Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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– No es momento para bromas. ¿Sabía Esmirna que tu padre había muerto?

– Se lo anuncié por conferencia telefónica, cuando le llamé para solicitarle una entrevista.

– Previamente, lo habías hecho por carta.

– Sí.

– Carta que certificaste en Burdeos.

Maurizio había terminado por sentarse en una silla. Se removió, incómodo.

– Creo que sí. ¿No irá a traerme problemas esa dichosa carta, como me los buscó la que escribí en Viena?

Martina le replicó con otra pregunta:

– ¿Desde dónde hiciste la llamada telefónica a Gedeón Esmirna?

– Desde Burdeos, a los dos o tres días de escribirle. ¿Estoy contestando bien?

– Los comentarios los haré yo. ¿Dónde te alojaste en Burdeos?

– ¿Es ésa una pregunta pericial?

– No se te acusa de nada.

El pianista le dedicó una hipócrita mueca.

– Nunca recuerdo los nombres de hoteles o mujeres de ruta.

– Averiguaré dónde te hospedaste en Francia, puedes estar seguro. ¿Cuál iba a ser el motivo de tu encuentro con Esmirna?

Por toda respuesta, Maurizio se dirigió a la caja de seguridad de la suite, oculta entre las baldas del armario ropero. Manipuló las claves y abrió la tapa de acero con una llavecita inserta en la cerradura. Blandió algo entre los dedos, y un capuchón de oro con cruces de pedrería brilló en la habitación. El músico estuvo contemplando la estilográfica unos segundos, como hipnotizado por su belleza, y después se la entregó a Martina.

– ¿Habías visto una pluma como ésta?

– Nunca -mintió la subinspectora.

– Es una Egmont-Swastika -explicó Maurizio-. Como diría, en vida, el difunto Gedeón Esmirna, una exquisita muestra del más refinado arte de la escritura.

La mente de Martina ataba cabos a toda velocidad. Inquirió:

– ¿De dónde la has sacado?

– Me la legó mi padre. Permanecía depositada en la notaría de Nelson Arateca, en Cartagena de Indias, donde me fue leído el testamento. El notario me dijo que mi padre le había insistido en que se asegurase de que llevara la estilográfica conmigo. También ponía como condición que firmase con ella la aceptación de la herencia. Fíjate en esas piedras. ¿No te maravilla su contraste con el oro?

La pluma era idéntica a la que le había mostrado Esmirna en su tienda de antigüedades, pero Martina se abstuvo de revelárselo a Maurizio. El oro puro tenía una calidad mate, noble y eterna, y los rubíes emitían un suave fulgor, del translúcido tono de un vino joven. El diseño de las cruces esvásticas estaba ideado para sugerir una impresión de movimiento, algo así como una especie de danza cósmica en un universo mineral, donde el núcleo de las estrellas ardiese en un magma hirviente. Martina recordó que ese símbolo, la esvástica, había significado el bien y el mal, el equilibrio espiritual, la cultura indoeuropea y la locura nacionalsocialista. De la centenaria estilográfica emanaba algo misterioso, ancestral, sutilmente perturbador; la misma sensación, pensó Martina, que si uno sostuviera en la palma de la mano un puñal de sacrificio.

– Esmirna me aseguró que sólo quedan unos pocos ejemplares en todo el mundo -dijo Amandi-. Por lo visto, vale mucho más que su peso en oro. Me adelantó que estaría dispuesto a pagar lo que le pidiese por ella. Pero, por lo que me has contado, me temo que ya no podrá hacerlo…

– Desde luego que no. ¿Te comprometiste a venderle tu pluma?

– No lo hice por respeto a la memoria de mi padre.

El músico se dirigió al armario para guardar la Egmont-Swastika en la caja de seguridad. Cuando hubo cerrado la caja, silabeó, con una sonrisa pegada a los dientes:

– No me has dicho cómo mataron a Esmirna.

Martina estaba acostumbrada a sus repentinos cambios de humor, pero el aire morboso, casi macabro, del pianista, la puso en guardia.

– Se ensañaron con él.

– ¿Fueron varios? ¿Quiénes?

– La investigación acaba de abrirse.

– Imagino que esa clase de mercaderes deben de tener multitud de enemigos.

– ¿Por qué lo supones?

– Suelen peritar objetos robados, ya sabes, y carecen de escrúpulos. Como yo, cuando tengo que tratar con ellos.

El artista se giró hacia su maleta, que continuaba abierta sobre la chaise-longue , e introdujo las manos entre la ropa, buscando algo bajo la pila de camisas, justo donde Martina había vuelto a dejar la Beretta. De forma instintiva, la subinspectora se puso en pie y se llevó la diestra a la cadera.

– Las manos quietas, Amandi.

Maurizio la miró, extrañado.

– ¿Qué haces?

– Aléjate de la maleta. Así. Muéstrame las palmas. Muy bien. Retrocede hasta el armario y quédate quieto.

Martina apartó las camisas, cogió la Beretta, le quitó el cargador y la arrojó bajo la cama.

– ¿Es el inventario completo de tu armamento? ¿La navaja, primero, y ahora esto?

– Tengo permiso de armas.

– Eso no justifica que viajes con un revólver.

– Lo llevo por precaución, para mi defensa personal.

– Claro. Probablemente, hay decenas de asesinos acechándote allá donde vas.

– No olvides lo que le pasó a mi padre.

Maurizio permanecía apoyado contra la hoja abierta del armario. Debajo del abrigo y del chaqué, junto a unos zapatos negros y a sus botas de piel, descansaba una caja cuadrada de cartón atada con cuerdas.

– ¿Qué hay en esa caja? -preguntó Martina.

– ¡Sorpresa!

La subinspectora arrastró la caja hasta depositarla junto a la cama. Pesaba bastante. Lo que contenía se había movido, provocando golpes sordos, compactos.

La mujer policía reiteró, con un soplo de voz:

– ¿Qué hay dentro?

– Ya te he contestado: una sorpresa.

– ¡Basta de juegos!

– ¿No lo adivinas? ¡No, claro! ¿Cómo ibas a adivinarlo?

La subinspectora sacó su Astra y le apuntó.

– Te doy cinco segundos, Amandi.

Maurizio abrió mucho los ojos.

– ¡No irás a dispararme!

– ¿Qué hay en la caja?

– Una cabeza.

– ¿Cómo?

– Si no me crees, ábrela.

– Nada de eso. Lo harás tú.

Unas manchas negruzcas, como de sangre seca, se transparentaban por las paredes laterales del cubo de cartón.

– ¡Abre la maldita caja, Maurizio!

– ¡Por fin has pronunciado mi nombre! ¿Será el prólogo a una inolvidable noche de pasión?

– ¡Arrodíllate y abre la caja!

El músico cogió las cerillas, prendió una y procedió a quemar las cuerdas. Arrojó con descuido el fósforo a la alfombra, obligando a Martina a pisarlo, en medio de un círculo de pelo chamuscado. La caja quedó abierta.

– ¿Quieres mirar? -la invitó él, guiñándole un ojo.

La subinspectora no había depuesto su arma.

– Sea lo que sea lo que haya dentro, ¡sácalo!

– ¿Estás preparada? ¡Te vas a desmayar de la impresión!

Con un veloz movimiento, Maurizio metió una mano en la caja, extrajo lo que parecía ser la cabeza de un hombre y la sostuvo junto a la suya, apoyándola en uno de sus hombros.

– ¿Le reconoces? -la desafió, con una congelada sonrisa; una alienada luz se empozaba en sus pupilas-. ¡No te imaginas cuánto me costó obtener este trofeo, pero te aseguro que valió la pena!

El músico reía con hilaridad. Martina bajó el cañón del arma y la enfundó. Desde su inerte busto de arcilla, dos ojos ciegos la contemplaban a medio párpado.

– ¿Qué significa…?

Amandi reveló, en tono triunfal:

– ¡Es el modelo en barro que el pintor Ilya Repin utilizó para el retrato de Mussorgsky! ¡A partir de ahora, nunca se separará de mí! ¡Compondremos juntos, juntos viajaremos hacia la inmortalidad!

La tensión de la subinspectora se apagó como una hoguera bajo un chorro de agua. Martina se dirigió a la mesa portátil que el camarero había dejado en mitad del salón, se sirvió una copa de champán y la apuró de golpe. Cuando se hubo serenado, concluyó de interrogar a Maurizio.

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