Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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– Puede estacionar en el aparcamiento de los visitantes, detrás de usted. El coronel le recibirá. Un subteniente vendrá a buscarle. Debe entregarme su arma de servicio.

El comisario obedeció.

Con una carpeta de gomas elásticas bajo el brazo, siguió al suboficial que había ido a buscarle sin cruzar con él ni una palabra. Sobre las paredes inmaculadas del recinto podía leerse en letras doradas el famoso Legio patria nostra. Columnas de hombres de todas las nacionalidades -polacos, colombianos, rusos…- avanzaban al paso a lo largo del patio de armas, al son de cantos militares. Otros, más a lo lejos, vestidos con mono azul y camiseta blanca, descendían por la escalera a toda velocidad, con la urgencia y el miedo grabados en sus miradas. Los novatos…

Su abnegación era escalofriante: esos hermanos de armas de cráneos rasurados y mirada de acero no tenían aún treinta años, y ya estaban dispuestos a morir allí mismo, en aquel momento, por la bandera tricolor.

Súbitamente, un edificio de una única planta llamó la atención de Sharko. En una pancarta podía leerse: «DCILE, División de Comunicación e Información». Aceleró el paso para alcanzar a su acompañante:

– Dígame… ¿Qué es la DCILE?

– Es una célula de relaciones públicas que atiende las numerosas solicitudes de información y organiza los reportajes. La oficina de producción se ocupa de la promoción de la Legión en Francia y en el extranjero.

– ¿Dispone también de un departamento de vídeo? ¿Creación y montaje de films para el ejército?

– Sí. Reportajes, films de promoción o de conmemoración.

– ¿Y de ello se ocupan los propios legionarios?

– Es un estado mayor compuesto por militares. Oficiales y suboficiales del ejército de tierra, principalmente. ¿Más preguntas?

– Es suficiente, gracias.

Sharko pensaba en los asesinos del restaurador de films, Claude Poignet… Uno de ellos era un militar cineasta y seguramente se escondía allí, con los pies calientes dentro de sus botas militares, en alguno de aquellos grandes edificios… Todo encajaba cada vez más.

Llegaron a los edificios del 1 erRegimiento Extranjero, sede del Alto Mando y, en consecuencia, del comandante. La autoridad absoluta. Sharko tenía la garganta seca, las manos húmedas y hubiera tenido menos aprensión frente a un asesino sanguinario que frente a un coronel condecorado que, a priori, había dedicado parte de su vida a servir al país. Como profesional, el policía sentía una profunda estima hacia aquellos militares y su sacrificio.

Atravesaron pasillos enmoquetados, el soldado llamó tres veces y se puso firme frente a la puerta cerrada.

– ¡Descanse! ¡Entre!

Tras presentar a Sharko y dar la media vuelta reglamentaria, el subteniente dejó al policía solo frente al coronel, ocupado firmando documentos. El policía estimó que el comandante debía de tener su edad y una corpulencia similar, aunque estaba algo menos gordo y era algunos centímetros más alto. El corte de sus cabellos grises, irreprochable, amplificaba aún más la geometría euclidiana de su rostro. Sobre su uniforme oscuro, una pequeña placa indicaba en letras rojas «Coronel Chastel».

– Le ruego que me disculpe aún unos segundos.

El militar alzó sus ojos de un azul frío y prosiguió su trabajo, sin ninguna reacción particular. El comisario cavilaba. Si el coronel estaba implicado en el caso, si había seguido las noticias acerca del hallazgo de los cadáveres de Gravenchon, a buen seguro reconocería su rostro, su identidad. ¿Acaso se había estado preparando para esa visita desde la llamada del cabo de guardia? ¿O simplemente no le había reconocido?

Mientras Chastel firmaba documentos, Sharko aprovechó para observar el despacho. Los siete principios del código de honor del legionario destacaban sobre un amplio ventanal que daba al patio de armas. Eran innumerables las placas conmemorativas y las fotos colgadas de las paredes en las que el coronel, a diferentes edades, posaba solo o en el centro de su regimiento. La tierra ocre y el polvo de Afganistán, los edificios en ruinas de Beirut, la exuberancia de la jungla amazónica… Una violencia sorda irradiaba de esos rostros de rasgos marcados, de esos dedos aferrados a sus fusiles de asalto. A fin de cuentas, aquellas fotos no mostraban más que la guerra, los enfrentamientos, la muerte y, en medio, unos hombres que sentían que aquél era su lugar.

El coronel apiló finalmente los documentos y los empujó hasta el extremo de la mesa de despacho impecablemente ordenada. No había ninguna otra silla. Allí se tenía la costumbre de permanecer de pie, en posición de firmes.

– No sabe cómo envidio aquellos tiempos en los que desconocíamos la existencia del papeleo. ¿Puedo ver su identificación?

– Por supuesto.

Sharko le tendió su identificación. El comandante la observó escrupulosamente antes de devolvérsela. Sus dedos eran gruesos, sus uñas estaban muy cuidadas. Como él, ya había dejado de pisar el terreno hacía tiempo.

– Si lo he entendido bien, busca a un asesino en nuestras filas. ¿Y viene usted solo para detenerlo?

Su voz era grave, monolítica, rugosa. Si fingía, lo hacía muy bien.

– De momento sólo tenemos sospechas. Una cámara de vigilancia nos mostró la presencia de su vehículo a unos veinte kilómetros de Aubagne, en el peaje de la A52. Y luego, ni rastro de ese vehículo a la altura de la A50. Así que por fuerza se detuvo entre ambas.

– ¿Han hallado el vehículo?

– Aún no, pero estamos trabajando en ello.

El coronel Chastel agitó el ratón de su ordenador, y a continuación mecanografió probablemente una contraseña en el teclado.

– Supongo que sabe que nuestro cuerpo no recluta a autores de violaciones o de asesinatos.

– Probablemente utilizó otra identidad.

– No es muy probable. Dígame su nombre.

Sharko le miró a los ojos, tan profundamente como le era posible. Era allí, y muy pronto, en un minúsculo espacio de tiempo, donde sería necesario captar el mínimo destello capaz de dar un vuelco a la situación. Tiró de las gomas elásticas de la carpeta, la abrió y de ella sacó una foto en formato A4. La depositó sobre la mesa de despacho, con la cara impresa boca abajo.

– Ahí está todo…

Bertrand Chastel acercó la hoja hacia sí y le dio la vuelta.

La foto mostraba a Mohamed Abane en vida. Un primer plano del rostro.

Bertrand Chastel debería haber tenido que reaccionar. Nada, ni la menor emoción en su rostro cerrado.

Sharko apretó las mandíbulas. Era imposible. El comisario se sintió desestabilizado pero trató de no hacerlo evidente y de aferrarse a su hilo conductor.

– Tal como está escrito debajo de la foto, debió de presentarse aquí bajo la identidad de Akim Abane.

El legionario apartó el papel hacia Sharko.

– Lo siento, no le he visto nunca.

Ni su voz, ni sus labios, ni sus dedos temblaban. Sharko recuperó la foto, frunciendo el ceño.

– Me imagino que no ve usted a todos los nuevos que se incorporan a sus filas. De hecho, esperaba que escribiera usted su nombre en el ordenador, como se disponía a hacer antes de que le enseñara la foto.

Un ligero tiempo muerto. Demasiado largo, estimó Sharko. Y, sin embargo, Chastel no perdió su prestancia ni su aplomo. Menudo coriáceo.

– Aquí no pasa nada sin que yo lo sepa, o sin que yo lo vea. Pero si eso le tranquiliza…

Introdujo los datos en el ordenador y giró la pantalla hacia Sharko.

– Nada.

– No era necesario que me mostrara la pantalla, hubiera creído su palabra.

Con gesto firme, Chastel giró de nuevo la pantalla hacia él.

– Tengo mucho trabajo. El subteniente Brachet le acompañará hasta la salida. Buena suerte con su fugitivo.

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