había dicho que podía valerse de los derechos de visita.

– En una habitación, con un celador, no a través de un cristal. No quiero que vean así a su abuelo.

– Muy bien. Mi turno. -Kate inspiró-. ¿Por qué mató Baldoni a mi marido?

El viejo se encogió de hombros como si estuviera aburrido.

– Se interpuso en el camino.

– ¿En qué camino?

– No te imaginas dónde me tienen metido, guapa. Es una celda muy oscura. Me sacan como mucho media hora al día para que vea el sol y respire un poco de aire fresco. A menos que tenga que ir al médico, que tampoco es muy divertido, nunca veo nada. Me han dicho que en la parte norte hay unas celdas con ventanas.

– Y le gustaría que le trasladaran a una.

– Digamos que la idea me vuelve más comunicativo.

– Tal vez se pueda conseguir. -De hecho Grange ya había dispuesto el traslado a una celda mejor si el hombre cooperaba, pero Kate no estaba dispuesta a admitirlo todavía.

– No me gusta eso de «tal vez».

– Y a mí no me gustan los juegos.

– La que pone las reglas eres tú, no yo. -Esbozó de nuevo aquella sonrisa irónica.

– Señor D'Amato…

Él blandió un dedo, un movimiento difícil con las esposas puestas.

– Charlie.

– Charlie.

– Quiero una celda con ventana, de verdad. Soy ya muy viejo, me estoy muriendo, ¿acaso es mucho pedir?

No necesitaba hacer tanto teatro, pero Kate le dejó interpretar el papel.

– Lo arreglaremos -contestó.

Esta vez la sonrisa de D'Amato pareció más auténtica.

– Tu marido estaba creando problemas.

– ¿Qué clase de problemas? ¿Y para quién?

– ¿Tanto te importa saberlo?

Kate le miró a los ojos.

– Sí.

– Muy bien, pero sólo porque me recuerdas a mi hija. -D'Amato miró a Perlmutter-. ¿Por qué no espera fuera y nos deja un poco de intimidad? Puede mirar por el cristal de la puerta, como está haciendo el celador.

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