Åsa Larsson - Sangre Derramada

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Es verano en Suecia, cuando brilla el sol de medianoche y el largo invierno ha sido olvidado. En este tiempo mágico, una pastora protestante, Mildred, es hallada muerta con signos de tortura en la ciudad de Kiruna. Mildred era una feminista, una luchadora amada y odiada por igual. Está claro que no todos aceptan a una mujer en la Iglesia.
Rebecka Martinsson vuelve a Kiruna, el lugar donde creció, y pronto se ve envuelta en este misterioso caso: sólo ella es capaz de desenmascarar a los habitantes de esta gélida ciudad.
· «Una brillante novela negra diferente a todas. Su único competidor será el próximo libro de la misma autora», Skånska Dagbladet.
· «Asa Larsson consigue hacer magia. Es uno de los pocos autores capaces de introducir al lector en el corazón y la mente de sus personajes mientras mantiene el suspense hasta el final», Mystery News.
· «Una arrebatadora obra maestra literaria», Deggendorfer Zeitung.
· «Una escritora elegante, sutil y atmosférica, que nos aproxima al horror con la suave pero firme mano femenina de su protagonista», Lorenzo Silva.
· «Llena de suspense… Evoca de manera magnífica el verano en la Suecia rural, donde la luz interminable no evita que se cometan oscuros actos», Booklist.
· «Un nuevo valor del género negro… Una narradora incisiva y valiente», Lilian Neu-man, Culturals, La Vanguardia.
· «Los libros de Åsa Larsson son pequeños milagros… El gen policiaco está en Kiruna», Die Zeit.
· «Una novela de atmósfera virtuosa», Kirkus Reviews.
· «Con Sangre derramada, Åsa Larsson se ha confirmado como una autora de renombre de novela negra. Demuestra su capacidad para enganchar al lector y su talento», Borås Tidning.
· «Asa Larsson tiene una forma de narrar fascinante y su relato abre un espacio a la imaginación y a la interpretación. Una obra de arte honesta y una novela negra clásica», Die Tageszeitung Taz.
· «Una novela excelente», Mystery Scene.
· «La riqueza del libro está en el arte con el que la autora mezcla personajes modernos con sentimientos arcaicos. Odio desesperante, amor y sufrimiento incondicional arden en este paisaje que está al margen del mundo», Offenbach Post.
· «Como novela negra está construida de manera inteligente, pero lo que aparece en primer plano, la caza del asesino, no es lo más importante: Åsa Larsson se deleita en mostrar el retrato de ese mundo cerrado que constituye el perfecto abono para el crimen», Der Kleine Bund.

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– Y ¿nunca te has planteado cambiar de lado? -le preguntó Sven-Erik-. Casi siempre están buscando ayudantes de fiscal; nadie se acaba quedando aquí arriba.

Rebecka sonrió un tanto forzada.

– Bueno, claro -dijo Sven-Erik y se le notó que se sentía como un idiota-, supongo que cobras tres veces más que un fiscal.

– No es eso -se excusó Rebecka-. Ahora mismo no estoy trabajando, propiamente dicho, así que el futuro es…

Volvió a encogerse de hombros.

– Pero me dijiste que estabas aquí por trabajo -replicó Anna-Maria.

– Bueno, de vez en cuando hago alguna cosita. Y como uno de los socios tenía que subir, le dije que quería acompañarlo.

«Está de baja», comprendió Anna-Maria.

Sven-Erik le lanzó una mirada de menos de un segundo en señal de que él también lo había entendido.

Rebecka se puso en pie para dar a entender que la conversación había llegado a su fin. Se despidieron.

Cuando Sven-Erik y Anna-Maria habían dado unos pocos pasos oyeron la voz de Rebecka Martinsson.

– Amenazas ilícitas -dijo.

Los dos policías se giraron. Rebecka estaba de pie en el porche de la caseta apoyada en uno de los postes que aguantaban el tejado, con el cuerpo un poco inclinado.

«Parece tan joven», pensó Anna-Maria. Dos años atrás tenía el aspecto de una joven promesa que iba a hacer carrera. Delgada, con ropa cara y un peinado de verdad, no con el pelo liso como Anna-Maria. Ahora Rebecka llevaba el pelo más largo y sin ningún peinado en especial, sino que también le caía liso. Vestía vaqueros y camiseta de manga corta, sin maquillaje y con la cadera asomando por la cintura del pantalón. Y esa postura cansada pero erguida apoyada contra el poste hizo que Anna-Maria se pusiera a pensar en esa clase de niños adultos con los que de vez en cuando se topaba en el trabajo. Criaturas que cuidaban de sus padres alcohólicos o mentalmente enfermos, preparaban la comida a sus hermanos, mantenían el tipo todo lo que podían y le mentían a los servicios sociales y a la policía.

– El hombre de los gatitos -continuó Rebecka-. Son amenazas ilícitas. Parece que con su actitud pretendía infundir miedo a su ex mujer. Según la ley no tienen por qué ser amenazas orales. Y ella tuvo miedo. Quizá podría ser un delito de intimidación. En función de qué otras cosas haya hecho, podría ser suficiente como base para una orden de alejamiento.

Cuando Sven-Erik Stålnacke y Anna-Maria Mella se alejaron por la carretera hacia el coche, se cruzaron con un Mercedes de color ocre. Dentro iban Lars-Gunnar y Nalle Vinsa. Lars-Gunnar les miró todo el tiempo que duró el encuentro y Sven-Erik levantó la mano para saludarlo, pues no hacía tantos años que Lars-Gunnar se había jubilado.

– Es verdad -dijo Sven-Erik siguiendo el Mercedes con la mirada mientras se metía en el aparcamiento del Bar-Restaurante Micke-. Vive aquí en el pueblo. Me pregunto cómo estará el chico.

El párroco Bertil Stensson estaba celebrando la misa de mediodía en la iglesia de Kiruna, como solía hacer cada quince días para que la gente de la ciudad pudiera celebrar la eucaristía durante la pausa de la comida. En total había unas veinte personas reunidas en la pequeña sala.

El vicario Stefan Wikström estaba sentado en la quinta fila al lado del pasillo y arrepintiéndose de haber ido.

Un recuerdo apareció en su memoria: su padre, párroco también, sentado en el sofá de la cocina de casa. Stefan está a su lado, con unos diez años, más o menos. El chico va hablando con algo en la mano, algo que le quiere enseñar, pero ahora no recuerda qué. Su padre sostiene el periódico delante de la cara como el velo del Santuario y, de pronto, el niño se echa a llorar. De fondo, voz suplicante de su madre: «Podrías hacerle caso un rato, te ha estado esperando todo el día.» Por el rabillo del ojo Stefan ve que su madre lleva puesto el delantal, así que debe de ser casi la hora de la cena. El padre baja el periódico irritado por la interrupción de la lectura, el único momento de descanso del día antes de cenar; también ofendido por las acusaciones.

El padre de Stefan llevaba varios años muerto y su pobre madre también, pero era exactamente así como el párroco le hacía sentir ahora mismo, como el niño irritante que sólo quiere llamar la atención.

Stefan había intentado librarse de la misa del mediodía. Una voz en su interior le había dicho con decisión: «¡No vayas!», pero aun así acabó yendo. Se había dicho a sí mismo que no iba por la presión del párroco Bertil Stensson, sino porque necesitaba la eucaristía.

Había imaginado que todo sería más fácil a partir de la muerte de Mildred, pero resultó ser lo contrario. El día a día se había hecho más difícil. Mucho más difícil.

«Es como lo del hijo pródigo», pensó.

Él había sido el hijo responsable y concienzudo que vivía en casa. Cuántas veces a lo largo de los años le había echado una mano a Bertil aceptando funerales aburridos, misas pesadas en hospitales y residencias de ancianos, haciéndole el trabajo de papeleo al párroco, ya que Bertil era desastroso en todo lo administrativo. Y abriéndole la iglesia a los jóvenes los viernes por la tarde.

Bertil Stensson era vanidoso. Había acaparado toda la colaboración con la iglesia de hielo en Jukkasjärvi. Las bodas y bautizos en la iglesia de hielo eran suyos y también había logrado hacerse cargo de cualquier evento que tuviera la más mínima posibilidad de salir en la prensa local, como por ejemplo el grupo de crisis tras el accidente de autocar en el que perdieron la vida siete adolescentes que habían ido a esquiar, o servicios religiosos encargados de manera especial para la causa sami. Entre una cita y otra, el párroco gustaba mucho de no hacer nada y era precisamente Stefan el que hacía que todo eso fuera posible, el que cubría los huecos y se ocupaba de todo lo que era necesario.

Mildred Nilsson había sido como el hijo pródigo. O mejor dicho, como el hijo pródigo debía ser mientras vivía en casa, antes de que la inquietud se lo llevara a tierras desconocidas. Desordenado e intranquilo debió de poner de los nervios a su padre, igual que Mildred.

Todo el mundo pensaba que él, Stefan, era el que menos soportaba a Mildred, pero estaban equivocados. Lo que ocurría era que Bertil había sido más hábil en esconder su rechazo.

Con ella en vida las cosas eran distintas. Todo lo que ella tocara implicaba bronca y desavenencias, y Bertil se alegraba y agradecía la presencia de Stefan, el chico de la casa. Stefan recordó cómo Bertil solía entrar en su despacho en el local de la congregación. Tenía una manera especial, un código que decía: eres mi elegido. Se plantaba en el umbral de la puerta como un búho, con su pelo espeso y plateado, su cuerpo rechoncho y con las gafas de leer subidas a la cabeza o en la punta de la nariz. Stefan solía levantar la mirada de los papeles mientras Bertil le miraba casi de manera imperceptible por encima del hombro, se metía en el despacho y cerraba la puerta tras de sí. Luego se desplomaba en el sillón de visitas que tenía Stefan con un suspiro de liberación. Y sonreía.

Algo hacía clic dentro de Stefan cada vez que aquello ocurría. Normalmente, el párroco no tenía ninguna tarea especial, podía tratarse de consejos para asuntos de poca importancia, pero daba la impresión de que lo que quería era estar tranquilo un rato. Todo el mundo acudía a Bertil y Bertil se escondía donde Stefan.

Pero después de la muerte de Mildred aquello cambió. Ella ya no estaba presente como una molesta costura en el zapato del párroco y de repente parecía que la lealtad de Stefan era la que empezaba a producir rozaduras. Ahora Bertil solía decir: «Tampoco hace falta ser tan formales» y «Seguro que Dios nos deja ser prácticos», palabras que había adoptado de Mildred.

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