Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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– Levántese -ordenó Von Post con dureza-. Está detenida como sospechosa del asesinato de Viktor Strandgård.

Sara se volvió rápidamente hacia el fiscal.

– Déjala en paz -le gritó.

– Llévese a las niñas de aquí -le dijo Von Post con impaciencia al agente Tommy Rantakyrö.

Tommy Rantakyrö dio un paso decidido hacia Sanna. En ese momento Chapi salió corriendo y se puso delante de su ama. La perra agachó la cabeza, echó las orejas hacia atrás y enseñó sus afilados dientes con un gruñido sordo. Tommy Rantakyrö dio un paso atrás.

– De acuerdo, pero ya es suficiente -le dijo Rebecka a Carl von Post-. Quiero hacer una denuncia.

Lo último se lo dijo a Anna-Maria Mella, que estaba a su lado, mirando las casas de alrededor. En todas las ventanas la curiosidad movía las cortinas.

– Quiere hacer… -dijo Von Post, pero se interrumpió con un movimiento brusco de cabeza-. Por mi parte no hay inconveniente en que nos acompañe a la comisaría para interrogarle respecto a la denuncia por maltrato que ha presentado una periodista de la redacción de Norrbotten de TV4.

Anna-Maria Mella le tocó ligeramente el brazo a Von Post.

– Empezamos a tener público -le dijo-. No quedaría bien si alguno de los vecinos llamara a la prensa y empezara a hablar de la brutalidad de la policía y todo ese rollo. Quizá estoy equivocada, pero creo que el viejo del piso de allí arriba a la izquierda nos está filmando con una cámara de vídeo.

Levantó el brazo para señalar una de las ventanas.

– Lo mejor sería que Sven-Erik y yo nos fuéramos de aquí para que no parezca que hemos mandado a todo el ejército -continuó-. Podríamos llamar a los de la científica, porque supongo que querrá que vean el piso.

El labio superior de Von Post se movió con desagrado. Intentaba ver la ventana que le había señalado Anna-Maria, pero el piso estaba completamente a oscuras. Así que pensó que quizá estaba mirando directamente al objetivo de una cámara y apartó la vista al momento. Lo último que quería era que lo asociaran con la brutalidad de la policía o salir en la prensa por badwill.

– No, quiero hablar personalmente con los de la científica -respondió-. Usted y Sven-Erik se encargarán de Sanna Strandgård. Hagan que precinten la vivienda.

– Volveremos a vernos -le dijo a Sanna antes de subirse a su Volvo Cross Country.

Rebecka se dio cuenta de que Anna-Maria Mella se había quedado mirando el coche del fiscal mientras desaparecía de su vista.

«Joder -pensó asombrada-. Cara de Caballo lo ha engañado. Quería que se fuera y…, sí, joder, qué lista es.»

En cuanto Carl von Post dejó el lugar se hizo silencio. Tommy Rantakyrö estaba perplejo, esperaba una señal de Anna-Maria o de Sven-Erik. Sara y Lova estaban de rodillas en la nieve; abrazaban a su madre, que seguía sentada en el suelo. Chapi estaba tumbada a su lado, comiendo un poco de nieve. Cuando Rebecka se agachó y le acarició el lomo, empezó a mover la cola como para demostrar que todo estaba bien. Sven-Erik le lanzó una mirada interrogativa a Anna-Maria.

– Tommy -dijo Anna-Maria rompiendo el silencio-. ¿Puedes subir con Olsson y precintar la vivienda? Pon una marca extra en el grifo de la cocina para que nadie lo utilice antes de que vayan los de la científica.

– Eh -le dijo Sven-Erik cuidadosamente a Sanna-. Sentimos profundamente todo esto, pero la situación es la que es. Tiene que acompañarnos a comisaría.

– ¿Hay algún sitio donde podamos llevar a las niñas? -preguntó Anna-Maria.

– No -respondió Sanna levantando la cabeza-. Quiero hablar con mi abogada, Rebecka Martinsson.

Rebecka suspiró.

– Sanna, yo no soy tu abogada…

– De todas formas quiero hablar contigo.

Sven-Erik Stålnacke le echó una mirada insegura a su compañera.

– No sé… -dijo un poco indeciso.

– Venga, vale ya -bufó Rebecka-. Está en arresto preventivo, así que aún no ha pasado a disposición judicial con restricciones. Tiene derecho a hablar conmigo. Quédese escuchando, no vamos a contarnos secretos.

Lova le gimió algo al oído a Sanna.

– ¿Qué me has dicho, cariño?

– Me he hecho pipí encima -dijo Lova llorando.

Todas las miradas se dirigieron hacia la pequeña. Realmente tenía una mancha oscura en los viejos vaqueros.

– Tenemos que ponerle otros pantalones a Lova -le dijo Rebecka a Anna-Maria Mella.

– Oídme, niñas -anunció Anna-Maria a Sara y a Lova-. Vamos a hacer lo siguiente. Subís conmigo arriba y buscamos unos pantalones para Lova y después volvemos a bajar con vuestra madre. No se va a ir a ninguna parte. Os lo prometo.

– Venga, haced lo que dice la señora -añadió Sanna-. Mis maravillosas rositas de pitiminí. Bajadme algo de ropa a mí también. Y traedle comida a Chapi.

– Lo siento -le dijo Anna-Maria a Sanna-. Su ropa, no. Y todo lo que lleva puesto, el fiscal lo querrá enviar a Linköping.

– De acuerdo -respondió Rebecka rápidamente-. Ya te llevaré ropa yo, Sanna. ¿Vale?

Las niñas desaparecieron dentro del edificio con Anna-Maria. Sven-Erik Stålnacke estaba de cuclillas, un poco alejado de Sanna y de Rebecka, hablando con Chapi. Parecía que tuvieran mucho en común.

– Yo no te puedo ayudar, Sanna -dijo Rebecka-. Soy especialista en derecho fiscal, no en derecho penal. Si necesitas un abogado defensor, te puedo ayudar a encontrar uno bueno.

– ¿Es que no lo entiendes? -murmuró Sanna-. Tienes que ser tú. Si no me ayudas tú, no quiero a nadie. En ese caso, Dios se hará cargo de mí.

– Por favor, déjalo ya -suplicó Rebecka.

– No, déjalo tú -respondió Sanna bruscamente-. Te necesito, Rebecka. Y mis hijas te necesitan. No me importa lo que opines de mí, pero te lo suplico. ¿Qué quieres que haga? ¿Que me ponga de rodillas? ¿Decirte que lo hagas por los viejos tiempos? Tienes que ser tú.

– ¿Qué quieres decir con que las niñas me necesitan?

Sanna cogió a Rebecka de la chaqueta con las dos manos.

– Mis padres me las quitarán -dijo, afligida-. Y eso no lo puedo permitir. ¿Lo entiendes? No quiero que Sara y Lova estén con mis padres ni siquiera cinco minutos. Y ahora yo no lo puedo impedir. Pero tú sí. Hazlo por Sara.

Sus padres. Las imágenes y los pensamientos competían por salir a la superficie en el interior de Rebecka. El padre de Sanna. Bien vestido. Con prestancia. Con sus formas dulces y empáticas. Se había hecho muy popular como político local. Rebecka incluso lo había visto alguna vez en los medios de comunicación nacionales. Probablemente sería uno de los primeros candidatos de las listas de los democristianos en las próximas elecciones generales. Pero era un personaje duro como una piedra, que engañaba con su cálida fachada. Incluso el pastor Thomas Söderberg le había demostrado respeto y sumisión en muchas cuestiones de la comunidad. Y Rebecka recordaba con desagrado que Sanna, con la voz tranquila, como si todo le hubiera ocurrido a otra persona, le contaba cómo había matado a sus mascotas. Siempre sin avisar. Perros, gatos, pájaros. Ni siquiera pudo quedarse el acuario que le regaló la maestra cuando era pequeña. A veces, su sumisa madre le explicaba que era porque Sanna era alérgica. Otras veces, porque no se ocupaba lo suficiente de las tareas de la escuela. A menudo no le daban ninguna explicación. El silencio no permitía ni siquiera que se hiciera la pregunta. Y Rebecka recordaba a Sanna por las noches, con Sara en su regazo cuando la pequeña no podía dormir. «No pienso ser como ellos -le había dicho-. A mí, me encerraban con llave en la habitación.»

– Tengo que hablar con mi jefe -dijo Rebecka.

– ¿Te quedarás? -preguntó Sanna.

– Unos días -respondió Rebecka con un nudo en la garganta.

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