Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– Pues claro que hablaré contigo. Todo lo que quieras. -Tenía que coger la pistola, pero no podía arriesgarse, todavía no. Incluso si conseguía dispararle, él sólo necesitaría un segundo para clavarlo el cuchillo a Nola. Ahora distinguía el rostro de la joven, con una expresión de terror. «Halágale»-. Me gustaron mucho tus cuadros.

– ¿De verdad?

– Sí, mucho.

– Soy un pintor bueno, ¿verdad? Un pito, un pintor, un pito, un pintor.

– Sí, sí, eres muy bueno. -Kate se estremeció.

– Los últimos los hice para ti. Me alegro de que te gustaran. - ¿ Te gusta conducir? ¡ Coca-cola es as í ! El joven se llevó la mano a la cabeza-. ¡Basta!

– ¿El qué?

– Tu nombre.

– Sí, en los bordes, ya lo vi. Gracias, me sentí muy halagada. Pero ¿puedo preguntarte por qué? ¿Por qué los pintaste para mí?

– Porque tú me has curado.

– ¿Cómo te he curado? -Le sudaba la mano que sostenía el teléfono. ¡El teléfono! ¿Seguía encendido? ¿Lo había apagado después de llamar a Nola? No; seguía encendido. Pasó los dedos por el teclado. ¿Podría acertar sin mirar? El teléfono de Brown estaba en la memoria, pero ¿en qué número?

Celebra los mejores momentos de tu…

– ¡Basta! Por favor…

– ¿Basta de qué?

– Son los momentos Kodak, no tú. -Parpadeó y pestañeó-. Ese cuadro de ahí es de un azul precioso, ¿verdad?

– ¿Qué cuadro? Está muy oscuro y no lo veo, pero estoy segura de que tienes razón.

– No intentes engañarme.

– Yo nunca te engañaría.

– Ya me lo imaginaba. -Un flash. El rostro de ella. Risas. Y música-. Every breath you take -cantó.

– Me gusta esa canción.

– ¿Sí?

– Sí. ¿A ti no?

– No. A ella sí le gustaba.

– ¿A quién?

– A ella. A ella. Y a los otros como ella.

– ¿Qué otros?

– Los otros, ya sabes. Los que me ayudaron a ver. Tenía que hacérselo, a ellos y a ella. Para ver.

Sus víctimas, los cuerpos eviscerados.

Kate recordó las palabras de la doctora Schiller: «Pensaba que al matar podía volver a ver los colores.» -Pero ¿por qué mataste a Boyd Werther?

– No quería. Al principio no. Yo sólo quería que me ayudara, pero él se negó. -Se puso a cantar de nuevo-: Every breath you take…

– Pensaba que no te gustaba esa canción.

– A mí no, pero a Brenda sí, y es una buena amiga.

– ¿Está aquí, ahora?

– Claro.

– Qué suerte, tener tan buenos amigos… -Vaciló un momento y añadió-: Tony.

– ¿Por qué hablas con él?

– Pensaba que a lo mejor te llamabas Tony.

Su risa hendió la habitación en penumbra.

– Eso sí tiene gracia, ¿verdad, Tony?

Kate se echó a reír también. Seguía pensando en la doctora Schiller y en su paciente, Tony el Tigre, un nombre que, según él, había tomado prestado de un amigo.

– Hola, Tony -dijo-. No sabía que también estabas aquí. Creo que eres genial.

– ¿Lo ves, Tony? ¿Qué te dije? Sabía que ella lo comprendería.

– Claro que lo comprendo. -«Sigue hablándole, distráele y luego coge la pistola.»

– Hacía mucho tiempo que quería hablar contigo y… é sta es la historia de una dama encantadora que era…

– Conozco ese programa. Es La tribu de los Brady, ¿a que sí?

– ¿Un programa?

«Se cree que es real.»

– Dime cómo te llamas, anda.

– Yo no tengo nombre.

– Todo el mundo tiene nombre.

– Ella me llamaba Jasper.

– ¿Puedo llamarte Jasper? ¿Te gustaría?

Él reflexionó un momento.

– Puedes llamarme Jasper porque… es como el artista, Jasper Johns.

– ¿Te gusta Jasper Johns?

– Es uno de mis dioses. Nos llamamos igual y… él también está enfermo, ¿sabes? Como yo.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Pero yo ahora estoy mejor y voy a ayudarle a curarse y a lo mejor tú también puedes colaborar.

– Claro que sí. -Kate miró a Nola y casi percibió el pánico en sus ojos. Acercó la mano unos centímetros al bolso-. Tenía miedo de que no pudiéramos llegar a hablar. Creía que habías muerto.

– Ah, ése no era yo. -Una carcajada-. Fue un truco.

– ¡Qué listo! ¡Conseguiste engañar a la policía! ¿Y cómo lo hiciste?

– Muy fácil. Le pagué, ¿sabes?, al chico, un punky de la calle. Después de matar a los policías de fuera, le mandé delante de mí a la galería. Le hice llevar las gafas de sol y llegar hasta la puerta. Estaban emocionadísimos. Se creían que lo habían atrapado. A mí. Luego fue muy fácil, ¿sabes?, entrar mientras estaban todos distraídos. No se esperaban que apareciera yo un minuto más tarde y entonces bang bang, muertos, ellos, no tú, y los otros, los del coche, ésos ya estaban muertos, kaput, se acabó , pop pop. Me gustó mucho el ruido que hacía la pistola con el silenciador, pop pop. -Blandió el cuchillo como si fuera una pistola y Kate pensó en lanzarse contra él, pero el arma estaba a escasos centímetros del vientre de Nola-. No se enteraron de nada, no me vieron venir. Pop, pop. Plop, plop, fizz, fizz. A veces puedo hacerme invisible.

– ¿De verdad?

– Sí, pero no ahora. -Pareció estremecerse y el cuchillo osciló en su mano. Kate tuvo que controlarse para no arrojarse sobre él-. Me puse triste. Vaya, como dice Prince, cuando las palomas lloran. Pero luego eché un vistazo y fue estupendo. Vaya, que era… estupendo, mis cuadros en la galería, donde tenían que estar y… -De nuevo se le quebró la voz-. A veces hay que hacer sacrificios, ¿no?

– Sí. -Otro centímetro hacia el bolso.

– La cuestión es el trabajo. Vaya, que yo sabía que era contraproducente, pero tenía que hacerlo, vaya, que tenía que hacerlo. Y fue bueno - Hazme da ñ o, que me gusta tanto… -, y era lo que había que hacer, ¿verdad, verdad, verdad? -Se chupó la punta de los dedos quemados, todavía doloridos, con gruesas costras en varios.

– Es verdad. Fuiste muy valiente.

– Soy muy valiente. Duro como el acero. ¡Capaz de saltar sobre los edificios!

– ¿Superman?

– Superman, sí. Y tú eres Luisa Lane.

– ¿Ah, sí?

– No. -Se echó a reír-. Yo sé quién eres. No me confundas.

– Yo nunca te confundiría.

– La gente siempre está intentando confundirme, hacerme daño.

– Lo siento mucho.

– ¿De verdad?

– Sí.

– Tú me has curado.

– Eso has dicho. ¿Y cómo te he curado?

– Me has hecho ver. Fue un milagro.

– Enséñamelo.

– ¿Qué quieres decir?

– Que me enseñes cómo puedes ver.

– No lo sé.

– De verdad, quiero ver lo bien que lo haces. Me alegro mucho por ti, estoy muy contenta de que puedas ver, muy orgullosa. Pero podría estar más orgullosa todavía.

– ¿Cómo? -Podrías enseñarme lo que has aprendido. Cómo te he ayudado, cómo te he curado. -Un paso más. Las bombillas rotas crujieron.

– Por favor, no te acerques. No quiero hacerte daño, no quiero que me hagas daño. - Hazme da ñ o, que me gusta tanto…

– Yo no te haría daño.

– Todo el mundo hace daño. ¿Sabes lo que me hicieron a mí?

– ¿Quiénes?

– En aquel sitio. Los médicos. Mi cabeza y… -Una serie de sensaciones: acero frío en la espalda, una aguja en el brazo, goma en la boca-. Mi cabeza.

Kate sabía que se refería a la terapia de electroshock que la doctora Schiller había mencionado. Pero no fue a él a quien se imaginó allí, en una camilla, no a su cuerpo recibiendo electricidad suficiente para sufrir un ataque epiléptico, sino que Kate vio a su madre, incapaz de hablar y pensar después de unas pocas sesiones, su madre, con quien el tratamiento había fracasado, que se había suicidado en el mismo hospital que tenía que haberla salvado.

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