Las administrativas lo miraban con curiosidad.
– Han venido a hacer unas preguntas rutinarias sobre Mildred -les dijo.
Las tres asintieron con la cabeza, pero Stefan pudo ver que seguían con la curiosidad. Menuda frase. «Preguntas rutinarias.»
– ¿Han hablado con vosotras?
La mujer que había hablado con Sven-Erik respondió.
– Sí, el hombre ese tan grande me ha pedido el libro de cuentas.
Stefan se quedó petrificado.
– No se lo habrás dado, ¿verdad? No tienen derecho a…
– ¡Claro que se lo he dado! Allí no hay ningún secreto, ¿o sí?
La mujer se lo quedó mirando con dureza y Stefan sintió también las miradas de las demás mujeres. Al final dio media vuelta y volvió a su despacho con pasos apresurados.
El párroco podía decir lo que le diera la gana. Ahora Stefan tenía que hablar con él, así que llamó a Bertil al móvil.
El párroco estaba en el coche y a veces se cortaba el sonido.
Stefan le contó que la policía había ido a verle y que se habían llevado las cuentas de la fundación.
Bertil no parecía demasiado alterado. Stefan le dijo que como los dos estaban en la dirección de la fundación, formalmente no se había cometido ningún delito, pero aun así.
– Si sale en las noticias, ya sabemos cómo lo van a presentar. Nos etiquetarán de malversadores.
– Seguro que sale bien -dijo el párroco con calma-. Oye, voy a aparcar, hablamos luego.
Por su tranquilidad, Stefan comprendió que el párroco no le apoyaría si se hiciera público el viaje a Estados Unidos y nunca reconocería que se habían puesto de acuerdo al respecto. «En la fundación hay mucho dinero que en este momento no se está aprovechando», había salido una vez de la boca de Bertil, y después empezaron a hablar sobre algún viaje para mejorar la competencia. Eran los administradores de una fundación para el cuidado de la fauna salvaje, pero no tenían ni idea de lobos, así que decidieron que Stefan iría a Yellowstone y por algún motivo terminaron yendo también Kristin y los niños. Así fue como los sacó de Katrineholm.
Se daba por hecho que nadie le diría ni una palabra a Mildred de que el dinero venía de la fundación pero, evidentemente, alguien de la secretaría se fue de la lengua.
Mildred se le había encarado a la vuelta del viaje. Stefan intentó explicarle con sensatez lo necesario que era que algunos de los dirigentes de la fundación tuvieran conocimientos reales del tema. Además, como cazador y hombre de bosque, él era el más indicado. Podía ganarse un respeto y una comprensión que Mildred no lograría ni en mil años por mucho que se lo propusiera.
Stefan se esperaba un ataque de ira, incluso una pequena parte de él lo estaba deseando, pues le gustaba el contraste de la manifestación enrojecida de la pérdida de control contra el azul profundo de su propia calma y reflexión.
Pero, en vez de enfadarse, Mildred se había inclinado por encima de la mesa de Stefan con tanta gravedad que por un momento el pastor pensó que quizá estaba secretamente enferma de los riñones o del corazón. Volvió la cara en la que, debajo de la quemazón del sol de primavera, le asomaba la piel blanca en contraste con las dos esferas negras de los ojos. Era como un peluche ridículo con botones en los ojos que había tomado vida y que de pronto resultaba de lo más aterrador.
– Cuando hable sobre el arriendo en el consejo parroquial de cara a fin de año quiero que te quedes calladito, ¿te enteras? -le dijo-. Si no, la policía será la que decida si lo que has hecho está bien o mal.
Stefan intentó decirle que estaba siendo ridicula.
– Tú eliges -le contestó-. No pienso ser condescendiente contigo hasta la eternidad.
El pastor se la quedó mirando estupefacto. ¿Cuándo había sido condescendiente con él?
Stefan pensó en el párroco, luego pensó en su mujer, después en Mildred y por último en las miradas de las administrativas. De pronto tuvo la sensación de estar perdiendo el control de su propio aliento y empezó a jadear como un perro encerrado en un coche. Tenía que tranquilizarse.
«Puedo salir de ésta -pensó-. ¿Qué me está pasando?»
Ya de pequeño se había buscado amigos que lo presionaban y se aprovechaban de él. Primero sólo le hacían hacer recados y darles las golosinas, pero después le obligabán a pinchar ruedas y a tirar piedras para demostrar que el hijo del pastor no era un cagón. Y ahora de adulto parece que siempre busca a personas y situaciones en las que lo acaban tratando como porquería.
Cogió el teléfono. Sólo una llamada.
Lisa Stöckel está sentada en las escaleras de su casita de chocolate, «el examen final del pastelero drogadicto», como la suele llamar Mimmi. En breve se acercará hasta el bar. Últimamente cena allí cada día y a su hija no parece que le resulte extraño. En la cocina de Lisa sólo hay un plato hondo, una cuchara y un abrelatas para la comida de perro. Los perros mueven la cola en el borde del jardín mientras olfatean o mean en los groselleros. Tiene la impresión de que la miran extrañados al ver que no les pega ningún grito.
«Mead donde os dé la gana», piensa con media sonrisa en la cara.
La dureza del corazón del ser humano es algo curioso. Se parece a las plantas de los pies en verano. Puedes correr pisando piñas y grava, pero si se te hace una herida en el talón, es profunda.
La dureza siempre ha sido su fuerza motora. Sin embargo, ahora es su debilidad. Intenta encontrar las palabras adecuadas para hablar con Mimmi, pero es una tarea en vano. Todo lo que le tiene que decir se lo debería haber dicho hace tiempo y ahora ya es demasiado tarde.
Y ¿qué le habría dicho entonces? ¿La verdad? Poco probable. Se acuerda de cuando Mimmi tenía dieciséis años. Ella y Tommy ya llevaban separados muchos años. Él se pasaba los fines de semana empinando el codo, pero por fortuna era un buen estucador y cuando estaba con trabajo se limitaba a la cerveza, de lunes a jueves. Mimmi estaba preocupada, evidentemente, y era de la opinión de que Lisa debía hablar con él. Una vez le preguntó: «¿No te importa papá?», a lo que Lisa respondió con un sí, pero era mentira. Ella, que había decidido que las mentiras se habían terminado. A pesar de todo, Mimmi era Mimmi y sabía que Tommy no le importaba una mierda a Lisa. «¿Por qué diantre te casaste con papá?», le preguntó en otra ocasión, a lo que Lisa le dio a entender que no tenía la menor idea. Fue casi un descubrimiento aturdidor. No logró acordarse de lo que había pensado ni sentido cuando empezaron a quedar, se fueron a la cama, se prometieron y él le puso su sello de propiedad alrededor del dedo. Después llegó Mimmi. De pequeña fue una criatura adorable y, a la vez, las cadenas con las que Lisa se ató para siempre a Tommy. Al principio dudó de sus sentimientos de madre. ¿Qué tenía que sentir una madre por su hija? No lo sabía. «Daría mi vida por ella», pensó alguna vez mirando a Mimmi mientras dormía, pero eso no quería decir nada. Era como prometer viajes al extranjero si te tocaba el gordo de la lotería. Le era más fácil morir por su hija en la teoría que sentarse a leerle algo durante un cuarto de hora. La Mimmi dormida la llenaba de añoranza y de remordimientos de conciencia. La Mimmi despierta, con sus manitas recorriéndole la cara y metiéndose en sus mangas en busca de piel y proximidad, le daba escalofríos.
Siempre le había parecido imposible liberarse del matrimonio pero luego, una vez roto, se sorprendía de lo fácil que le había resultado. Era tan sencillo como hacer las maletas y mudarse. Las lágrimas y los gritos eran como aceite en el agua.
Con los perros nunca se complican las cosas. A ellos no les importa que su ama sea rara; son totalmente sinceros y siempre están contentos.
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