El Hipopótamo, jefe directo de Martina, había soltado uno de esos bufidos que justificaban su mote.
– ¿Cómo sobrevivir sin usted, subinspectora, sin mi verdadera cruz?
– Cuarenta y ocho horas -había dictaminado el comisario, comenzando a irritarse como siempre que la mutua animadversión entre Buj y De Santo saltaba al terreno laboral-. Es el plazo que les concedo para que me presenten algún avance.
Satrústegui había cogido la nota. Sin olvidar la factura, que pasaría a gastos, depositó unos billetes en el platillo de la cuenta. Antes de abandonar el restaurante, había dispuesto:
– Usted, subinspectora, investigue los comercios de antigüedades. Algunos admiten en depósito o peritan objetos de dudosa procedencia. Por mi parte, me acercaré al obispado para tranquilizar a monseñor y obtener un inventario de bienes de la parroquia asaltada. ¿Alguna pregunta?
Villa denegó, por todos. Martina y él habían terminado a la vez sus cafés. Al despedirse, Martina tuvo el detalle de dar las gracias a Buj.
– No tiene por qué -fue la réplica del Hipopótamo-. Sin usted, la sección volverá a ser lo que era.
Martina lo había fulminado con la mirada. En ese momento, le habría gustado verle en un dantesco infierno, asándose en compañía de otros déspotas.
– La policía, como el coñac, es cosa de hombres -había epigramado Buj, buscando al camarero-. ¡Un Soberano, mozo!
La subinspectora iba a replicar, pero el inspector Villa la había empujado hacia la puerta de La Marea. Martina se precipitó a la calle con el rostro arrebolado por la ira.
– ¡Estoy empezando a cansarme de tanto machista!
Era la primera vez que Baldomero Villa la veía descompuesta. Se le ocurrió pensar que, además de su permanente enfrentamiento con Buj, Martina atravesaba un mal momento.
– Disfruta provocándola.
– ¡No sabe aún de lo que soy capaz!
– Déjelo, no vale la pena.
– ¿Qué quiere, que contemporice con él, como han venido haciendo todos ustedes?
Villa no se había atrevido a objetarle. La vio alejarse por la acera, furiosa, esgrimiendo un cigarrillo y mirando al suelo.
TRILBY (BALLET DE POLLUELOS EN SUS CÁSCARAS)
Una vez que Horacio Muñoz la hubo dejado en su casa, la subinspectora encendió la chimenea y se sirvió un whisky de malta con mucho hielo en copa de balón. Agotada, se había dejado caer en un sofá del salón. Olía a cerrado. No era de extrañar, pues pasaba el día fuera de casa. Normalmente, las persianas permanecían bajadas. Las subió y abrió los ventanales al húmedo aire de la noche.
Eran las diez y cuarto cuando llamó a Jefatura, al número directo de Baldomero Villa. Pese a lo avanzado de la hora, fue el propio inspector quien descolgó el auricular.
– ¿Me telefonea para darme buenas noticias, Martina, o necesitaba oír una voz amiga?
Tal como le sucedía a Conrado Satrústegui, Baldomero Villa se encontraba inmerso en un proceso de separación matrimonial. Un dominó de divorcios estaba haciendo tambalear el equilibrio sentimental de los mandos. Las escasas agentes de la Comisaría Central comentaban que ir a trabajar era como soportar a los Rodríguez en una noche de verano, cuando el setenta por ciento de las mujeres adultas de Bolsean se encontraba de vacaciones en las playas. Pese a sus corteses modales, Villa era de los que se dejaban caer. Martina le contestó, con timbre administrativo:
– La tarde ha sido fructífera. Cabe la posibilidad de que hayamos dado con uno de los objetos robados.
– ¿Con el lígnum crucis?
– Con esa Anunciación.
– ¡Bien hecho!
De modo sucinto, la subinspectora le refirió su encuentro con Gedeón Esmirna en la tienda de antigüedades de la calle de los Apóstoles.
– ¿Pudo ver el cuadro?
– Está expuesto.
– ¡Qué valor! -exclamó Villa.
– Fingí interés por él. Esmirna lo ofrece por millón y medio de pesetas. Me comentó que lo había adquirido a un especialista.
– Seguro -ironizó el inspector-. Incluso pondrá a nuestra disposición una factura con el precio de venta y los gastos de envío. Sin embargo, Martina, me cuadra su información. Aunque Esmirna carece de ficha, no hace mucho se vio enredado en un asunto turbio, relativo a un lote de joyas robadas. Salió indemne, pero me quedó una duda razonable acerca de su inocencia. Le interrogué, recuerdo. Un tipo resbaladizo, muy cursi. Homosexual, probablemente.
La voz de Martina sonó crítica.
– ¿Eso le convierte en sospechoso?
– Claro que no -se enmendó Villa, recordando las habladurías sobre la ambigüedad sexual de la subinspectora.
A ese respecto, el Hipopótamo era, de todos los mandos de Jefatura, quien lo tenía más claro. Simple y llanamente, para el inspector Buj ella era una JL. «¿Y qué es una JL?», le había preguntado alguien. «Una jodida lesbiana», había replicado Buj.
– ¿Sigo la pista de Esmirna? -preguntó Martina, rompiendo el embarazoso silencio. Si Villa pensaba o no que era una JL, allá con su jodida conciencia.
– ¿Ha levantado sospechas? -quiso saber el inspector.
– No lo creo. Esmirna acaba de recibir la visita de una mujer pelirroja, muy llamativa, con aspecto de nadar en dinero. Lejos del estereotipo de una subinspectora de policía.
Al otro lado del hilo se oyó una risilla.
– ¿Es que se ha disfrazado usted, Martina?
– Ni siquiera el inspector Buj me habría reconocido.
Villa emitió un gorjeo nasal.
– No esté tan segura. Buj sueña con usted. Ha hecho bien en camuflar su identidad. Últimamente, su foto ha salido con demasiada frecuencia en los periódicos, y el gremio de anticuarios suele estar bien informado.
– No vaya a pensar que me entusiasma aparecer en los papeles.
– Lo imagino. Continúe con la representación, en cualquier caso.
– ¿Quiere que despache con usted?
– Se lo iba a proponer. El comisario me ha adelantado que mañana dispondremos de la documentación de las piezas sustraídas.
– ¿A primera hora, entonces?
– Perfectamente. Acérquese por mi negociado para comprobar si se trata de la misma Anunciación. De coincidir las características del cuadro, usted y yo haremos una visita, no sé si de cortesía, a Gedeón Esmirna. ¿Advierto a mi secretaria que permita pasar a una explosiva pelirroja?
La risa nasal de Baldomero Villa se repitió en sordina. Martina le secundó, por educación.
De los inspectores, Villa era el único con quien la subinspector había conseguido establecer una cierta relación de igualdad. Los demás seguían percibiendo en ella una anécdota, o a un rival. No la contemplaba así el comisario Satrústegui, quien siempre le había deparado un trato profesional.
Martina subió a su dormitorio y se asomó a la ventana. Un viento frío hacía oscilar las copas de los tamarindos. No se divisaban estrellas. Según los informes meteorológicos, una borrasca procedente de Europa Central se cernía sobre la península. El tiempo iba a empeorar. Se esperaban tormentas.
La subinspectora cerró la ventana y observó su rostro en el espejo del cuarto de baño. Limpió sus labios de carmín y usó algodón desmaquillador hasta que su cutis recuperó su aspecto habitual, fresco y suave, sin impurezas ni brillos. ¿Hacía cuánto tiempo que no se disfrazaba?
Recordó haberlo hecho en el Londres de su salvaje juventud, en el apartamento en el que había conocido a Maurizio Amandi. ¡Qué ridículo, santo Dios! ¡Utilizando una peluca, unos bombachos y un sujetador de lentejuelas se había caracterizado de princesa hindú para bailar la danza de los siete velos!
El espejo reflejó oblicuamente el telegrama que había recibido el día anterior, y que permanecía tirado en la cama, sobre la funda de la almohada. Martina acabó de quitarse la ropa, se tumbó sobre el edredón y, con el corazón agitado, volvió a repasar sus taquigráficas frases:
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