Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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– Anónimos, no. Van a descubrir el ADN.

– El ADN, sí… Siempre cabe confiar en eso.

Subieron al coche, Sharko dio al contacto y se pusieron en marcha.

– ¿A quién tengo que llamar para lo de mi habitación de hotel? Sé que me repito, pero quisiera una habitación grande y con bañera.

6

Ludovic Sénéchal vivía detrás del hipódromo de Marcq-en-Baroeul, una ciudad discreta pegada a Lille. Un lugar tranquilo, en una casa unifamiliar de estilo «contemporáneo» de obra vista, y con un jardín lo bastante pequeño como para no tener que pasar todos los sábados segando el césped. Lucie alzó la vista hacia la ventana del piso, con una sonrisa en la comisura de los labios. Fue en esa pequeña habitación coqueta donde hicieron el amor la primera vez. Una especie de velada Meetic, en un paquete. Uno se encuentra con otra persona en broma, luego en serio, se acuestan juntos y luego ya se verá.

Y ella sí lo vio. Ludovic era un hombre como es debido en todos los aspectos -serio, atento, ataviado con un montón de otros adjetivos resplandecientes-, pero le faltaba arrojo. Llevaba una vida de abuelo en zapatillas, viendo películas y matando el tiempo a lo largo del día en la seguridad social para ver luego más películas. Sin olvidar una marcada tendencia a verlo todo negro. Le costaba imaginárselo como el futuro padre de sus gemelas, aquel que las animaría en sus festivales de danza o iría en bicicleta con ellas.

Lucie introdujo la llave en la cerradura, pero advirtió que la puerta no había sido cerrada con llave. Era fácil adivinar el motivo: presa del pánico, Ludovic lo había dejado todo de cualquier manera. Entró en la estancia y echó el cerrojo tras ella. Era amplia y bonita, y había el espacio que les faltaba a sus hijas. Un día, quizás…

Recordaba el acceso al sótano. Las sesiones de cine, con la cerveza y las palomitas salteadas en la sartén, tenían algo memorable, intemporal. Al avanzar por el recibidor descubrió objetos rotos o que habían caído al suelo. Podía imaginar a Ludovic ascendiendo a tientas, completamente ciego, y golpeándose aquí y allá antes de lograr hablar con ella.

Lucie descendió los escalones que conducían al cine «de bolsillo». Desde el año anterior, nada había cambiado. Moqueta roja en las paredes, olor a alfombra vieja, ambiente de los setenta… Tenía su encanto. Frente a ella, la pantalla perlada palpitaba bajo la luz blanca del proyector. Henebelle empujó la puerta de la minúscula cabina, en la que la potente bombilla de xenón provocaba un calor de horno. Un zumbido espeso llenaba el espacio, la bobina receptora giraba inútilmente y el extremo de la película chasqueaba en el aire a cada rotación. Sin pensarlo, Lucie pulsó el botón rojo del alimentador, un mastodonte de sesenta kilos. Por fin cesaron los ronquidos.

Le dio a un interruptor y un fluorescente parpadeó. En el pequeño local, las latas vacías, los magnetófonos y los carteles se apilaban en desorden. Era la huella de Ludovic, un caótico organizado. Trató de recordar las maniobras para proyectar un film: invertir la bobina alimentadora y receptora ajustando los ejes a los brazos del proyector, bloquearlas con las lengüetas, pulsar «motor», poner en contacto las perforaciones de la película con los dientes del alimentador… Con todos aquellos botones ante ella, la operación era más complicada de lo que parecía, pero Lucie logró poner en marcha el aparato con la ayuda de la suerte. Gracias a la magia de la luz y del ojo, la sucesión de imágenes fijas iba a transformarse en un movimiento perfecto.

Lucie apagó el fluorescente, cerró la puerta de la cabina alzada y descendió los tres escalones que conducían a la sala. Se quedó de pie contra la pared del fondo, con los brazos cruzados. Aquella salita vacía, aquellos doce sillones de escay verde tenían algo profundamente deprimente, a imagen y semejanza de su propietario. Al mirar la pantalla, Lucie no pudo evitar sentir cierta aprensión. Ludovic había hablado de una película «extraña», y ahora estaba ciego… ¿Y si en esas imágenes había algo peligroso, como… como una luz tan viva que pudiera cegar? Lucie sacudió la cabeza, eso era completamente absurdo. Seguro que Ludovic tenía un tumor cerebral.

El haz de luz titiló en la oscuridad y cubrió el gran rectángulo blanco. Primero apareció una imagen de un negro uniforme. Luego, cinco o seis segundos después, en la esquina superior derecha se incrustó un círculo blanco. De repente, una música hizo temblar las paredes. Una melodía alegre, de las que antaño se oían en las ferias, en los tiovivos. A pesar de todo, a Lucie le hicieron sonreír los chisporroteos zafios que podían oírse. La banda sonora procedía probablemente de un disco de 45 revoluciones por minuto o incluso de un fonógrafo.

No había título, ni créditos. El rostro de una mujer, en primer plano, se dibujó en un óvalo que ocupaba la parte central de la pantalla. Alrededor de ese óvalo, la imagen era oscura, una especie de bruma grisácea, casi negra, como si el cineasta hubiera puesto un filtro frente al objetivo. En definitiva, uno tenía la impresión de voyeurismo, de observar el espectáculo por el ojo de una cerradura.

A Lucie la actriz le parecía guapa, con unos ojazos misteriosos e hipnotizadores. Tendría unos veinte años y miraba fijamente al objetivo. Lápiz de labios oscuro, pelo azabache peinado hacia atrás y una mecha en forma de caracol sobre la frente. Se adivinaba la parte superior de su traje a cuadros, y un cuello puro, inmaculado. Lucie pensó en esas fotos de familia en el interior de los medallones austeros ocultos en los viejos joyeros de los abuelos. La actriz no sonreía, altiva, el tipo de mujer fatal que a Hitchcock le hubiera gustado en sus rodajes. Sus labios se movieron, muy brevemente: hablaba, pero Lucie no alcanzó a comprender sus palabras mudas. Dos dedos -unos dedos de hombre- aparecieron por la parte superior y separaron los párpados de su ojo izquierdo. Bruscamente, desde la izquierda surgió la hoja de un escalpelo que cortó el ojo en dos, hacia la derecha, al son de una punzante música circense y entre el tintinar de los platillos.

Lucie apartó la vista, apretando los dientes. Demasiado tarde, la imagen la había golpeado de pleno y eso la sulfuró. No tenía nada en contra de las películas de terror de serie B -al contrario, a menudo alquilaba algunas, sobre todo los sábados por la noche-, pero detestaba ese proceder: arrojar a la cara lo insoportable sin darle al espectador la menor oportunidad de evitarlo. Era bajo y cobarde.

De repente, la fanfarria se detuvo.

Ni un ruido, aparte del ronquido afligido del proyector.

Estremecida, Lucie volvió de nuevo la mirada a la pantalla. Otra secuencia de ese calibre y lo daría por acabado. Con su paso por urgencias, francamente, ya tenía su dosis de escenas sangrientas.

La tensión aumentaba. Lucie ya no se sentía tan segura como antes.

El proyector lanzaba su cono de luz y en la pantalla aparecieron unas suelas de zapatos. Se alejaron hacia atrás, con un movimiento de traslación, y lució el resplandor del cielo, tranquilizador. Una chiquilla rubia, con un vestido, se columpiaba, con una amplia sonrisa en los labios. Una escena en blanco y negro, muda aunque la pequeña hablara en varios planos. Tenía el pelo largo y claro, sin duda rubio, y resplandecía de vida. Sus iris captaban la luz, las sombras proyectadas por unos árboles bailaban sobre su piel. La iluminación, los ángulos de las tomas, las expresiones de su rostro infantil, hacían pensar que se trataba de un film profesional. A menudo, unos planos móviles -quizá filmados cámara al hombro- se detenían en el ojo de la cría. Claro, puro, lleno de vida. Palpitaba y la pupila se retraía y se abría como un diafragma. El círculo blanco no desaparecía de su posición, arriba a la derecha, y Lucie trataba sin éxito de no mirarlo. No porque la atrajera sino porque más bien la molestaba. No supo explicar el porqué, pero sentía unos retortijones en el vientre. Definitivamente, la escena del ojo cortado la había impresionado.

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