Algo le hace levantar la mirada. En la puerta está Benjamin, su hijo mayor. Dios, qué pinta tiene con ese pelo largo y los tejanos negros, ajustados y rotos. Él se queda mirando a sus padres con ojos salvajes pero sin decir nada. Su madre frunce el ceño para indicarle que se vaya. Sabe que Stefan no quiere que sus hijos lo vean así.
La película termina y Kristin se agarra a la barandilla. Ésta será su nueva casa. Si el marido de Mildred se cree que puede dejar sin más todos los muebles y que nadie se atreva a sacarlos, está muy equivocado.
Mientras se dirige al coche vuelve a reproducir las imágenes en su cabeza. Esta vez elimina la presencia de su hijo Benjamin.
Anna-Maria aparcó el coche en la explanada de la casa rectoral de Poikkijärvi y llamó a la puerta, pero no abrió nadie.
Cuando se dio la vuelta vio a un muchacho que se acercaba hasta allí. Tendría la edad de Marcus, quizá quince. Llevaba el pelo hasta los hombros y lo tenía negro, a juego con las líneas de los ojos, marcadas del mismo color. Llevaba una chaqueta de cuero también negra y pantalones ajustados con unos agujeros enormes en las rodillas.
– ¡Hola! -gritó Anna-Maria-. ¿Vives aquí? Estoy buscando a Stefan Wikström, ¿sabes si…?
No pudo decir más. Primero el chico se la quedó mirando y al cabo de un instante dio media vuelta y salió corriendo por el camino. Por un momento Anna-Maria pensó en ir tras él y cogerlo, pero enseguida cambió de opinión. ¿Para qué?
Se subió al coche otra vez y puso rumbo a la ciudad. Cuando cruzó el pueblo fue fijándose en si veía al chico de la ropa negra, pero no lo vio por ninguna parte.
¿Sería uno de los hijos de la familia del pastor? ¿O quizá alguien que se quería meter en la casa y que se sorprendió al encontrarse con otra persona?
También había otra cosa a la que le estaba dando vueltas.
La esposa de Stefan Wikström. Se llamaba Kristin Wikström.
Kristin.
Le sonaba el nombre.
Y entonces cayó en la cuenta. Se salió al arcén de la carretera y paró el coche. Luego se estiró para coger el montón de cartas dirigidas a Mildred que Fred Olsson había separado y que le parecían interesantes.
Dos de ellas estaban firmadas «Kristin».
Anna-Maria las leyó. Una llevaba fecha de marzo y estaba escrita a mano con letra esmerada:
«Déjanos en paz. Queremos vivir tranquilos. Mi marido necesita paz para trabajar. ¿Quieres que me ponga de rodillas? Lo hago. Y te lo ruego: déjanos en paz.»
La otra llevaba fecha de un mes más tarde. Se veía que la había escrito la misma persona, pero la letra era más ampulosa, los garfios de la g eran largos y algunas palabras estaban tachadas con descuido:
«A lo mejor te crees que no lo sabemos. Pero todo el mundo sabe que no buscaste trabajo en Kiruna simplemente por casualidad sólo un año después de que mi marido empezara aquí en la ciudad. Pero te lo aseguro, lo sabemos. Trabajas y colaboras con grupos y organizaciones cuyo único objetivo es ir contra él. Contaminas pozos con tu odio. ¡Y ese odio será tu propia medicina!»
«¿Qué hago ahora? -se preguntó Anna-Maria-. ¿Vuelvo y la presiono contra la pared?»
Llamó a Sven-Erik por el móvil.
– Mejor vamos a hablar con su marido -le propuso él-. A mí me va bien, ya que iba de camino al local de la congregación para que me dieran el libro de contabilidad de la fundación para la loba esa.
Stefan Wikström, sentado en su silla al otro lado del escritorio, suspiró profundamente. Sven-Erik Stålnacke se había adueñado del sillón de invitados y Anna-Maria estaba apoyada contra la puerta con los brazos cruzados.
«A veces es tan… poco pedagógica», pensó Sven-Erik mirando a su compañera.
En verdad debería haberse encargado de aquel tipo él solo, habría sido mucho mejor. A Anna-Maria no le gustaba el pastor y no se molestaba en disimularlo. Claro que Sven-Erik también había leído los informes sobre las peleas entre Stefan Wikström y Mildred, pero ahora estaban trabajando.
– Sí, reconozco las cartas -afirmó el pastor.
Tenía el codo izquierdo clavado en la mesa y se apoyaba la frente contra las puntas de los dedos y el pulgar.
– Mi mujer… a veces… a veces se pone mal. No es que esté enferma de la cabeza, pero es de lo más inestable. En realidad ésta no es ella.
Sven-Erik y Anna-Maria permanecieron callados.
– A veces ve fantasmas a plena luz del día. Ella nunca… ¿No creeréis que…?
Se soltó la frente y dio un golpe en la mesa con la palma de la mano.
– Si es así, es de lo más absurdo. Santo cielo, Mildred tenía docenas de enemigos.
– ¿Entre ellos tú? -le preguntó Anna-Maria.
– ¡En absoluto! ¿Yo también soy sospechoso? Mildred y yo discrepábamos en cuestiones básicas, eso es cierto, pero de ahí a que yo o la pobre Kristin tengamos algo que ver con su asesinato…
– Tampoco lo hemos insinuado -le subrayó Sven-Erik.
Frunció el ceño de una manera que Anna-Maria interpretó como una petición de que callara y escuchara.
– ¿Qué dijo Mildred de estas cartas? -preguntó Sven-Erik.
– Me informó de que las había recibido.
– ¿Por qué crees que las guardaba?
– No lo sé, yo guardo hasta las felicitaciones de Navidad que me mandan.
– ¿Alguien más está al corriente de esto?
– No, y estaría bien si pudiera seguir siendo así.
– O sea que Mildred no se lo contó a nadie.
– No, que yo sepa.
– ¿Le estabas agradecido?
Stefan Wikström pestañeó con fuerza.
– ¿Qué?
Casi parecía que se fuera a echar a reír. Agradecérselo. ¿Le podría agradecer algo a Mildred? ¡Sonaba ridículo! Pero ¿qué podía decir? Él no podía contar nada. Mildred todavía lo tenía atrapado en una jaula. Había puesto a su mujer como candado y había esperado que le mostrase su agradecimiento.
A mediados de mayo había cedido a la humillación y había ido a ver a Mildred para pedirle las cartas. La acompañó de paseo por la calle Skolgatan hacia el hospital, donde iba a visitar a alguien. Fue la peor época del año. No en su casa en Lund, evidentemente, sino en Kiruna. Las calles estaban llenas de gravilla y todo tipo de porquería que había surgido al derretirse la nieve. Ni una brizna verde, sólo suciedad y aquellos restos de gravilla.
Stefan había hablado por teléfono con su mujer, que estaba en Katrineholm en casa de su madre con los niños más pequeños. Por la voz se la oía más animada.
Stefan mira a Mildred, quien también parece contenta. Gira la cara hacia el sol y de vez en cuando respira hondo y con deleite para tomar aire. Debe de ser una bendición el hecho de no tener sentido de la belleza: la gravilla y la suciedad no te cambian el humor.
«Es bastante raro -piensa, y no sin cierta amargura-, que Kristin se ponga más contenta y recupere fuerzas alejándose de él un tiempo. Ésa no es la idea que él tiene del matrimonio, más bien piensa que ambos deben darse fuerzas y apoyo recíprocamente. De otra parte, ya hace tiempo que ha aceptado que Kristin no es el apoyo que le gustaría que fuera, pero ahora empieza a tener la sensación de que ella siente que él tampoco es suficiente.» «No sé, unos cuantos días más», le responde imprecisa a la pregunta de Stefan de cuándo volverá.
Mildred no le quiere dar las cartas.
– Puedes destrozarme la vida en cualquier momento -le dice él con una falsa sonrisa.
Ella se lo queda mirando.
– Entonces tendrás que acostumbrarte a confiar en mí -responde.
Stefan la mira y piensa que cuando caminan así, uno al lado del otro, se hace patente lo pequeñita que es. Sus dientes delanteros son anormalmente delgados. Se la mire como se la mire, parece un campañol.
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