Perlmutter miró a Kate y ella asintió con la cabeza.
D'Amato esbozó su sonrisa azucarada de abuelo.
– Así está mejor, ¿no? -comentó una vez Perlmutter hubo salido.
– Siga. Me estaba contando lo que le pasó a mi marido.
Él suspiro.
– El malo de la película es aquel baboso, Stokes, no Angelo Baldoni. ¿Angelo? -D'Amato resopló por la comisura de la boca-. Angelo era un don nadie, un mequetrefe, un sgarrista, un soldado raso, un protegido. No era más que un idiota. Tal vez él apretara el gatillo, pero fue Stokes el que dio la orden. -Tiró el cigarrillo al suelo e intentó pisarlo pero no pudo levantar los pies encadenados-. No digo que Angelo fuera un santo, pero para él no fue más que un encargo. No tenía nada personal contra tu marido.
Kate tenía el corazón encogido. No había sido más que un encargo. Matar a su marido. Sólo un encargo.
– El trabajo es el trabajo -prosiguió D'Amato, como si hablara del tiempo-. Lombardi, el tío de Baldoni, dio el visto bueno porque le debía un favor. Quería saldar cuentas con Stokes de una vez. Ya estaba harto. No hacía más que darle dinero que el tipo aquel despilfarraba en putas y drogas. Quería terminar. Favor por favor y se acabó. Finito. Ciao. De manera que cuando Stokes le pidió el gran favor, matar a Rothstein, Lombardi pensó que muy bien, que sería el último favor. Así que le encargó el trabajito a Angelo, y a éste le dio por pedir un cuadro al gilipollas que trabajaba para él, para que el asesinato de tu marido pareciera obra de aquel otro chiflado.
– Y luego mató al pintor, a Martini, ¿no?
D'Amato asintió.
– Por lo visto Martini se volvió codicioso. El dinero vuelve loca a la gente -comentó encogiéndose de hombros-. Stokes estaba falseando los libros del bufete de abogados, sacando mucho más dinero del que le correspondía. Se ve que tu marido se enteró y no sólo iba a despedirlo, sino también a denunciarlo a la policía. Stokes le fue con el cuento a Lombardi y le dijo que Rothstein pensaba dar unos cuantos nombres, que tu marido conocía la relación entre ellos. Consiguió asustar a Lombardi. Pretendía que Lombardi también deseara la muerte de Rothstein. Ya sabes cómo van estas cosas.
«Pretendía que Lombardi también deseara la muerte de Rothstein. Ya sabes cómo van estas cosas.» Las palabras le ardieron en los oídos. Pero necesitaba enterarse de todo, y D'Amato parecía querer seguir hablando. Le indicó que prosiguiera.
– Baldoni y Stokes se merecían el uno al otro. De manera que Angelo dijo que de acuerdo, que se encargaría de Rothstein, pero quería cincuenta mil por el trabajo y Stokes tuvo los huevos de acceder. Así que sacó más dinero del bufete. La verdad es que tiene gracia. Podría decirse que tu marido pagó su asesinato de su propio bolsillo.
Kate tenía náuseas. Andy había ordenado la muerte de Richard y pagó por ella con el dinero del bufete de Richard.
– ¿Cómo sabe todo esto?
– Cariño, hay muy pocas cosas que yo no sepa -replicó D'Amato con una sonrisa malévola-. Lombardi trabaja para mí. De hecho, fui yo el que luego ordené que eliminaran a Stokes.
«¡Dios mío!» Estaba delante del cerebro de la operación, del hombre que tiraba de las cuerdas. El hombre que podría haber dicho: «No, no matéis a ese hombre, no matéis a Rothstein.»
– No debería contarme esto.
– ¿Por qué? ¿Me vas a meter en la cárcel? ¿Me vas a matar? -Lanzó una carcajada y suspiró. Kate percibió en su aliento el olor a tabaco-. Me han dicho que el FBI está buscando a Lombardi. Te voy a contar un secreto, guapa. No lo van a encontrar. -Otra sonrisa.
Kate no tuvo que preguntar lo que resultaba obvio: Lombardi estaba muerto.
– Diles de mi parte que dejen de perder el tiempo. En cuanto a Stokes, era un bala perdida, no traía más que problemas. No iba a dejar de meterse en líos y era un bocazas. Ya se le habían devuelto todos los favores, ¿no? Y además, yo nunca le debí nada a ese gilipollas. Así que fuera. -Enfatizó su punto de vista con un gesto grosero.
– ¿Lo ordenó usted desde aquí?
– ¿Por qué lo dices? ¿No crees que pudiera?
– Supongo que puede hacer muchas cosas, señor D'Amato.
– Así es. Y te voy a decir otra cosa, guapa. Casi consigues que te maten cuando te metiste por medio.
– ¿Eso le preocupa, que matara a Baldoni?
– Nadie es imprescindible -replicó el viejo encogiéndose de hombros-. Pero yo hablaba de ti, de que casi te matan.
Kate contestó sin pensar:
– Me habría dado igual.
– Eso es fácil decirlo. Estás aquí conmigo, viva. La próxima vez puede que no tengas tanta suerte.
Kate se quedó pensando. ¿Se alegraba de estar viva? Era como si todo en su vida hubiera quedado atrás. Miró a D'Amato a los ojos.
– Aprendí a cuidar de mí misma desde muy pequeña. -Pensó en la muerte de su madre, luego su padre y luego Richard. Richard, que era inocente.
Inocente.
Kate asimiló el dato por primera vez y sólo entonces se dio cuenta de que se alegraba de no haber muerto.
– ¿Y lo de la celda nueva? -preguntó el viejo.
– Le trasladarán -dijo Kate-. ¿Y quiere saber algo gracioso?
– Claro, guapa. A ver si me río.
– Ya tenía autorización para trasladarle a otra zona de menos seguridad, a una celda con ventana. Lo único que tenía que hacer era decirme algo. Ha tenido suerte.
– Ay, cariño -D'Amato le dedicó de nuevo su sonrisa malévola-, ¿de verdad crees que te habría dicho algo de no haberlo sabido de antemano?
Perlmutter y Kate se dirigieron hacia el coche sin hablar. Él lo había visto y oído todo y ella agradeció su silencio.
Estaba intentando asimilar las buenas noticias y las malas. Habían matado a Richard para hacer un favor a Andy Stokes. Una muerte estúpida, sin sentido. Y Richard sólo era culpable de haberse equivocado y no haber ido a la policía antes de hablar con Andy Stokes.
Bueno, ya tenía sus respuestas, las que quería: su marido era inocente y ella había matado a su asesino. ¿Por qué entonces no se sentía mejor?
Miró el cielo, más azul que gris, con lágrimas en los ojos. Necesitaría tiempo para recuperarse. Tal vez la verdad hubiera levantado el velo de las sospechas sobre Richard, pero también había hecho más dolorosa su pérdida, más agudo su sufrimiento. Tenía razón. Pero ¿qué cambiaba eso? A pesar de ser inocente, Richard no iba a volver. El viento deshizo una nube como si fuera de algodón. Tal vez esa noche, pensó, podría dormir.
¿Es que los pasillos del supermercado eran más estrechos o es que se lo parecía a Nola? Tenía la impresión de que, con su volumen, tiraría de los estantes las cajas de Oreos, Pecan Sandies y demás galletas. Echó un par de paquetes de Mallomars en el carro. Qué demonios. A estas alturas ya le daba igual zamparse otra docena de galletas.
– Esas también son mis favoritas.
Justo lo que le faltaba: un pesado. Pero cuando se volvió, se encontró con que el pesado era un joven muy guapo.
– ¿A ti también te gustan las Mallomars? -le dijo.
– Son las mejores, aparte las Oreos. Depende, claro -repuso él con una sonrisa.
«Tiene una boca preciosa.» -Sí, es difícil decidirse. A propósito, estoy embarazada, no gorda.
El joven sonrió.
– Ya lo imaginaba.
– Menos mal. -Nola pasó su enorme peso de un pie a otro y sonrió.
El joven le devolvió la sonrisa.
– Nos vemos -se despidió, alejándose por el pasillo.
«Estoy embarazada, no gorda. Qué idiota. Como si no se notara a la primera.» Bueno, daba igual. De todas formas era una tontería pensar que un tipo normal se molestaría en mirarla siquiera. Suspiró todavía mirando al joven, que estaba cogiendo de un estante una caja de galletas saladas. Por un instante pensó en acercarse para invitarlo a un café y unas Mallomars, pero mientras vacilaba el joven desapareció. Demasiado tarde. Y al cabo de unas semanas sería demasiado tarde de verdad. Un hijo. ¡Un hijo! Tenía que estar loca.
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