Camilla Läckberg - Los Gritos Del Pasado

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En plena temporada de verano en la pequeña población costera de Fjällbacka, un niño descubre el cadáver de una turista alemana cruelmente torturada. Muy cerca, la policía encuentra los esqueletos de dos mujeres desaparecidas hace veinte años.
La joven pareja formada por la escritora Erica y el detective Patrik disfrutan de unas merecidas vacaciones. Erica está embarazada de ocho meses y el calor sofocante del verano vuelve especialmente difícil este último mes de gestación. La última cosa que necesitan ambos es un nuevo caso de asesinatos, pero el malhumorado comisario Mellberg incluye rápidamente a Patrik en los acontecimientos. Sorprendentemente todos terminarán descubriendo que todas las víctimas tenían alguna relación con el predicador Ephraim Hult y su particular familia…

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Había transcurrido otra hora y seguían sin hallar nada de interés, por lo que Patrik empezaba a perder la esperanza. ¿Y si no encontraban nada? Cuando terminó en la sala de estar, pasó al despacho, con el mismo resultado negativo. Desconcertado y con los brazos en jarras, se detuvo en el centro de la habitación, respiró hondo un par de veces y paseó la mirada a su alrededor. Era un despacho pequeño pero ordenado, lleno de estanterías con archivadores y bandejas para ordenar documentos, todo marcado con etiquetas. No se veía un solo papel suelto sobre el escritorio y todo estaba en su sitio en los cajones. Mientras cavilaba, Patrik posó la mirada en el escritorio. Frunció el ceño. Era un escritorio antiguo. Él no se había perdido una sola emisión del programa de antigüedades Antikrundan y sabía perfectamente cómo eran por dentro, así que comenzó a pensar en cajones ocultos. ¿Cómo no había reparado en ello antes? Empezó por la parte superior, por encima del tablero, la que tenía un montón de pequeños cajones. Los fue sacando uno a uno, tanteando en el hueco. En el del último cajón notó algo, un pequeño objeto de metal que sobresalía y que se desplazó al empujarle. La pared del hueco cedió y el pequeño escondite quedó al descubierto. Se le aceleró el pulso. Allí dentro había un viejo bloc de notas en piel de color negro. Se puso los guantes de látex que llevaba en el bolsillo y lo sacó despacio. Con creciente horror, fue leyendo sus páginas. Había que encontrar a Jenny cuanto antes.

Recordó un documento que había visto en uno de los cajones del escritorio. Lo abrió y, después de rebuscar unos minutos, halló lo que quería: el sello del gobierno provincial que se distinguía en una de las esquinas revelaba quién era el remitente. Patrik leyó de pasada los escasos renglones hasta llegar al nombre que había plasmado al final. Después, cogió el móvil y llamó a la comisaría.

– Annika, soy Patrik. Oye, quisiera que comprobases un dato -le dio unas breves instrucciones, antes de advertirle-: Debes hablar con el doctor Zoltan Csaba, sección de oncología. Llámame en cuanto sepas algo.

Los días se les hacían eternos. Varias veces, a lo largo de la jornada, llamaban a la comisaría, pero era en vano. Cuando apareció en los periódicos la fotografía de Jenny, sus móviles empezaron a sonar de forma incesante: amigos, familiares y conocidos. Todos estaban compungidos pero, pese a su preocupación, intentaban infundir esperanzas a Kerstin y a Bo. Varios de sus parientes se habían ofrecido a visitarlos en Grebbestad para acompañarlos, pero ellos, aunque agradecidos, se negaron. Aceptar habría sido como admitir de forma manifiesta que no tenía arreglo. Si se quedaban en la caravana esperando, uno frente al otro, sentados ante su minúscula mesita, Jenny cruzaría la puerta tarde o temprano y todo volvería a la normalidad.

Así que eso hacían, una jornada tras otra, aislados en su propia zozobra. Aquel día en particular había sido más tortuoso aún que los anteriores. Kerstin había sufrido pesadillas toda la noche, que pasó dando tumbos en la cama mientras que una sucesión de imágenes terribles discurría ante la vista de su inconsciente. Vio a Jenny varias veces en sus sueños. Principalmente de niña, en casa, jugando en el césped ante la fachada. En la playa junto a un camping… Pero esas imágenes se desvanecían rápidamente para dar paso a otras mucho más tenebrosas, extrañas, imposibles de interpretar. Hacía frío y estaba oscuro y algo acechaba siempre cerca, algo que no era capaz de identificar, pese a que ella, en su sueño, alargaba el brazo para asir su sombra una y otra vez.

Por la mañana, al despertar, advirtió una sensación de abatimiento, una presión en el pecho. Mientras pasaban las horas y la temperatura ascendía en el interior de la pequeña caravana, aguardaba sentada frente a Bo, intentando desesperadamente evocar el recuerdo del peso de Jenny en su regazo. Sin embargo, como en el sueño, también en la realidad sentía que estaba fuera de su alcance. Recordaba la sensación, tan intensa durante toda la ausencia de Jenny, pero no podía experimentarla. Paulatinamente, sin sentir, lo comprendió. Apartó la vista de la mesa y la dirigió a su esposo:

– Ya no está -declaró.

Él no cuestionó su augurio. Tan pronto como se lo oyó decir, sintió en su corazón que era verdad.

Capítulo 11

Verano de 2003

Los días se sucedían como en un paisaje brumoso. Sufría un tormento que, hasta entonces, había creído inexistente y no dejaba de maldecirse a sí misma. Si no hubiese sido tan necia, si no hubiese hecho autoestop…, aquello jamás habría ocurrido. Sus padres le habían dicho muchas veces que no debía subirse a un coche con un desconocido…, pero ella se sentía invulnerable.

Le parecía que era un sentimiento muy antiguo. Jenny intentaba concitar de nuevo aquella sensación, para disfrutarla una vez más por un instante: la certeza de que nada en el mundo le afectaría, de que el mal podía sobrevenirles a otros, pero no a ella. Pasara lo que pasase, jamás volvería a experimentar esa sensación.

Estaba tumbada sobre un costado, con una mano extendida sobre la tierra. El otro brazo lo tenía inútil y se obligaba a mover el menos maltratado para favorecer la circulación sanguínea. Soñó que, cuando bajase a verla, se lanzaría sobre el como la heroína de una película, lo reduciría, lo dejaría inconsciente en el suelo y podría huir y encontrarse con quienes la aguardaban, todos aquellos que habían estado buscándola por cada rincón. Pero era imposible, un sueño maravilloso. Las piernas no le valían ya para caminar.

La vida se le escapaba despacio y se imaginaba que, como un fluido, iba filtrándose hacia el fondo de la tierra, vitalizando a los organismos que la habitaban: gusanos y larvas que absorbían con avidez su energía vital.

Cuando exhalaba el último aliento, pensó que jamás se le ofrecería la oportunidad de pedir perdón por su díscolo comportamiento de las últimas semanas. Confiaba en que, pese a todo, la comprendieran.

* * *

Estuvo sentado con ella en su regazo toda la noche. Su cuerpo había ido enfriándose gradualmente. Los rodeaba una oscuridad compacta. Esperaba que ella la hubiese encontrado tan segura y acogedora como él. Era como una gran manta negra que lo envolvía por completo.

Por un instante, vio a los niños ante sí. Pero esa imagen le recordaba tanto la realidad, que la desechó enseguida.

Johannes le había mostrado el camino. Él, Johannes y también Ephraim formaban una trinidad, siempre lo supo. Los tres compartían un don del que Gabriel nunca había disfrutado. De ahí que no fuese capaz de comprenderlo nunca. Él, Johannes y Ephraim eran únicos y estaban más cerca de Dios que los demás. Eran especiales: Johannes lo había dejado escrito en su libro.

No era casualidad que él, precisamente, encontrase el bloc de notas negro de Johannes. Algo lo había conducido hasta él, lo había atraído como un imán hacia lo que él interpretaba como una herencia que Johannes le había legado. Lo conmovió el sacrificio que Johannes estuvo dispuesto a hacer por salvar su vida. Si alguien en el mundo podía entender lo que Johannes deseaba alcanzar, era él. ¡Qué irónico resultaba que hubiese sido en vano! Al final, fue el abuelo Ephraim quien lo salvó. Le dolía que Johannes hubiese fracasado. Era una lástima que las chicas hubiesen tenido que morir, pero él disponía de más tiempo que Johannes. Él no fracasaría. Él lo intentaría una y otra vez hasta encontrar la clave de su luz interior. Esa luz que, según su abuelo Ephraim, también él llevaba dentro, exactamente igual que Johannes, su padre.

Conmovido, acarició el gélido brazo de la joven. No era que no lamentase su muerte, pero ella no era más que un ser humano normal y corriente, y Dios le concedería un lugar especial porque sabía que ella se había sacrificado por él, uno de los elegidos de Dios. De pronto, una idea cruzó su mente: ¿y si Dios esperaba que reuniese un número concreto de víctimas antes de permitirle encontrar la clave? ¿Y si esa era la condición también para Johannes? No era cuestión de fracaso, pues, sino de que el Señor esperaba más pruebas de su fe, antes de mostrarles el camino.

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