Como Nalle. Lisa no puede evitar sonreír cuando piensa en él. Lo puede ver en su nueva amiga, la Rebecka Martinsson esa. Cuando Lisa la vio por primera vez el martes por la tarde llevaba aquel abrigo largo y un chal brillante, seguramente de seda auténtica. Sería secretaria de algún gerifalte, o algo así. Y había algo, quizá una demora de un microsegundo, como si siempre se lo pensara antes de contestar, gesticular o sonreír. A Nalle no le importan esas cosas. Él se mete en el corazón de la gente sin pedir permiso. Sólo un día con Nalle, y ya Rebecka Martinsson aparecía con un anorak de los años setenta y el pelo recogido con una goma marrón, de esas que se llevan la mitad de la cabellera cuando te la quitas.
Y él no sabe mentir. Cada dos jueves Mimmi sirve té inglés en el bar y ya se ha convertido en una de esas cosas por las que las mujeres de la ciudad van hasta Poikkijärvi. También hay panecillos suecos recién hechos, con mermelada, y siete clases de galletas. El último jueves Mimmi soltó un grito con voz severa: «¿Quién le ha pegado un bocado a esta galleta?» Nalle, que estaba merendando tostadas y leche, levantó la mano con la velocidad de un relámpago y confesó directamente: «¡Yo!»
«Bendito Nalle», piensa Lisa.
Justo las mismas palabras que Mildred pronunció mil veces.
Mildred. Cuando la dureza de Lisa se agrietó, Mildred se coló por ella contaminándola entera.
Sólo han pasado tres meses desde aquella vez que estaban en el sofá cama de la cocina, como solían hacer bastante a menudo porque los perros ocupaban la cama y Mildred siempre decía: «No los eches, ¿no ves lo a gusto que están?»
En aquella época, a principios de junio, Mildred en realidad está hasta el cuello de trabajo. Terminan las escuelas, hay confirmaciones, fin de curso de grupos de niños, fin de curso de otros más mayores, fin de curso de los jóvenes y un montón de bodas. Lisa está tumbada de lado sobre el costado izquierdo apoyándose en el codo, y en la mano derecha sujeta un cigarrillo. Mildred está dormida, o quizá despierta; probablemente en un estado intermedio. Tiene la espalda cubierta de pelo, una capa de finísimo vello que le crece hacia abajo a lo largo de la columna. Para Lisa es una bendición extra que, tan loca como está por los perros, encuentre a una amada que tiene la espalda igual que la barriga de un cachorro. Quizá de lobo.
– ¿Qué tienes con esa loba? -le pregunta Lisa.
Mildred ha pasado una primavera de lobos en toda regla. Ha salido noventa segundos en el telediario hablando de la loba, el grupo Mil Tonos presentó un concierto para recaudar fondos para la fundación y ella incluso ha hecho sermones con el animal como tema.
Mildred se pone boca arriba y le coge el cigarrillo a Lisa, que empieza a dibujarle símbolos en la barriga.
– Vaya -exclama y se le nota que tiene que hacer un esfuerzo para responder a la pregunta-. Pues hay algo entre los lobos y las mujeres. Nos parecemos. Miro a esa loba y me hace pensar en para qué hemos sido creados. Los lobos son tremendamente resistentes. Piensa que habitan tanto zonas polares, con un frío de cincuenta grados bajo cero, como desiertos a cincuenta grados de calor. Son territoriales, marcan sus límites con dureza y deambulan libres y hasta donde quieren. Se ayudan entre ellos dentro de la manada, son leales, aman a sus crías por encima de todo. Son como nosotras.
– Tú no tienes crías -dice Lisa arrepintiéndose de inmediato, pero Mildred no se ofende.
– Os tengo a vosotros -se ríe-. Se atreven a irse cuando hace falta -dice Mildred continuando con su discurso-, se pelean y muerden si es necesario. Y están tan… vivos. Y son felices.
Saca el humo de una calada tratando de hacer anillos mientras piensa.
– Tiene que ver con mi fe -dice-. La Biblia está repleta de hombres que tienen esa gran misión que es más importante que todo lo demás, esposa e hijos y…, bueno, todo. Abraham y Jesús y… Mi padre seguía sus huellas en su labor de sacerdote, ¿sabes? Mi madre se tenía que hacer responsable de la casa, de las visitas al médico y de las felicitaciones de Navidad. Pero, para mí, Jesús es el que permite que las mujeres empiecen a pensar, que se opongan si es necesario, que sean como una loba. Y cuando me amargo tanto que me pondría a llorar, él me dice: «Vamos, es mejor que estés alegre.»
Lisa continúa dibujando sobre la barriga de Mildred y con el dedo índice le recorre los pechos y la cadera.
– Sabes que la odian, ¿no?
– ¿Quiénes? -pregunta Mildred.
– Los hombres del pueblo -responde Lisa-. Los del equipo de caza. Torbjörn Ylitalo. A principios de los ochenta lo juzgaron por caza ilegal. Le disparó a un lobo en la provincia de Dalarna. Su mujer es de allí.
Mildred se incorpora en el sofá cama.
– ¡Estás de broma!
– No, no bromeo. En realidad le tenían que haber retirado la licencia, pero ya sabes, Lars-Gunnar era policía, y es la policía la que decide esas cosas. Él tiró de contactos y al final… ¿Adónde vas?
Mildred se ha puesto en pie de un salto. Los perros aparecen corriendo pensando que van a salir pero Mildred no les hace el menor caso y se viste a toda prisa.
– ¿Adónde vas? -vuelve a preguntar Lisa.
– Mierda de club de machos -gruñe Mildred-. ¿Cómo has podido? ¿Cómo es que sabiendo esto no me has dicho nada antes?
Lisa se incorpora. Siempre lo ha sabido. Estaba casada con Tommy y él era amigo de Torbjörn Ylitalo. Se queda mirando a Mildred, que fracasa en el intento de ponerse el reloj de muñeca y se lo acaba metiendo en el bolsillo.
– Cazan gratis -resopla Mildred-. La parroquia se lo proporciona todo, no dejan pasar a nadie, mucho menos si es una mujer. Pero las mujeres trabajan, se encargan del resto y tienen que esperar su recompensa en el cielo. Estoy hasta el coño de que siempre sea así. Es una señal clarísima de cómo ve la Iglesia a los hombres y a las mujeres. ¡Pero que se jodan, hasta aquí hemos llegado!
– ¡Por Dios, qué manera de hablar!
Mildred se vuelve hacia Lisa.
– ¡Tú también deberías hablar así!
Magnus Lindmark estaba de pie junto a la ventana de la cocina a la caída del sol. Todavía no había encendido ninguna luz, por lo que los contornos y los objetos, tanto de dentro como de fuera, se habían vuelto ligeramente borrosos y empezaban a desvanecerse en la oscuridad cada vez más.
Aun así pudo distinguir claramente a Lars-Gunnar Vinsa, el jefe del grupo de caza, y a Torbjörn Ylitalo, el representante de la asociación de cazadores, cuando se acercaban por la carretera en dirección a su casa. Magnus se mantuvo oculto tras la cortina preguntándose qué coño querrían y por qué carajo no iban en coche. ¿Habrían aparcado lejos para hacer el último trozo caminando? ¿Por qué razón? Sintió que el cuerpo se le llenaba de incomodidad.
Fuera cual fuera el motivo de su visita, les diría que ahora no tenía tiempo. A diferencia de ellos, él sí que tenía un trabajo con el que cumplir. Sí, claro, Torbjörn Ylitalo era guarda forestal, pero no daba un palo al agua, nadie lo podía negar.
Desde que Anki se largó con los niños, no era habitual que Magnus Lindmark tuviera visitas. Por aquel entonces siempre le parecía un coñazo tener que estar con la familia de su esposa y los amigos de sus hijos. Él no era de fingir y sonreírle a la gente, así que al final sus cuñadas y los amigos de su mujer se marchaban en cuanto él llegaba a casa, lo cual le iba como anillo al dedo. No le entraba en la cabeza que la gente pudiera quedarse charlando de aquella manera durante horas. ¿Acaso no tenían nada que hacer?
Ya habían llegado al porche y llamaban a la puerta. El coche de Magnus estaba aparcado fuera, así que no podía hacer como si no estuviera en casa.
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