– Naranja… sí.
Todavía empuñaba el cuchillo pero estaba aletargado, con los ojos medio cerrados. Kate tocó la pistola con los dedos justo en el momento en que se oyó una voz crepitante, como una radio. Se quedó paralizada.
– ¿Qué ha sido eso? -exclamó él, abriendo de pronto los ojos.
– Yo no oigo nada. -Una voz en el teléfono-. No he oído nada.
– Es… ruido. Ruido. Como el ruido que ella siempre hacía…
– No pasa nada. -Kate hablaba con claridad, vocalizando cada palabra-. Estás a salvo aquí conmigo, en mi apartamento de Central Park West. Ya no tienes que matar a nadie. Deja el cuchillo. No digas nada -añadió, pero esto no iba dirigido a él, sino a la voz del teléfono-. ¿Entendido? ¡No hables!
Jasper ladeó la cabeza, escuchando. Pero las voces, todo el ruido de su mente, se había detenido.
– Estoy… muy cansado.
Kate esperaba que Brown la hubiera oído.
– Es hora de descansar. Ya has visto bastantes colores. Ahora ya sabes que estás curado.
– Pero… se están desvaneciendo.
– Eso es porque estás cansado…
Kate empuñó por fin la pistola. Podría dispararle, no sería difícil. Él se estaba durmiendo. Puso el dedo en el gatillo. «¡Dispara!» Pero cuando lo miró a la cara y vio al niño triste de Long Island City, vaciló. Le había prometido no hacerle daño. Y al verle ahora con la boca entreabierta y los párpados casi cerrados, supo que no le haría talla.
– Jasper, el cuchillo -dijo-. Suéltalo, con cuidado.
El miró el cuchillo como sorprendido de verlo, y lo bajó poco a poco hacia el mostrador. El vientre de Nola subía y bajaba con cada respiración.
– Muy bien. -«Necesita apoyo y cariño»-. Eres un buen chico. Un chico maravilloso e inteligente. Tienes mucho talento.
El soltó el cuchillo y se lo quedó mirando con expresión adormilada. Tenía lágrimas en los ojos medio cerrados.
– Deja ahí el cuchillo y ven conmigo. Deja que te cuide.
Kate seguía sosteniendo la pistola, pero él no parecía darse cuenta. La droga había podido con él. Kate dejó el teléfono y le tendió la mano.
Él se la quedó mirando un momento, parpadeando despacio, hasta que la tomó. Kate le pasó el brazo por la cintura y él se apoyó contra ella, casi sin fuerzas. Kate cogió el cuchillo del mostrador y cortó la cinta que ataba las muñecas y tobillos de Nola. Luego le quitó la mordaza.
– Vete -susurró.
Nola salió corriendo de la sala, sujetándose la barriga, aterrorizada pero indemne.
Kate pensó en todo lo que había hecho aquel triste y destrozado hombre niño. Pero no tenía miedo. Notaba que algo se había roto en él. Lo llevó al sofá y él comenzó a desvariar de nuevo, pero en susurros.
– De verdad… quieres… hacerme… daño… A veces… te parece… que estás loco… Doble… placer… doble…
Sin dejar la pistola, Kate pasó el otro brazo en torno a él. Jasper, todavía mascullando frases de conocidos anuncios y canciones, apoyó la cabeza en su hombro y ella percibió en su pelo olor a champú. Él abrió los ojos enrojecidos y se agitó.
– Háblame… de los colores. Haz… que los vea… otra vez.
Kate le tocó los párpados.
– Cierra los ojos -susurró-. Ahora imagínate una flor.
– ¿Qué flor? Yo… no conozco ninguna flor. -Abrió otra vez los ojos. En su voz drogada había un tono de pánico.
– Shhh. Cierra los ojos. Voy a elegir una flor para ti, ¿de acuerdo?
– Sí. -Se acurrucó de nuevo contra ella. Su aliento cálido le hacía cosquillas en el cuello.
– Es una de mis flores favoritas. Es una flor pequeña, del tamaño de una moneda. ¿Te la imaginas?
– Sí.
– Se llama pensamiento. Crecen en grupos, muy cerca del suelo, todas juntas, como una pandilla de amigos.
– Amigos.
– Eso es. Y cada flor tiene muy pocos pétalos, pero de los colores más bonitos, vistosos y variados: índigos, violetas, azules y magentas. ¿Los ves?
– Sí. Magenta… violeta. Los veo.
– Los pensamientos son casi como caras, caras resplandecientes de color puro, rosa clavel, púrpura y…
Él alzó la cabeza con cierto esfuerzo.
– ¿Y… alboroto?
– Sí, alboroto también.
Dejó caer de nuevo la cabeza y cerró los ojos.
– Los… veo -Arrastraba las palabras, adormilándose-. Los… veo. Los… veo… todos. Y… son… preciosos. -Se metió el pulgar en la boca.
Sus ojos se agitaron tras los párpados cerrados. Entonces se quedó dormido.
Kate también notaba los efectos de la pastilla e intentaba no olvidar que el joven que yacía en sus brazos era un monstruo.
– Muy bien -dijo-. Muy bien.
– Ya sé lo que piensas -dijo Kate a Nicky Perlmutter mientras se llevaban a Jasper esposado, arrastrando los pies, como un guiñapo, flanqueado por dos agentes que intentaban mantenerle en pie. Iban acompañados de Floyd Brown y un médico-. Sé que piensas que debería haberle matado. -Se esforzaba por mantener los ojos abiertos.
– ¿Por qué no lo hiciste?
– En primer lugar, porque no hizo falta. La droga surtió efecto. Y creo que él quería una excusa para detenerse, para descansar. -Kate contuvo un bostezo-. Pensé que podría manejarle.
– Una apuesta muy arriesgada.
– Pero yo tenía mi pistola.
El médico la llamó un momento.
– ¿Qué ha tomado?
– Somníferos -contestó ella-. Treinta miligramos de Ambien.
Perlmutter volvió a mirarla.
– No es precisamente una sobredosis, ¿verdad?
– No.
Otro médico entró en el salón desde el pasillo.
– La chica está bien, pero ha roto aguas -anunció.
– ¿Qué? ¡Madre mía! -Kate se espabiló del todo.
– Creo que ha llegado el momento -dijo Nola entrando en el salón.
El sol, de un brillante amarillo canario, se filtra entre los árboles, cae sobre la hierba y proyecta diamantes en la manta de picnic. Richard descorcha el champán. La luz se refleja en la botella y por un instante Kate queda cegada y el mundo se vuelve blanco. Luego, poco a poco, el verde de la hierba y el azul del cielo comienzan a surgir como si un niño colorease un dibujo. Richard sonríe de nuevo y Kate sabe lo que va a decir.
– Cásate conmigo.
– ¿Por qué no? -contesta ella.
Los dos se echan a reír y la escena se funde para dar paso a una sala atestada de gente, las paredes cubiertas con los cuadros del psicópata y sus colores chillones. Kate acepta un cigarrillo del hombre que está a su lado, Charlie D'Amato. Luego mira los cuadros y los bordes hasta que su nombre garabateado sale volando y flota en la habitación como una serpiente encantada, arrastrando con él las caras amordazadas dibujadas a lápiz. Debería saber algo sobre ellas, pero no recuerda qué es y siente que el pánico la invade.
Richard se abre camino entre la multitud y Kate advierte que es transparente.
– Me gustaría que dejaras de fumar -dice él.
– Pues lo dejo.
D'Amato sonríe, le da fuego y sus esposas relucen cuando la llama surge del mechero y se convierte en un incendio. La sala se tiñe de naranja y luego se desvanece. Kate cree que está despierta y que es una mañana como cualquier otra, con Richard a su lado en la cama. Se siente aliviada.
Richard sonríe.
– No pasa nada, ¿sabes?
– ¿No?
Él le toca la cara con los dedos cálidos.
– Te quiero.
– ¿Sí?
– Te quiero mucho, pero tengo que irme.
– Quédate conmigo, por favor.
Richard sonríe. Es la sonrisa más hermosa que Kate ha visto jamás. Tiene el rostro iluminado.
– No, no puedo. Pero estaré a tu lado siempre que me necesites.
– Vale, lo entiendo -contesta ella.
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