Solía definirse a sí mismo como inquieto y de fondo casi podía oír a su ex mujer diciendo: «Bueno, suena mejor que temperamental, infiel y con necesidad de huir de sí mismo.» Pero lo de inquieto era de lo más cierto. La intranquilidad se había apoderado de él ya en la cuna. Su madre solía contar cómo se pasaba las noches del primer año berreando hasta el amanecer. «Cuando aprendió a caminar se calmó un poco. Por un tiempo.»
Su hermano, tres años mayor, había contado infinidad de veces la historia de cuando vendían árboles de Navidad. Uno de los arrendatarios de la familia les había propuesto a Måns y a su hermano un trabajito extra como vendedores. Eran buenos chicos. Måns acababa de empezar el colegio, pero ya sabía contar, desde luego que sí, bien lo sabía su hermano. Y especialmente cuando se trataba de dinero.
Así que los dos renacuajos de siete y diez años se pusieron a vender árboles de Navidad. «Y Måns se sacaba un pastón, mucho más que el resto de nosotros», contaba su hermano. «No entendíamos cómo lo hacía porque por cada árbol se llevaba cuatro coronas de comisión, igual que los demás. Pero mientras nosotros estábamos allí quietos pelándonos de frío esperando a que se hicieran las cinco, Måns iba de un lado a otro y hablaba con los vejetes y las señoras que miraban lo que había por allí. Y si a alguien le parecía que el árbol era demasiado largo, él se ofrecía para cortarlo allí mismo, y nadie se le resistía a un chavalín con una sierra que era igual de grande que él. Y ahora viene lo mejor: a los pedazos de tronco serrados, les cortaba también las ramas, con las cuales hacía grandes ramos que luego vendía por cinco coronas y que iban directamente a su bolsillo. El arrendatario, ¿cómo coño se llamaba?, ¿era Mårtensson?, se ponía negro. Pero ¿qué le iba a hacer?»
Aquí el hermano hacía un alto en la historia y levantaba las cejas, lo cual lo decía todo sobre la impotencia del arrendatario frente a la astucia del hijo del propietario de las tierras. «Hombre de negocios -terminaba diciendo-, al fin y al cabo, hombre de negocios.»
Måns se había defendido contra esa etiqueta hasta llegado a la edad madura. «La abogacía no es lo mismo que un negocio» -decía siempre.
«Y una leche que no lo es -le replicaba su hermano-. Claro que lo es.»
Por su parte, su hermano se había pasado los primeros años de su vida adulta en el extranjero haciendo Dios sabe qué y otras cosas hasta que volvió a Suecia y asentó la cabeza y se licenció como trabajador social. Ahora era jefe de los servicios sociales en la ciudad de Kalmar.
Con el paso del tiempo, Måns había dejado de defenderse ante su hermano. ¿Por qué había que poner siempre excusas por el éxito alcanzado?
Ahora ya respondía con un «Por supuesto, negocios y pasta en el banco», y luego solía hablar del último éxito profesional que había conseguido, el último coche que se había comprado o, simplemente, el último teléfono móvil.
Måns podía captar el odio de su hermano a través de los ojos de su cuñada, aunque no lo entendía. Su hermano había llevado adelante su matrimonio. Sus hijos iban a verlo.
«Se acabó, voy a hacerlo», pensó y se levantó de la silla musical.
Maria Taube canturreó un adiós y colgó el teléfono. Malditos clientes que llamaban y empezaban a vomitar preguntas tan imprecisas que era imposible responderlas. Tardabas media hora sólo para intentar enterarte del motivo de la llamada.
Picaron a la puerta y antes de que pudiera responder, Måns ya asomaba la cabeza.
«¿De verdad no aprendiste nada en el internado de Lundsberg? -pensó irritada-. Como por ejemplo esperar a oír un “adelante”.»
Como si Måns le hubiera leído el pensamiento, tras la sonrisa, preguntó:
– ¿Tienes un minuto?
«¿Cuándo le respondieron por última vez con un no a esa pregunta?», pensó Maria invitándole con un gesto a sentarse en la silla de visitas y luego apretó el botón de restricción de llamadas entrantes.
Måns cerró la puerta, lo cual era una mala señal. La cabeza de Maria empezó a hurgar en la memoria en busca de algo que se le hubiera pasado por alto o que se le hubiera olvidado, algún cliente que tuviera motivos para estar descontento, pero no se le ocurrió nada. Eso era lo peor de este trabajo. Podía aguantar el estrés, la jerarquía y las horas extra, pero ese abismo de oscuridad que a veces se le abría bajo los pies… Como el fallo que había cometido Rebecka. Tan fácil echar a perder un puñado de millones.
Måns tomó asiento y paseó la mirada por el despacho mientras se repiqueteaba el muslo con los dedos.
– Bonito paisaje -sonrió burlón.
Al otro lado de la ventana se alzaba la fachada amarronada y sucia del edificio vecino. Maria se rió, pero no dijo nada.
«Suéltalo de una vez», pensó.
– ¿Cómo va con…?
Måns terminó la pregunta con un gesto hacia los montones de papel que había sobre la mesa.
– Bien -respondió Maria deteniéndose antes de ponerse a hablar sobre algo en lo que estuviera trabajando.
«No lo quiere saber», pensó para disuadirse a sí misma.
– Oye…, ¿sabes algo de Rebecka? -le preguntó Måns.
Los hombros de María Taube cayeron un centímetro.
– Sí.
– Torsten me dijo que se quedaba unos días más allí arriba.
– Sí.
– ¿Qué está haciendo?
Maria dudó.
– No lo sé muy bien.
– Vamos, Taube, no seas tan difícil. Sé que fuiste tú quien le propuso que subiera. Y, sinceramente, no me parece que fuera una idea demasiado brillante. Así que ahora quiero que me digas cómo está.
Hizo una pausa.
– Es que su puesto de trabajo está aquí.
– Pregúntaselo directamente a ella -le dijo Maria.
– No es tan fácil. La última vez que lo intenté montó todo un numerito, no sé si te acuerdas.
Maria recordó la imagen de Rebecka remando con fuerza para alejarse de la fiesta de la empresa. Estaba loca.
– No puedo hablar de Rebecka contigo. Ya los sabes. Se pondría furiosa.
– Y yo, ¿qué? -preguntó Måns.
Maria Taube sonrió dulcemente.
– Tú siempre estás mosqueado -dijo.
Måns esbozó media sonrisa, animado por aquella pequeña falta de respeto.
– Recuerdo cuando empezaste a trabajar para mí -comentó-. Buena y encantadora. Hacías lo que se te pedía.
– Lo sé -respondió Maria-. Hay que ver lo que este bufete hace con la gente…
Rebecka Martinsson y Nalle aparecieron delante de la puerta de Sivving Fjällborg como dos jornaleros. Éste los recibió como si los estuviera esperando y les invitó a bajar al cuarto de la caldera. Bella estaba durmiendo en una caja de madera preparada con mantas, con los cachorros amontonados junto a su vientre. Cuando los invitados entraron, se limitó a abrir un ojo y a golpear el suelo con la cola a modo de saludo.
Hacia la una del mediodía Rebecka había ido a buscar a Nalle a su casa. Su padre, Lars-Gunnar, le abrió y, al lado de su inmensa estatura que se erguía en el umbral de la puerta, Rebecka se había sentido como una chiquilla de cinco años que le pregunta al padre de su amiga si la dejan salir a jugar con ella.
Sivving preparó la cafetera y puso sobre la mesa tazas con dibujos de flores amarillas, de color naranja y marrón. Sirvió también unas tortas de pan en una cestita y sacó del frigorífico mantequilla salada y un paquete de salami.
En el sótano se estaba fresco. El olor a perro y café recién hecho se mezclaban con el suave aroma de la tierra y el cemento. Los rayos del sol entraban por la estrecha ventanilla que había junto al techo.
Sivving miró a Rebecka y pensó que debía de haber ido a buscar ropa al ropero de su abuela porque reconocía aquel anorak negro con copos blancos. Se preguntó si ella sabría que una vez perteneció a su madre. Probablemente no.
Читать дальше