– Manne ha desaparecido -comentó mirando los abetos decorados por los rayos de sol que se iban quedando atrás, uno tras otro.
– Vaya -respondió Anna-Maria-. ¿Cuánto tiempo lleva fuera?
– Cuatro días. Nunca había tardado tanto en volver.
– Ya volverá -dijo ella-. Todavía hace calor, es normal que quiera estar fuera.
– No -replicó Sven-Erik con voz determinada-. Lo han atropellado. A ese gato ya no lo veo más.
Le habría gustado que Anna-Maria le contradijera, que protestara y que le asegurara que estaba equivocado. Él insistiría en su convencimiento de que el gato se había ido para siempre; así se desprendería de parte de la preocupación y la tristeza, con la esperanza y el consuelo que ella le diera. Pero Anna-Maria cambió de tema enseguida.
– Dejaremos el coche un poco apartado -dijo-. Supongo que no le apetece llamar tanto la atención.
– Oye, pero ¿qué está haciendo aquí? -preguntó Sven-Erik.
– No sé.
Anna-Maria estuvo a punto de decir que le parecía que Rebecka no se encontraba demasiado bien, pero se abstuvo porque entonces Sven-Erik seguro que la obligaría a prescindir de la visita. En este tipo de cosas él siempre era más débil que ella. Quizá se debía a que ella tenía críos en casa. Su instinto protector y de consideración los agotaba por completo allí.
Rebecka Martinsson abrió la puerta de la cabaña en la que se hospedaba y en cuanto vio a Anna-Maria y a Sven-Erik se le esbozaron dos hendiduras en el entrecejo.
Anna-Maria iba delante con un destello de entusiasmo en la mirada, como un setter que ha olido algo. Sven-Erik detrás; a él Rebecka no lo había vuelto a ver desde que estuvo en el hospital, haría dos años dentro de poco. El pelo fuerte que le crecía alrededor de las orejas había pasado de color gris oscuro a gris plateado y aún parecía que llevara un roedor muerto debajo de la nariz. Su mirada estaba más cortada, como si comprendiera que no eran bienvenidos.
«Aunque me hayan salvado la vida», pensó Rebecka.
Le empezaron a aparecer recuerdos como pañuelos de seda pasando por las manos de un mago. Sven-Erik al lado de la camilla en el hospital: «Entramos en su apartamento y comprendimos que teníamos que dar contigo. Las niñas están bien.»
«Recuerdo mejor lo de antes y lo de después -pensó Rebecka-. Antes y después. En realidad debería preguntarle a Sven-Erik qué se encontraron cuando entraron en la cabaña. Él me podría describir la escena de la sangre y los cuerpos.»
«Quieres oírle decir que tenías razón», le dijo una voz interior. «Que fue en defensa propia, que no tenías elección. Pregúntaselo, seguro que te dice lo que quieres oír.»
Entraron y tomaron asiento, Sven-Erik y Anna-Maria en la cama de Rebecka y ella en la única silla que había. En el pequeño radiador había una camiseta colgada, un par de calcetines y unas bragas justo encima de la pegatina de ei saa peittää.
Rebecka le lanzó una mirada furtiva y apesadumbrada a la ropa mojada, pero ¿qué iba a hacer? ¿Una bola y tirarla debajo de la cama? ¿O por la ventana, quizá?
– ¿Y bien? -dijo escueta, sin fuerzas para ser amable.
– Se trata de las fotocopias que me pasaste -le explicó Anna-Maria-. Hay unas cuantas que no entiendo.
Rebecka se cogió las rodillas.
«Pero ¿por qué? -pensó-. ¿Por qué hay que recordar las cosas? ¿Por qué hay que revolcarse en los recuerdos y machacarse una misma? ¿Quién puede garantizar que sirve de ayuda? ¿Quién puede asegurar que no te estás ahogando en la oscuridad?»
– Oye… -empezó.
Hablaba en voz baja. Sven-Erik observaba sus delgados dedos por encima de las rótulas.
– … tengo que pediros que os vayáis -continuó-. Os di las fotocopias y las cartas. Las conseguí cometiendo un delito y si sale a la luz perderé el empleo. Además, aquí la gente no sabe quién soy. Bueno, saben cómo me llamo, pero no que soy yo la que estuvo metida en lo que pasó en Jiekajärvi.
– Venga -le rogó Anna-Maria sin moverse del sitio, como si tuviera el trasero fundido con la cama, a pesar de que Sven-Erik hiciera ademán de ponerse en pie-. Tengo una mujer asesinada de la que preocuparme. Si alguien pregunta qué estábamos haciendo aquí di que estábamos buscando un perro desaparecido.
Rebecka se la quedó mirando.
– Ésa es buena -dijo despacio-. Dos policías de civil en busca de un perro desaparecido. Va siendo hora de que la Policía Nacional revise la distribución de los recursos.
– Puede ser mi perro -replicó Anna-Maria un tanto forzada.
Se quedaron callados unos segundos. Sven-Erik estaba muerto de incomodidad sentado al borde de la cama.
– Vamos a ver -dijo al final Rebecka alargando la mano para que le pasaran la carpeta.
– Es esto de aquí -dijo Anna-Maria sacando una hoja de la carpeta y señalando con el dedo.
– Son extractos de contabilidad -explicó Rebecka-. Este renglón está subrayado.
Rebecka señaló una cifra en una columna que llevaba por título 1930.
– Diecinueve treinta es una cuenta de ahorros, para cheques. Tiene un crédito de ciento setenta y nueve mil coronas para la cuenta setenta y seis diez. Son diferentes gastos personales. Pero está escrito a mano en bolígrafo aquí al margen «¿¿Formación??».
Rebecka se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja.
– Y ¿esto de aquí? -peguntó Anna-Maria-. «Ver», ¿qué significa?
– Verificación, de los datos. Puede ser una factura u otra cosa que muestre de qué ha sido el gasto. Me da la impresión de que la mujer estaba intentando saber qué era el gasto este, por eso me lo llevé.
– Y ¿qué empresa es? -le preguntó Anna-Maria.
Rebecka se encogió de hombros y después señaló la esquina superior derecha de la hoja.
– El número de la organización empieza por ochenta y uno, así que es una fundación.
Sven-Erik asintió con la cabeza.
– La Fundación para el Cuidado de la Fauna Salvaje de la Congregación de Jukkasjärvi -dijo Anna-Maria al cabo de unos segundos-. Es una fundación que ella creó.
– No le quedaba claro este gasto de formación -dijo Rebecka.
Volvió a hacerse el silencio. Sven-Erik se espantaba una mosca que quería aterrizar encima de él todo el tiempo.
– Parece que esa mujer sacó de quicio a más de uno -dijo Rebecka.
Anna-Maria sonrió sin alegría.
– Hablé con uno de ellos ayer -le contó-. Odiaba a Mildred Nilsson porque su ex mujer vivió en su casa con los niños cuando lo abandonó.
Le contó a Rebecka lo de los gatos decapitados.
– Y nosotros no podemos hacer nada -dijo para terminar-. Esos gatos de la calle no representan ningún valor económico, así que no es delito de daños. Lo más probable es que ni siquiera tuvieran tiempo de sufrir, así que tampoco es maltrato animal. Hace que te sientas impotente, como si fueras de más provecho en la frutería del super. No sé, ¿a ti también te pasa?
Rebecka esbozó media sonrisa.
– Yo casi nunca trabajo con delitos -dijo esquiva-. Y cuando lo hago, son delitos económicos. Pero sí, eso de estar del lado de la parte sospechosa… A veces puedo sentir una especie de aversión hacia mí misma. Cuando tengo que representar a una persona que carece por completo de remordimientos. Te dices una y otra vez que «todo el mundo tiene derecho a una defensa» como excusa para ese…
No dijo la palabra «autodesprecio», sino que terminó la frase encogiéndose de hombros.
Anna-Maria se dio cuenta de que Rebecka Martinsson solía repetir mucho ese gesto. Quizá para desprenderse de pensamientos incómodos, como si fuera una manera de cortarles el paso. O quizá era como Marcus. Sus constantes encogimientos de hombros eran una forma de marcar distancia respecto al resto del mundo.
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