Cuando Bertil hablaba de ella, era con un tono tan exageradamente positivo que Stefan se sentía físicamente mareado por todas las mentiras.
Bertil ya no iba a ver a Stefan a su despacho. El vicario se quedaba allí sentado incapaz de hacer nada, sufriendo y esperando.
A veces, el párroco pasaba por delante de la puerta abierta, pero ahora el código era otro, eran otras señales: pasos rápidos, una mirada furtiva al interior del despacho, un saludo con la cabeza, una sonrisa apresurada. Significaba «voy-justo-de-tiempo-cómo-va-eso», y antes de que Stefan siquiera pudiera corresponder, la sonrisa del párroco ya había desaparecido.
Antes siempre sabía dónde estaba el párroco. Ahora, en cambio, no tenía la menor idea. El personal administrativo le preguntaba a Stefan por Bertil y le miraban de forma rara cuando él, sonriendo forzado, sacudía la cabeza.
Era imposible superar a la difunta Mildred, que en tierra extraña se había convertido en la hija predilecta del padre.
La misa estaba a punto de terminar. Cantaron un salmo final y se marcharon con la bendición de Dios.
Stefan debería haberse ido inmediatamente. Directo a casa. Pero no pudo evitar que sus pies lo acercaran hasta donde estaba Bertil.
Éste hablaba con uno de los asistentes a la misa y le lanzó una mirada a Stefan por el rabillo del ojo sin dejarle entrar en la conversación y haciéndole esperar.
Qué mal se habían puesto las cosas. Si Bertil tan sólo lo hubiera saludado, Stefan podría haberle dado las gracias por la misa y haberse marchado, pero ahora estaba forzado a inventarse algún asunto.
Por fin, el hombre concluyó la conversación y se fue. Stefan se sintió obligado a explicar su presencia en la misa.
– Sentía que necesitaba la eucaristía -le dijo a Bertil, que asintió con la cabeza.
El mayordomo se llevó el vino y las hostias e intercambió una mirada con el párroco. Stefan los siguió hasta la sacristía y participó, sin que se lo propusieran, en la bendición del pan y del vino.
– ¿Te han dicho algo los del bufete de abogados? -preguntó al terminar la bendición-. Sobre la fundación para los lobos y eso…
Bertil se quitó el cuello del ritual, la estola y la casulla con cierto engorro.
– No sé -dijo-. Al final quizá no la disolvemos, a pesar de todo. Aún no me he decidido.
El párroco se tomó todo el tiempo del mundo para echar el vino en el canalillo de los líquidos sagrados y poner las hostias en el ciborio. Stefan hace rechinar los dientes.
– Pensaba que estábamos de acuerdo en que la parroquia no puede tener una fundación de ese tipo -dijo en voz baja.
«Y además es una decisión del consejo, no sólo tuya», pensó.
– Sí, sí, pero por el momento está ahí, quieras o no -respondió el párroco con cierta impaciencia que Stefan captó perfectamente en su suave tono de voz-. El tema de si quiero cubrir los gastos para proteger a la loba o invertir el dinero en formación, ya lo tocaremos a mediados de otoño.
– ¿Y el arriendo de caza?
Bertil dibujó una gran sonrisa.
– Vamos, ¿no nos pondremos tú y yo a discutir sobre esto? Es una decisión que tomará el consejo cuando llegue el momento oportuno.
El párroco le dio unas palmadas en el hombro a Stefan y se marchó.
– ¡Saluda a Kristin! -le dijo sin girarse.
A Stefan se le hizo un nudo en la garganta. Se miró las manos y sus dedos largos y rígidos, dedos de verdadero pianista, como solía decir su madre. Los últimos meses, cuando vivía en un apartamento de la residencia de ancianos y solía confundirlo con su padre, la murga de sus dedos de pianista terminaba por sacarle de quicio. Ella le agarraba las manos y le ordenaba al personal que las contemplara: «Mirad sus manos, sin ninguna marca de trabajo. Dedos de pianista, manos de escritorio.»
Saluda a Kristin.
Si se miraban las cosas tal y como eran en realidad, casarse con ella había sido el mayor error de su vida.
Stefan sintió que se endurecía por dentro, contra Bertil y contra su esposa.
«Llevo cargando con ellos demasiado tiempo -pensó-. Ya va siendo hora de que se termine.»
Su madre debió de entender lo de Kristin. Lo que le atrajo de ella fue precisamente el parecido que tenían las dos, el aspecto un tanto de muñeca, las formas agradables, el buen gusto.
Por supuesto que su madre se dio cuenta. «Muy personal», había comentado la madre haciendo referencia a la casa de Kristin el día que conoció a la novia de su hijo, cuando él estaba estudiando en Uppsala. «Agradable.» «Personal» y «agradable», dos buenas palabras a las que recurrir cuando no se podía decir «bonito y con estilo» sin mentir. Y recordó la sonrisa casi burlona de su madre cuando Kristin le enseñó sus adornos de siemprevivas y rosas secas.
No, Kristin era una niña que era más o menos buena en imitar y copiar a otros, pero nunca llegó a ser el tipo de esposa de pastor como lo fue su madre. Y menuda sorpresa se llevó la primera vez que fue a casa de la desordenada Mildred, cuando invitó a los compañeros y a sus familias a tomar el ponche navideño. La mezcla de gente, las familias de los pastores, Mildred, su marido paródicamente oprimido con la barba y el delantal y las tres mujeres que por el momento se habían refugiado en la casa rectoral de Poikkijärvi, había sido de lo más interesante. Una de las mujeres tenía dos hijos imposibles de aguantar.
Pero la casa de Mildred era como un cuadro de Carl Larsson. La misma levedad, acogedora pero nunca sobrecargada y con el estilo simple que había reinado en casa de Stefan durante toda su infancia. Stefan no había conseguido encajar aquel ambiente con Mildred. «¿Es ésta su casa?», pensó. Más bien se había esperado un caos bohemio con montones de artículos de revista guardados, estanterías de almacén y cojines y mantas orientales.
Recordó a Kristin tras aquel ponche: «¿Por qué no vivimos en la casa rectoral de Poikkijärvi? -le preguntó-. Es más grande, nos iría mejor a nosotros que tenemos hijos.»
Su madre bien había visto que aquel aire delicado de Kristin que lo atraía no era tan sólo delicado sino también muy desgarrado. Algo roto y afilado con lo que Stefan se haría daño tarde o temprano.
De repente le invadió una enérgica amargura hacia su madre.
«¿Por qué no dijo nada? -pensó-. Me debería haber avisado.»
Y Mildred. Mildred, que utilizaba a Kristin.
Recordó aquel día de principios de mayo que apareció con aquellas cartas en la mano.
Intentó expulsar a Mildred de la memoria, pero era igual de molesta ahora que entonces. Avanzaba a paso pesado, lo mismo que antes.
– Muy bien -dice Mildred y entra como un torbellino en el despacho de Stefan.
Es el 5 de mayo. Antes de dos meses ya estará muerta, pero ahora está más que viva. Tiene las mejillas y la nariz rojas como manzanas recién lustradas. Entra y cierra la puerta con el pie.
– ¡No, siéntate! -le dice a Bertil, que intenta levantarse del sillón de invitados con intención de escabullirse-. Quiero dirigirme a los dos.
«Dirigirme», ¿qué se puede decir ante un inicio de ese tipo? Sólo eso ya lo dice todo sobre cómo podía ser aquella mujer.
– He estado pensando en eso de la loba -comienza diciendo.
Bertil se pasa una pierna por encima de la otra y cruza los brazos en el pecho. Stefan se reclina sobre el respaldo de su silla alejándose de ella todo lo posible. Se sienten criticados y sermoneados ya antes de que les haya explicado lo que tiene en mente.
– La parroquia le alquila sus tierras a la asociación de cazadores de Poikkijärvi por mil coronas al año -continúa-. El contrato dura siete años y se prolonga automáticamente si nadie lo rescinde. Así ha funcionado desde mil novecientos cincuenta y siete. El párroco de entonces vivía en la casa del cura y le gustaba cazar.
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