Åsa Larsson - Aurora boreal

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Aurora boreal fue galardonada con el Premio a la Mejor Primera Novela Negra por la Asociación Sueca de Escritores de Novela Negra, y Det blod spillts, la segunda entrega de la serie, con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca.
El cuerpo de Victor Strandgard, el predicador más famoso de Suecia, yace mutilado en una remota iglesia en Kiruna, una ciudad del norte sumergida en la eterna noche polar. La herman de la víctima ha encontrado el cadáver, y la sospecha se cierne sobre ella. Desesperada, pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Rebecka Martinsson, que actualmente vive en Estocolmo y que regresa a su ciudad natal dispuesta a averiguar quién es el verdadero culpable. Durante la investigación sólo cuenta con la complicidad de Anna-Maria Mella, una inteligente y peculiar policía embarazada. En Kiruna mucha gente parece tener algo que ocultar, y la nieve no tardará en teñirse de sangre.

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«De todas formas le tengo cariño», pensó Rebecka.

– ¿No había alguien en el pueblo que se llamaba Slark? -preguntó-. Que se lo pusieron porque el ídolo de sus padres era Slark Gabble.

– No, aquí no -se rió Sivving-. Tiene que haber sido en otro lugar. En este pueblo nunca ha habido nadie que se llamara Slark. Sin embargo, tu abuela, en su juventud, conoció a una chica que le daba mucha pena. Nació muy débil y, dado que creían que no sobreviviría, dejaron que el maestro de la escuela la bautizara con toda urgencia. El maestro se llamaba Fredrik no sé qué. De cualquier forma, la chiquilla sobrevivió y, claro, la fueron a bautizar de verdad. El maestro sólo sabía sueco, naturalmente, y los padres sólo hablaban finlandés de Tornedal. Así que el cura cogió a la niña y les preguntó a los padres cómo la querían llamar. Los padres, que creían que le preguntaban quién había bautizado a la cría, respondieron: «Fekisekasti», que quería decir «La bautizó Fredrik». Muy bien, dijo el cura y escribió «Fekisekasti» en el registro de la iglesia. Y ya sabéis el respeto que se tenía por los curas en aquellos tiempos. La niña se llamó Fekisekasti el resto de su vida.

Rebecka miró el reloj. Seguro que Curt ya habría llegado. Podría coger el avión, aunque no le sobraba mucho tiempo.

– Gracias por el café -dijo levantándose.

– ¿Ya te vas? -preguntó Sivving-. Ha sido una visita bien corta.

– Llegué ayer y me voy hoy -respondió Rebecka con una sonrisa.

– Ya sabes cómo son las mujeres con carrera -le explicó Sanna a Sivving-. Se van volando.

Rebecka se puso los guantes con movimientos bruscos.

– Lo que pasa es que éste no ha sido un viaje de placer, que digamos -aclaró Rebecka.

– Colgaré la llave en el sitio de siempre -añadió mirando a Sivving.

– Tienes que volver en primavera -le pidió Sivving-. Vuelve a tu cabaña de siempre en Jiekajärvi. ¿Recuerdas cuando íbamos todos? Tu abuelo y yo íbamos en la moto de nieve; y tú, tu abuela, Maj-Lis y los críos ibais en esquís hasta allí.

– Sí que me gustaría -dijo Rebecka, que se dio cuenta de la sinceridad de sus propias palabras.

«La cabaña -pensó-. Era el único lugar donde la abuela se permitía estar sin hacer nada. Cuando habían limpiado las bayas o las aves de caza que habían conseguido a lo largo del día, claro.»

Vio ante sí a su abuela, ensimismada con una novela por entregas de la revista Hemmets Journal, mientras Rebecka jugaba al parchís o a la brisca con su abuelo. Como en la cabaña había humedad cuando no vivía nadie, la baraja se había hinchado al doble de su tamaño. El parchís se había doblado y las fichas no paraban quietas en su sitio. Pero daba lo mismo.

Y la seguridad de quedarse dormida cuando los mayores seguían hablando junto a la mesa. O cuando empezaba el ruido de los cacharros al fregarlos la abuela en el barreño rojo; el calor que emanaba de la chimenea.

– Pero ha sido agradable verte -dijo Sivving-. Muy agradable. ¿Verdad, Bella?

Rebecka llevó a casa a Sanna y a las niñas, y se detuvo delante de la puerta. Hubiera preferido una corta despedida desde el coche y después seguir su camino. Las cortas despedidas en los coches están muy bien. Sentado ahí era difícil abrazarse, especialmente si se llevaba puesto el cinturón de seguridad. Así que nada de abrazos. Y en un coche había siempre algo de qué hablar además de lo de que «nos veremos pronto» y «a ver si no pasa tanto tiempo». Unas palabras más sobre lo de no olvidarse la maleta en el asiento de atrás o en el portaequipajes y lo de «no te dejes nada». Después, cuando la puerta ha truncado el resto de frases no pronunciadas, se puede decir adiós con la mano y pisar el acelerador sin mal sabor de boca. No hay necesidad de quedarse allí como un idiota mientras las frases adecuadas aparecen como una confusa nube de mosquitos. No, se quería quedar sentada en el coche sin quitarse el cinturón de seguridad.

Pero cuando paró el coche, Sanna salió sin decir ni una palabra. Chapi la siguió al instante. Rebecka se sintió obligada a salir también. Se subió el cuello para taparse las orejas, pero no la protegió del frío que inmediatamente se filtró por debajo de la tela y se fijó como dos pinzas de tender en sus lóbulos. Miró hacia la casa de Sanna. Un pequeño edificio de viviendas de alquiler con fachada de madera de color verde oscuro y tejado de planchas de color rojo. Hacía tiempo que no quitaban la nieve del patio. Los pocos coches que había aparcados habían dejado unas profundas huellas en la nieve. Un viejo Dodge hibernaba bajo un grueso manto blanco. Esperaba no quedarse atrapada cuando saliera de allí. El edificio era propiedad de la empresa LKAB, pero como la gente que vivía allí era normal y corriente, LKAB se ahorraba dinero quitando la nieve menos frecuentemente de lo que debiera. Si querías salir con el coche por la mañana, tenías que sacar la nieve tú mismo.

Sara y Lova seguían sentadas en el asiento de atrás. Sus manos y sus codos se juntaban al son de una canción que Sara dominaba a la perfección y que Lova, con gran esfuerzo, intentaba aprender. Cuando la pequeña se equivocaba, se echaban a reír a carcajada limpia y volvían a empezar desde el principio.

Chapi daba vueltas como un torbellino mientras descubría los últimos olores en el suelo con su pequeño y negro hocico. Dio una vuelta alrededor de dos coches desconocidos que había en el patio. Descubrió con interés una oferta que el perro del vecino había dibujado en amarillo sobre el montón de nieve. Siguió una huella molesta de un ratón que desaparecía debajo de una alcantarilla y por donde ella no podía pasar.

Sanna echó la cabeza hacia atrás y olfateó el aire.

– Huele a nieve. Va a nevar. Mucho -dijo volviéndose hacia Rebecka.

«¡Cómo se parece a Viktor!», pensó Rebecka e inspiró hondo.

La piel azul transparente, estirada sobre los pómulos. Aunque las mejillas de Sanna eran un poco más redondeadas, como de niña.

«Y el porte -siguió cavilando Rebecka-. Igual que Viktor. La cabeza siempre un poco inclinada, a un lado o al otro, como si no la pudiera mantener recta.»

– Bueno, pues me voy -dijo Rebecka amagando una despedida, pero Sanna se había agachado para llamar a Chapi.

– Ven aquí, bonita. Ven aquí, preciosa.

Chapi corrió hacia ella como una manopla negra a través de la nieve.

«Es como la imagen de un cuento -pensó Rebecka-. La bonita perra negra con pequeñas estrellas de nieve por todo el pelo. Sanna como una ninfa del bosque con el abrigo de piel de oveja, que le llega hasta las rodillas, y el gorro de la misma piel sobre su pelo rubio rizado.»

Había algo en Sanna que hacía que tuviera mucha mano izquierda con los animales. De alguna manera eran iguales, ella y la perra. Aquella pequeña hembra que había sido desatendida e incluso maltratada durante años, ¿adónde se habían ido sus penas? Le habían resbalado y habían sido sustituidas por la alegría de poder meter el hocico en la nieve recién caída o ladrarle a una ardilla asustada en un pino. Y Sanna. Acababa de encontrar a su hermano descuartizado en la iglesia. Y ahí estaba, jugando con la perra en la nieve.

«No he visto ni una lágrima en sus ojos -pensó Rebecka-. Nada le deja huella. Ni las penas ni las personas. Probablemente, ni siquiera sus propias hijas. Pero lo cierto es que ya no es asunto mío. No tengo deudas con ella. Ahora me voy y no volveré a pensar nunca más ni en ella, ni en sus hijas, ni en su hermano, ni en este agujero de ciudad.»

Fue hasta el coche y abrió la puerta de atrás.

– Tenéis que bajaros, chicas -les dijo a Sara y a Lova-, porque tengo que llegar al avión.

– Adiós -les gritó cuando desaparecían escaleras arriba hacia la puerta de la casa.

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