– Yo no pienso aparecer del brazo de un adolescente.
– Nunca se sabe, señora Robinson. -Perlmutter sonrió y se inclinó hacia ella-. ¿Estás bien?
Kate forzó una sonrisa.
– Sí, descuida.
Él le dio unas palmaditas en el brazo y se fue en pos de su chico.
Kate estaba cansada. Se abrió paso entre la multitud hasta dar con Willie, que lidiaba con varias personas que le hablaban a la vez. Por fin llegó a su lado y le dio un beso y un abrazo.
– Me voy.
– ¿No te quedas a la fiesta en Bottino?
– Perdóname, cariño, pero estoy agotada. Nola te acompañará.
– No lo creo. Se ha marchado con su nuevo amigo, Dylan.
Aquel nombre de nuevo. ¿Por qué no podía haberse llamado David o Doug?
– ¿A cuántos chicos habrán puesto el nombre del viejo Bobby Zimmerman? -dijo, pensando en voz alta.
– Así es como se llama en realidad Bob Dylan, ¿no? -terció una rubia muy guapa que estaba junto a Willie.
– Sí. Creo que Bob adoptó el apellido por el poeta Dylan Thomas.
– ¿Ah, sí? -dijo la rubia-. Pues yo cada vez que oigo el nombre de Dylan me acuerdo de Sensaci ó n de vivir, ya sabes. Dylan era el chico rebelde; Brandon, el chico bueno; Brenda, la hermana de Brandon y…
– Donna -concluyó Kate, sin pensar.
– Exacto. Donna. Jo, esa serie me encantaba. Era adicta total. -La chica, de unos veintitantos años, soltó una risita-. Y la verdad es que todavía la veo cuando hacen alguna reposición.
A Kate le vinieron a la mente los detalles fotográficos en blanco y negro, aquellos nombres, Brenda, Brandon, Donna y Dylan, garabateados para crear los bordes de los cuadros del psicópata, y una mano helada pareció deslizarse por sus vértebras. Era absurdo. No era más que una coincidencia. ¿Por qué dejaba que le afectara tanto?
– ¿Adónde han ido? -preguntó, intentando mantener la calma. ¿Y por qué tenía que ponerse nerviosa? Al fin y al cabo, el asesino había muerto.
– Pues no lo sé -contestó Willie, tirándole un beso mientras una de sus muchas admiradoras le arrastraba de nuevo hacia la multitud.
«Estoy exagerando», pensó Kate abriéndose paso entre el gentío, ansiosa de pronto por salir de allí.
– ¿Nola? -llamó Kate mientras cerraba la puerta.
Mierda. Esperaba que Nola estuviera en casa.
El pasillo estaba a oscuras, pero no se molestó en encender la luz. El taconeo de sus zapatos en el suelo de madera sonaba más fuerte de lo normal. Pasó por la sala de estar, también a oscuras. No había señales de Nola, ni el resplandor de la televisión. El corazón se le aceleraba. «Cálmate.» Se estaba poniendo nerviosa por nada, por un nombre, joder. Dylan. Ridículo. Realmente necesitaba unas vacaciones.
¿Qué fue eso? ¿Una voz, o algún crujido del viejo edificio San Remo?
– ¿Nola? ¿Estás en casa, cariño?
Se asomó a la habitación de Nola, también vacía.
«Estará bien. Habrá ido a tomar un café con el chico del supermercado, nada más. Llegará a casa en cualquier momento.» ¿Entonces por qué no podía librarse de aquel mal presentimiento? No le gustaba comportarse como una madre preocupada, pero así se sentía. Cogió el móvil del bolso, marcó la tecla del número de Nola y al oír que el teléfono sonaba en alguna parte de la casa se tranquilizó. Probablemente estaría en la cocina, hinchándose de leche con galletas.
– ¿Nola?
El salón estaba a oscuras. Kate pulsó el interruptor, pero la luz no se encendió.
¿Era aquel ruido una respiración, o el latido de su propia sangre en los oídos?
– ¿Nola?
Volvió a probar el interruptor. Nada. Sabía que sus cuadros, las antigüedades y los muebles acechaban en las sombras esperando recibir la luz, pero ella estaba ciega. Se imaginó la habitación, con los dos sofás delante de ella, la mesita de centro cuadrada, otras mesas con lámparas a los lados. Pero ¿dónde exactamente? ¿Y qué había pasado con la luz? ¡Otro apagón! Debería llamar al portero, por si había un corte eléctrico en el bloque. No sería la primera vez que se fundía un fusible en el viejo edificio. Entonces miró hacia las ventanas y se dio cuenta de que las cortinas estaban casi cerradas del todo. Sólo se colaba una franja de luz de la ciudad. ¿Las habría corrido Lucille? Kate casi siempre las dejaba abiertas.
Entonces percibió una vaharada del perfume de almizcle de Nola y se dio cuenta de que la oscuridad le había aguzado los sentidos. Tal vez Nola había pasado por casa un momento para volverse a marchar. Pero ¿sin su móvil?
Avanzó unos pasos, se dio un golpe en la rodilla contra una mesita auxiliar y tendió la mano hacia la lámpara de la mesa. Pero en ese momento algo crujió bajo sus pies. Sonó como cáscaras de cacahuetes o tal vez hojas secas. La lámpara tampoco se encendía.
Pasó los dedos por el suelo para ver qué había pisado y sintió una punzada de dolor.
Cristales rotos.
– Maldita sea.
Se chupó el dedo. La sangre tenía un sabor dulzón. Se quedó totalmente quieta, dejando que sus sentidos se acostumbrasen a la situación.
Y entonces lo oyó: un ligero jadeo, un suspiro y, sí, olía el perfume de Nola, demasiado fuerte para ser sólo un rastro. De pronto la oscuridad se abrió y la habitación comenzó a cobrar forma: los dos sillones, las lámparas modernistas, una máscara africana cuyos dientes de concha relucían.
Posó la vista en el mostrador de roble que separaba el salón del comedor, una tabla plana de dos metros y medio de longitud. Pero su silueta había cambiado, convirtiéndose en una masa irregular, y de allí provenía el sonido que intentaba localizar: gemidos.
Kate avanzó un paso más y la masa se perfiló inconfundible: era Nola, tumbada en el mostrador, atada de manos y pies con cinta adhesiva y amordazada. Y detrás de ella, la silueta de un hombre con un cuchillo de cocina en la mano.
«¡Dios mío!» -Siento lo de la luz, pero para mí es más fácil así. No les pasa nada, a las luces, digo. Puedes poner bombillas nuevas. -Por un momento danzaron ante sus ojos destellos de colores, azules y verdes artificiales, las bombillas de Sara Jane. Pero parpadeó y desaparecieron.
Kate dio un paso más y pisó más cristales. Llevaba el bolso al hombro y dentro, la pistola. Tenía que distraerle.
– Tengo que hablar contigo -dijo él.
– Sí, muy bien. -Kate contuvo el aliento-. Pero no te veo.
– Yo sí te veo a ti.
– ¿No quieres que te vea?
– Así es mejor. Vamos a hablar.
– De acuerdo.
– ¿Has querido engañarme?
– ¿Engañarte? No, claro que no. Yo nunca te engañaría.-«¡Piensa! ¡Piensa!»-. ¿Por qué iba yo a engañarte?
– Había muchos policías esperándome.
– Eso no dependía de mí. No pude evitarlo. Pero fui yo la que organizó la exposición. Pensé que te gustaría. Espero que así fuera.
– Sí, fue… preciosa -respondió él con voz rota-. Pero ya se ha terminado. Ya no están.
– ¿Los cuadros?
– Sí.
– Pero yo los vi. Mucha gente los vio.
– ¿Se burlaron?
– Que va. No. Querían comprarlos.
– ¿Por qué?
«Porque eran un hatajo de pervertidos.»
– Porque les gustaron mucho. Pero yo no dejé que los compraran porque no me pareció bien. Quería que los conservaras. Quería devolvértelos, pero…
– Donna dijo que era mejor así.
– ¿Tu amiga?
– Sí.
– Seguro que es una buena amiga.
– La mejor. -Blandió el cuchillo sobre el vientre de Nola. Kate lanzó una exclamación.
– ¡No! Por favor…
– Si hablas conmigo no le haré daño. A veces la gente no quiere hablar conmigo si no la obligo.
Читать дальше