Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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Para facilitar la tarea, Lucie había preparado en pocas palabras una síntesis de lo que buscaba. Se presentó como policía francesa en busca de una persona de la que tenía una foto. La mujer que la atendió al llegar la dirigió a una colega que conocía mejor el período de los años cincuenta de la historia de Quebec. La identificación sujeta con un imperdible a su blusa blanca rezaba «Patricia Richaud».

Lucie explicó brevemente el objeto de su visita.

– Busco a una niña que a buen seguro estuvo interna en un convento o en un orfelinato en los años cincuenta. Si hiciera falta una fecha más precisa, diría que en 1954 o 1955. La institución se hallaba probablemente en los alrededores de Montréal. Tengo también el nombre de una monja con la que estuvo en contacto: sor María del Calvario.

La técnica en documentación examinó la foto de la niña en el columpio y la invitó a acompañarla.

– ¿Sabe cuántas hermanas llamadas María del Calvario hubo en esa época? Desgraciadamente, ese dato no le será de gran ayuda.

Richaud tenía unos cincuenta años, cabello claro recogido en una cola y gafitas redondas. Ambas mujeres avanzaron por interminables pasillos que nada tenían que ver con la imagen anticuada que uno podría hacerse de este tipo de instituciones. Líneas claras, limpias y diseño vanguardista. Incluso había visitas guiadas: grupos de gente circulaban por el corazón de la inmensa biblioteca siguiendo a un guía. Lucie tuvo la certeza de que habían caminado por lo menos cinco minutos, subiendo y bajando escaleras, hasta llegar a una minúscula sala circular, sin ventanas, iluminada por fluorescentes. Los expedientes, ordenados en centenares y centenares de ficheros, se elevaban a varios metros de altura y se podía acceder a ellos mediante una escalera con ruedas. La policía pudo leer, entre otras referencias: «Tribunal de menores delincuentes (1912-1958)», «Tribunal de bienestar social (1950-1974)»… La documentalista se detuvo en medio de la sala.

– Aquí es. A mi entender, aquí es donde tiene más posibilidades de obtener lo que busca. La mayoría de los expedientes conservados aquí son de huérfanos de menos de dieciséis años. Los del tribunal de menores delincuentes, por ejemplo, corresponden a niños abandonados, o cuyos padres perdieron la tutela, y se hallaban en circunstancias que podían convertirlos en delincuentes.

Lucie señaló otra parte de la sala, que le interesaba particularmente: «Comunidades religiosas (1925-1961)». Mientras la documentalista tomaba aire, le preguntó:

– ¿Y eso?

Richaud se tocó instintivamente la medalla que lucía al cuello, colgando de una cadena de oro.

– Tiene usted suerte, se trata de unos archivos recuperados hace unas semanas y que hasta ahora no se podían consultar, puesto que se hallaban en instituciones religiosas. Pero la provincia de Quebec se aparta cada vez más de su religión a favor de un mundo asediado por la modernidad, y esas instituciones cierran una detrás de otra por un cruel problema de dinero. Así que nosotros recuperamos sus archivos, pues ya no tienen donde guardarlos.

Suspiró.

– Como puede ver, hay muchos expedientes, ya que aquí se guardan también los de los orfelinatos de las ciudades y regiones vecinas. Esas comunidades religiosas fueron boyantes en su momento y acogían sobre todo a huérfanos ilegítimos.

– ¿Ilegítimos? ¿Puede usted ser más precisa, por favor?

Como si no la hubiera oído, la especialista se dirigió hacia un conjunto de archivadores metálicos. Abrió uno de ellos, que contenía innumerables fichas de cartulina.

– Aquí están los índices. Si supiera el nombre de la niña hubiera podido acceder directamente al expediente correspondiente, hubiera sido cuestión de cinco minutos. Sin embargo, dada la escasa información de que dispone, tendrá que consultar el registro del año de internamiento o el de la institución en aquellos archivadores de allí. Contienen las listas de admisión de los niños. Es probable que se encuentre con las mismas identidades en varias instituciones y en períodos diferentes, ya que en aquella época a menudo se efectuaban traslados de una institución a otra y los niños no se quedaban nunca más que unos años en el mismo lugar. Una vez provista de la ficha de un individuo en particular, tendrá que acceder al expediente para compararlo con sus fotos. Bueno, la dejo. No dude en utilizar aquel teléfono si tiene alguna pregunta.

– ¿Ese teléfono permite hacer llamadas al exterior? Mi móvil no funciona.

– Sí, pero tendrá que abonar el importe de las llamadas. Y llame a recepción antes de salir, de lo contrario se perderá.

Lucie se dirigió de nuevo a ella antes de que desapareciera.

– No me ha respondido. ¿Qué son esos niños ilegítimos?

Patricia Richaud se quitó sus gafitas redondas y las frotó meticulosamente con un paño.

– Como su nombre indica, se trata de niños nacidos fuera del matrimonio. Usted es policía, ¿verdad? ¿Qué busca, exactamente?

– Debo confesarle que ni yo misma lo sé.

– Si se aventura en el pasado de Quebec, le ruego que no lo haga a la ligera. Esa época fue muy negra y aquí todos tratamos de olvidarla.

– ¿A qué se refiere?

Salió apresuradamente y dio un portazo. Lucie depositó su mochila sobre una mesa redonda. ¿Qué había querido decir aquella mujer? Una época negra… ¿Tenía relación con su investigación?

Con un suspiro, miró a su alrededor.

– Bueno… No va a ser coser y cantar…

Se armó de valor y, puesto que desconocía el apellido, se dirigió directamente a los registros que reunían a los niños por años. Reflexionó rápidamente: el film fue revelado en 1955 y la chiquilla debía de tener más o menos ocho años. Era poco probable que hubiera sido internada aquel mismo año, puesto que parecía conocer bien el lugar y a la gente. Y la especialista del lenguaje labial había señalado cierta evolución en su crecimiento. Lucie comenzó, pues, por el año precedente.

– Dios mío…

Sólo en el año 1954 había censadas tres mil setecientas doce admisiones en las diversas instituciones religiosas de la región. Un auténtico éxodo de niños.

Lucie se concentró en su tarea. Ante todo, disponía de un nombre de pila muy valioso. Unas sílabas descifradas en los labios de una niña filmada en un viejo cortometraje en blanco y negro. Abrió su cuaderno y revisó los apuntes que había escrito unos días antes, durante la reunión con su comandante y la especialista en lenguaje labial: «¿Qué le sucedió a Lydia?».

Lydia…

Lucie sacó la treintena de listados del año 1954 y se sumergió en la lectura de las identidades, clasificadas por el orden alfabético de los apellidos. Niñas y niños estaban mezclados. Sólo se indicaban, manuscritos, el nombre, el apellido, la edad y el número de expediente correspondiente.

La primera vez que Lucie dio con el nombre de Lydia -Lydia Marchand, siete años-, estuvo convencida de haber dado con ella. Provista del número de expediente, se precipitó hacia las murallas de papeles, extrajo el documento correcto y lo abrió. La foto de identidad no coincidía con las de las otras niñas que había podido imprimir a partir del film. ¿Y si Lydia no participó en la matanza de conejos?

Lucie no se dio por vencida. Lo importante, en ese caso, era la institución indicada, a la cual pertenecía Lydia: Convento de las Hermanas del Buen Pastor de Quebec… La policía regresó a los archivadores, dio con el registro correspondiente a aquella institución y cogió las fichas de las internas, trescientas cuarenta y siete.

Trescientas cuarenta y siete internas. Sólo niñas.

Para dar con la chiquilla del columpio, la amiga de Lydia, la única opción era revisar manualmente los trescientos cuarenta y siete expedientes y comparar las fotos de identidad de cada documento con sus propias fotos.

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