Donna León - Cuestión de fe

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En pleno mes de agosto, el ispettore Vianello acude al despacho de Brunetti en busca de ayuda: su tía se ha puesto en manos de un adivino y la familia sospecha que, mediante una serie de ardides, éste le está sacando dinero. Mientras el detective escarba en un turbio negocio de manipulación, plagado de falsos videntes, consultores astrales y tarotistas, tiene lugar un asesinato en la ciudad: el muerto es Araldo Fontana, un ujier del Tribunal de Justicia al que se estaba investigando por su participación en una sutil trama de corrupción dentro de la monstruosa maquinaria judicial de Venecia. Brunetti se tendrá que valer de su intuición para navegar por un mundo de sugestión y descarado engaño, así como para enfrentarse a un caso de sangre, sobornos y sexo ilícito.

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– Esto se lo contaré a mis nietos, comisario.

Brunetti no sabía si la observación llevaba la intención de acrecentar o de minar su satisfacción por el deber cumplido, y dijo modestamente:

– Ha sido casualidad.

Pucetti asintió, pero la muchacha seguía mirando al comisario sin pestañear.

– ¿Y ahora qué hacemos, señor?

– Ustedes dos tomen un refresco en el campo. Yo iré a San Toma y me pondré delante de la agencia inmobiliaria, buscando apartamento.

– Una tarea poco refrescante, comisario -le compadeció la muchacha.

Brunetti asintió, agradeciendo su comprensión.

Afortunadamente, hoy llevaba el telefonino, lo que les permitiría mantenerse en contacto. Él volvió al campo y se apostó frente al escaparate de la agencia inmobiliaria. A aquella hora de la tarde, el sol ya estaba a su espalda y, lentamente, le iba tostando la ropa. Eran tan potentes sus rayos que él se volvía exponiendo primero un hombro y después el otro, como san Lorenzo en la parrilla.

Pero el ángulo de la luz convertía el escaparate de la agencia en un espejo gigante, en el que Brunetti no tardó en ver el reflejo de una anciana con un bolso marrón en bandolera. Ahora la mujer ya no agarraba el asa con las dos manos sino que parecía no prestar atención al bolso que le colgaba del hombro mientras caminaba hacia el comisario, que contemplaba la foto de una mansarda de Santa Croce: nada más que medio millón de euros por sesenta metros cuadrados.

– Demencial -murmuró.

La mujer torció a la derecha y luego a la izquierda por la calle que llevaba al embarcadero. Brunetti marcó el número de Pucetti y dijo:

– Ahora vuelve a la parada del barco. Usted y su amiga podrían pararse en la puerta del dos mil novecientos ochenta y nueve a darse un largo abrazo.

– Ahora mismo, comisario -dijo Pucetti, y colgó. Brunetti se apartó del escaparate y entró en la calle que conducía a la casa de Goldoni, donde, por lo menos, podría estar a la sombra. A los pocos minutos, aparecieron Pucetti y la mujer, que ya no se daban las manos.

– S. Gorini, señor -dijo Pucetti-. Sólo hay un nombre en ese número.

– ¿Volvemos a la questura 7. -sugirió Brunetti.

– Nosotros aún estamos de servicio, comisario -respondió Pucetti.

– Me parece, agentes, que por hoy, y con este calor, ya podemos dar por terminadas las prácticas en seguimiento. -El alivio de ambos se tradujo en un ligero suspiro. Brunetti sonrió a la muchacha por primera vez y dijo-: Ahora veamos si pueden seguir a un comisario de policía hasta la questura sin ser detectados.

8

Quizá incentivado por la deferencia que la joven agente -cuyo nombre completo era Bettina Trevisoi- había mostrado por su sagacidad, Brunetti decidió ver qué podía descubrir por sí mismo sobre S. Gorini. Lo primero que averiguó -aunque para ello no tuvo más que consultar la guía telefónica- fue que la S era de Stefano. Pero, ni aun con el nombre completo, Google le proporcionó más que una amplia variedad de productos y contactos con señoras. Como ya tenía una señora en casa, Brunetti no necesitaba más, y desechó las ciberofertas que quizá habrían tentado a otros.

Puesto que Google le había fallado, Brunetti tuvo que ponerse a pensar en qué otros sitios podría encontrar información de una persona. Debía de haber un medio de averiguar si el apartamento era de alquiler o de propiedad; sin duda, el dato figuraría en alguna oficina de la Commune. Si su ocupante era el dueño, probablemente tendría una hipoteca y, una vez averiguado el banco, se podría tener una idea del estado de sus finanzas. Debía de haber un medio de descubrir si la ciudad le había concedido alguna licencia y si tenía pasaporte. En los archivos de las compañías aéreas habría constancia de si viajaba por Italia o a otros países y con qué frecuencia. Si poseía alguno de los abonos especiales que ofrecía el ferrocarril, habría una lista de los billetes que compraba. Las facturas del teléfono, tanto del fijo de su casa como del telefonino, revelarían quiénes eran sus amigos y asociados. También indicarían si desde aquella dirección se gestionaba una empresa comercial. Finalmente, estaban las tarjetas de crédito, que suelen ser verdaderas minas de información.

Brunetti permanecía sentado frente al ordenador mientras por su cabeza desfilaban estas posibilidades. Se admiraba de la facilidad con que los servicios básicos de la vida moderna pueden retratar a una persona e invadir su vida privada.

Pero, y esto era lo más importante, se admiraba de su propia incapacidad para averiguar ni siquiera la primera de estas cosas. Él sabía que toda esta información tenía que estar escondida en su ordenador, pero carecía de la habilidad para encontrarla. Miró a Pucetti: a su lado estaba la aspirante Trevisoi.

– Tratar de investigarlo nosotros sería perder el tiempo -dijo Brunetti, empleando deliberadamente el plural.

Observó cómo Pucetti reprimía el impulso de contradecirle. Durante los últimos años, el joven agente había aprendido de la signorina Elettra algunas de las tácticas útiles para saltar las barreras de la autopista de la información. Pucetti dirigió una rápida mirada a la muchacha que estaba a su lado, y Brunetti casi pudo oír cómo chirriaba el orgullo varonil de su subordinado al asentir éste a pesar suyo:

– Quizá sea lo mejor pedir a la signorina Elettra que eche un vistazo -convino Pucetti finalmente.

Satisfecho con la respuesta del agente y tomando en consideración que Trevisoi era joven, atractiva y mujer, Brunetti se levantó para ceder la silla a Pucetti.

– Cuatro ojos siempre verán más que dos -dijo Brunetti y, dirigiéndose a Trevisoi, añadió-: Pucetti es uno de nuestros especialistas en recuperación de datos.

– ¿Recuperación de datos, señor? -dijo ella con un aire de inocencia que hizo sospechar a Brunetti que quizá detrás de aquel par de ojos oscuros había algo más de lo que él pensara en un principio.

– Espionaje -aclaró el comisario-. Pucetti es muy hábil en eso, pero la signorina Elettra lo es todavía más.

– La signorina Elettra es la mejor -dijo Pucetti dando vida a la pantalla con unas pulsaciones.

Camino del despacho de la aludida, Brunetti decidió abstenerse de repetir el elogio de Pucetti. Cuando él entró, la signorina Elettra salía del despacho del vicequestore Patta, su superior. Hoy vestía camiseta negra y pantalón holgado de lino negro por cuyo borde inferior asomaban unas bambas Converse amarillas, sin calcetines. Ella le dedicó un risueño saludo.

– Mire -dijo acercándose a su silla y señalando a la pantalla del ordenador. Quizá como concesión al calor, se había recogido el pelo en la nuca con una cinta verde.

Brunetti se situó detrás de ella mirando a la pantalla. Vio lo que parecía la página de un catálogo de ordenadores, presentados en simétricas hileras, todos ellos, a los ojos de Brunetti, perfectamente idénticos. Él se preguntó si, finalmente, irían a comprar uno para su despacho: no existía otra razón por la que ella tuviera que mostrárselos. Tanta consideración lo conmovió.

– Muy bonitos -dijo con voz neutra, procurando reprimir todo asomo de codicia.

– Sí que lo son. Los hay casi tan buenos como el mío. -Ella señaló la imagen de uno de los ordenadores que aparecían en la pantalla y dijo de él números y palabras ininteligibles para Brunetti, como: «2.33», «1333», «megahercios» y «gigabites»-. Ahora mire esto -dijo ella haciendo avanzar la imagen hasta la lista de los precios correspondientes a cada uno de los modelos-. ¿Ve el precio de éste? -preguntó señalando el tercer número.

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