Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– ¡Es geniaaaaaal!

– Gracias, Tony.

La exposición de WLK Hand. La galería Petrycoff. Sí, tiene sentido.

Se seca el pelo con la toalla y se mira en el espejo. Su piel sigue gris, pero su pelo arroja tonalidades marrones con un atisbo de resplandor del sol. Está casi curado. Y cuando la vea, cuando hable con ella, con Kate, su historia-dura, la cura será completa. Está seguro.

La galería Vincent Petrycoff bullía de gente, atestada de artistas, tratantes, coleccionistas y curiosos, un mar de negro y gris en el que los cuadros de Willie asomaban de vez en cuando.

Kate intentó atisbar entre una pareja que le bloqueaba la vista.

– Te digo que es el músculo que alza los testículos -dijo el hombre.

– ¿Estás seguro? -contestó la mujer-. Yo creía que el cremáster eran los testículos.

– No. Lo comprobé después de ver la película. Es el músculo que sostiene los testículos.

– ¿Así que la película va de la sujeción de los testículos?

– No es lo que yo entendí. Pero salía Úrsula Andrews. ¿Te acuerdas de ella en Doctor No?

– No.

– La película de James Bond. Era la chica de la playa, la del bikini.

– Es igual. -La mujer se encogió de hombros-. Yo me acuerdo del primer vídeo del artista, en el que escalaba las paredes de una galería, que creo estaban untadas de vaselina, colgado de un arnés.

– Ah, ya… como estar dentro de la vagina.

– Pudiera ser que el arnés tenga relación con la idea del cremáster, la idea de sujetar los testículos.

– Es fantástico. No se me había ocurrido.

– Perdonad -dijo Kate, intentando pasar. Le hubiera gustado tener un comentario ingenioso a mano, pero estaba preocupada y notaba los nervios de punta. Miró en torno a la sala. Todo parecía en orden, pero sentía de nuevo aquel extraño zumbido. ¿Por qué?

Petrycoff se acercó entre el público para saludarla. Su rostro relucía de moreno artificial. Llevaba el pelo plateado pegado a la cabeza y la coleta tan untada de gel que parecía una lanza.

– Es tuyo -proclamó-. Heridas.

¿ Heridas?

El galerista señaló el cuadro de los espejos y los cristales, prácticamente oculto por los presentes.

– Ah, no conocía el título. -Tampoco estaba muy segura de que le gustara. Últimamente había sufrido demasiadas heridas, aunque no se arrepentía de haber comprado el cuadro. Le echó un vistazo a través del gentío: una multitud de caras y cuerpos fragmentados se reflejaba en los espejos. Entonces sintió otro escalofrío. ¿Qué pasaba?

– Todo vendido. Hasta el último -dijo Petrycoff.

– ¿Cómo?

– Que se han vendido todos los cuadros. El Reina Sofía tendrá que esperar a que nuestro genio realice alguna obra nueva.

Kate no supo si creerle o no, pero esperaba que al menos la mitad de la exageración fuera verdad, por el bien de William.

Petrycoff se alejó con una disculpa y se escurrió entre el público como una anguila.

– Kate, cariño. -Una mano en su espalda-. Sabía que te encontraría aquí.

Kate se volvió y dio dos besos a Blair. Tenía las mejillas más tersas y radiantes que nunca.

– A ver, ¿qué te has hecho? -preguntó escrutándole la cara-. Pareces una quinceañera y no has tenido tiempo para otro lifting. Además, no veo ni moratones ni cicatrices nuevas.

– La magia del Botox. Sólo esperó que no se me pase el efecto en mitad de algún evento importante. -Blair soltó una risita abriendo apenas los labios, sin que ningún otro músculo facial se le moviera-. Deberías probarlo, cariño. Tienes la frente como un mapa.

– Sí, me lo he hecho tatuar para no perderme al volver a casa.

– Te crees muy graciosa, ¿verdad? La vejez no tiene ninguna gracia, ya lo verás.

Kate pensó que una anciana de sesenta haciéndose pasar por una quinceañera tampoco era algo muy gracioso, pero quizá se equivocaba. A saber lo que ella misma pensaría al cabo de un par de años, cuando empezaran a salirle arrugas de verdad, en una cultura que adoraba la juventud y la belleza por encima de todas las cosas, excepto tal vez el dinero.

Willie se acercó a ellas y recibió besos y cumplidos. Kate se sintió a la vez contenta, orgullosa y triste. Le hubiera gustado que Richard estuviera allí para ver triunfar a Willie. Richard, que había sido el primero en comprar un cuadro de Willie.

– Son divinos -comentó Blair-, pero yo no tengo sitio. Son gigantescos. ¿No podrías hacer algo más pequeño?

– También podrías comprar una casa más grande -Willie sonrió-. Pero ve a ver los dibujos del fondo. Son pequeños.

– Muy elegante. -Kate sonrió y habló mentalmente con Richard: «Ha llegado lejos nuestro Willie, ¿eh?» Le dio una palmadita en la mejilla y sintió otro escalofrío. ¿Era por pensar en Richard? No estaba segura.

Intentó observar al público, pero la sala estaba atestada. Además, ¿qué buscaba? No tenía ni idea. Logró avistar a Nola, o por lo menos su nuca. Estaba hablando con alguien a quien Kate no veía, pero el zumbido pareció intensificarse. Tal vez era la excitación que se respiraba en la galería y la emoción de la inauguración, pero la sensación era la que siempre sentía cuando olía a gato encerrado. Puede que fuera simplemente el horror vivido las últimas semanas, que ahora le pasaba factura, o el torbellino de emociones que sentía. Miró de nuevo a Willie sonriendo, pero el director de un museo estaba hablando con él, y Kate supo que se trataba de negocios. Luego intentó llamar la atención de Nola, pero ésta no la vio. Seguía charlando con alguien que le daba a Kate la espalda. Nola sonreía, tal vez coqueteando. Podría ser el chico del supermercado, pensó Kate. Más valía dejarla en paz. Le hubiera gustado librarse de aquel mal presentimiento, pero se había intensificado. Y además tenía escalofríos, como si alguien le estuviera pasando hielo por la espalda. Lo que necesitaba era dormir, incluso irse a Florida, a casa de su suegra, y pasarse una semana sentada en el porche mirando los flamencos.

Muchas personas se le fueron acercando una a una, artistas, conservadores de museos, críticos de arte, incluso amigos de verdad, a muchos de los cuales llevaba tiempo sin ver. Estuvieron hablando de exposiciones, de cine, de artistas y de un poeta conocido suyo que estaba colaborando con un pintor. Al cabo de poco tiempo Kate se olvidó de sus presentimientos, distraída por ese gran espectáculo teatral que es el mundillo del arte, en el que estaba más que dispuesta a interpretar un papel secundario.

– Hola.

– Vaya, vaya. -Kate meneó la cabeza-. Esto demuestra que cualquiera puede colarse en una inauguración.

Nicky Perlmutter rió, su rostro alegre bastante fuera de lugar en una sala llena de gente que había elevado el hastío a la categoría de arte.

– Daniel ha pensado que no me vendría mal un poco de cultura. -Rodeó con el brazo a un joven esbelto de pelo de punta. Kate lo reconoció del fiasco de la otra noche.

– Una obra fantástica -comentó Daniel.

– Deberías decírselo al autor -replicó Kate.

– ¿Lo conoces?

– Está ahí. Ve a presentarte. Dile que te gusta la obra y harás un amigo de por vida.

– Genial. -Daniel se alejó en busca de Willie.

– Daniel es pintor -explicó Perlmutter, sin dejar de mirarlo.

– ¿Pinta con los dedos? ¿En la guardería?

– Jajá.

– Perdona, no he podido evitarlo. -Kate le dio un apretón en el brazo.

– Digamos que es muy maduro para su edad. Y es un pintor muy serio.

– ¿No has leído Muerte en Venecia?

– No, pero he visto la película. Un viejo acecha a un adolescente en una Venecia decadente y asolada por una epidemia. Una analogía muy apropiada. Gracias. Ya te la devolveré cuando te llegue el turno.

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