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Camilla Läckberg: Los Gritos Del Pasado

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Camilla Läckberg Los Gritos Del Pasado

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En plena temporada de verano en la pequeña población costera de Fjällbacka, un niño descubre el cadáver de una turista alemana cruelmente torturada. Muy cerca, la policía encuentra los esqueletos de dos mujeres desaparecidas hace veinte años. La joven pareja formada por la escritora Erica y el detective Patrik disfrutan de unas merecidas vacaciones. Erica está embarazada de ocho meses y el calor sofocante del verano vuelve especialmente difícil este último mes de gestación. La última cosa que necesitan ambos es un nuevo caso de asesinatos, pero el malhumorado comisario Mellberg incluye rápidamente a Patrik en los acontecimientos. Sorprendentemente todos terminarán descubriendo que todas las víctimas tenían alguna relación con el predicador Ephraim Hult y su particular familia…

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En sus labios se dibujó una sonrisa. Hacía una semana que Jacob, su nieto, había vuelto a casa del hospital, y pasaba horas y horas con él en su habitación. Ephraim adoraba a Jacob. Él le había salvado la vida al pequeño, de modo que ahora los unía para siempre un vínculo muy especial. Sí, pero él no era tan ingenuo como todos pensaban. Seguramente Gabriel creía que Jacob era hijo suyo, pero él, Ephraim, se había dado cuenta de todo. Estaba claro que Jacob era hijo de Johannes, sus ojos lo delataban. En fin, aquello no era asunto suyo y el niño era la alegría de sus días. Por supuesto que también quería a Robert y a Johan, pero ellos eran aún demasiado pequeños. Lo que más le gustaba de Jacob eran sus sensatas reflexiones sobre lo uno y lo otro, y, además, el hecho de que escuchase sus historias con tanto entusiasmo. A Jacob le encantaba oírlo hablar de la época en que Gabriel y Johannes eran niños y viajaban con él por todas partes. «Las historias de curaciones», como él las llamaba. «Abuelo, cuéntame una de esas historias de curaciones», le decía cada vez que subía a verlo; y Ephraim no tenía nada en contra de revivir aquellos días, lo pasaba de maravilla. Además, no le hacía ningún mal a su nieto si las adornaba un poco. Había convertido en una costumbre concluir sus narraciones con una dramática pausa tras la que, señalando el pecho de Jacob con el índice, declaraba: «Y tú, Jacob, tú también posees el don. En algún lugar, muy profundo, aguarda a que lo hagas salir». El niño solía sentarse a sus pies y lo miraba con los ojos de par en par y la boca entreabierta: Ephraim disfrutaba viendo su fascinación.

Llamó a la puerta de la casa. Nadie respondió. Todo estaba en calma y, al parecer, Solveig y los pequeños tampoco estaban en casa, pues solía oírlos desde lejos. Oyó un ruido procedente del cobertizo y allí se encaminó. Johannes estaba reparando algo de la cosechadora y no se percató de su presencia hasta que no lo tuvo justo a su espalda. Al verlo, se sobresaltó.

– Mucho trabajo, parece.

– Sí, aquí siempre hay algo que hacer.

– Me enteré de que estuviste otra vez en la comisaría -le dijo Ephraim, siguiendo su costumbre de ir siempre al grano.

– Sí-se limitó a confirmar Johannes.

– ¿Qué querían saber ahora?

– Pues me hicieron más preguntas sobre la declaración de Gabriel, claro -respondió Johannes sin dejar de manipular la cosechadora y sin mirar a Ephraim.

– Supongo que eres consciente de que Gabriel no pretende hacerte daño, ¿no?

– Sí, lo sé. Él es como es. Sin embargo, el resultado es también el que es.

– Cierto, cierto -convino Ephraim balanceándose sobre los talones, sin saber muy bien cómo continuar.

– Es maravilloso ver restablecido al pequeño Jacob, ¿verdad? -comentó, por recurrir a un tema de conversación más neutral. Una amplia sonrisa se perfiló enseguida en el rostro de Johannes.

– Sí, es maravilloso verlo. Es como si nunca hubiese estado enfermo -dijo, colocándose cara a cara frente a su padre-. Te estaré eternamente agradecido, padre.

Ephraim asintió y se acarició el bigote satisfecho. Johannes prosiguió, con cierta cautela:

– Padre, si tú no hubieses podido salvar a Jacob, ¿crees que…? -vaciló un instante, pero continuó resuelto como para no darse la oportunidad de cambiar de opinión-. ¿Tú crees que habría podido recuperar el don? Quiero decir, para poder curarlo yo.

La pregunta lo hizo retroceder de sorpresa, pues comprendió con horror que la ilusión que había creado estaba mucho más arraigada de lo que él pretendió jamás. El arrepentimiento y los remordimientos prendieron una chispa de ira, una reacción defensiva, y reprendió bruscamente a Johannes.

– ¡Pero cómo puedes ser tan imbécil, hijo mío! Siempre pensé que, tarde o temprano, alcanzarías la madurez suficiente como para comprender la verdad sin necesidad de que yo la pusiera ante tus narices. No había nada de cierto en aquello. Ninguno de los «sanados» -dijo entrecomillando con un gesto- estaba enfermo de verdad. ¡Yo les pagaba! ¡Yo! -declaró, gritando de tal modo que salpicó a Johannes de saliva. Por un instante, se cuestionó lo que acababa de hacer. El rostro de Johannes perdió el color por completo, se tambaleaba como un borracho y, por unos segundos, Ephraim se preguntó si su hijo iría a sufrir algún tipo de ataque. Después, Johannes le susurró tan quedamente que apenas se oyó lo que dijo:

– Entonces maté a esas muchachas para nada.

La angustia, la culpa y el arrepentimiento estallaron en el corazón de Ephraim que, arrastrado a un agujero negro y oscuro, se vio obligado a dar rienda suelta al dolor de tan terrible constatación. Su puño fue a estrellarse contra el rostro de Johannes con toda su fuerza. Como a cámara lenta, con la sorpresa pintada en los ojos, lo vio caer hacia atrás, sobre el metal de la cosechadora. El eco de un sonido sordo inundó el cobertizo cuando la nuca de Johannes dio contra la dura superficie. Ephraim contemplaba aterrado el cuerpo sin vida de su hijo. Se arrodilló e intentó desesperado encontrarle el pulso. Nada. Aplicó el oído sobre la boca de Johannes con la esperanza de oír algún indicio de respiración, por débil que fuese. Nada. Y empezó a comprender que Johannes estaba muerto, que había caído a manos de su propio padre.

Su primer impulso fue salir corriendo en busca de ayuda. Después, su instinto de supervivencia se sobrepuso a ese ímpetu irreflexivo, pues si algo caracterizaba a Ephraim Hult, era su condición irrefutable de superviviente. Si pedía ayuda, se vería obligado a explicar por qué había golpeado a Johannes. Y ese porqué no podía, bajo ningún concepto, salir a la luz las chicas estaban muertas y Johannes también. En un sentido bíblico, se había hecho justicia. Por otro lado, él no tenía ningún interés en pasar los últimos años de su vida en la cárcel. Ya tendría bastante castigo al verse obligado a vivir el resto de sus días sabiendo que había matado a su hijo. Con la mayor resolución, empezó a preparar lo necesario para ocultar su crimen.

Por suerte, le debían algún que otro favor.

* * *

Se dio cuenta de que se encontraba muy satisfecho con todo. Los médicos le habían dado un máximo de seis meses de vida y al menos podría pasarlos en paz y tranquilidad. Claro que echaba de menos a Marita y a los niños, pero ellos venían a visitarlo una vez por semana y, entretanto, él pasaba el tiempo rezando. Ya le había perdonado a Dios su abandono en el último momento. También Jesús antes de morir le preguntó a su padre por qué lo había abandonado. Y si Jesús era capaz de perdonar, también Jacob lo haría.

El jardín del hospital era el lugar en que pasaba la mayor parte de su tiempo. Sabía que los otros reclusos lo evitaban. Todos estaban condenados por algún delito, la mayoría por asesinato, pero por alguna razón pensaban que él era peligroso. No lo comprendían: él no había disfrutado matando a las muchachas y tampoco lo había hecho buscando su propio beneficio. Lo hizo porque cumplía con su deber. Ephraim le reveló que, al igual que Johannes, él también era especial. Su obligación consistía por tanto en administrar aquella herencia y no dejarse anular por una enfermedad que intentaba exterminarlo a toda costa.

Y no pensaba rendirse aún, no podía rendirse. Las últimas semanas había comprendido que tal vez lo erróneo hubiese sido el modo de proceder, tanto suyo como de Johannes. Ambos intentaron hallar un método práctico de recuperar el don, pero tal vez no fuese esa la idea. Quizá deberían haber empezado por buscar en su interior. Las plegarias y la paz de aquel entorno le habían ayudado a centrarse. Poco a poco había logrado mejorar su capacidad de alcanzar ese estado meditativo en el que podría aproximarse al plan inicial de Dios. Sentía cómo iba llenándose de energía. En esas ocasiones, se estremecía de expectación. No tardaría en poder recoger el fruto de su nuevo saber. Claro que entonces lamentaba que se hubiesen malogrado vidas inútilmente, pero era la eterna lucha entre el bien y el mal, y desde ese punto de vista, las muchachas fueron víctimas necesarias.

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