Y si las promesas que se hacían en las iglesias eran tan válidas como las de las páginas web, ¿dónde estaba la verdad? El teléfono interrumpió sus especulaciones.
Contento de la interrupción, Brunetti contestó con su apellido.
– Soy yo, Guido -dijo Vianello-. Acaba de llamarme Loredano. El director del banco le ha avisado de que tiene allí a mi tía. Ha retirado tres mil euros. Él le ha pedido que suba un momento a su despacho, a firmar unos papeles.
– ¿Quién está de patrulla?
– Pucetti y una agente nueva que ya van camino de Via Garibaldi.
Brunetti bajó mentalmente por un lado de Via Garibaldi y subió por el otro.
– ¿Banco di Padova?
– Sí. Al lado de la farmacia.
– ¿Cuánto tiempo cree que podrá retenerla?
– Diez minutos. Me ha dicho que le preguntará por la familia. Esto la tendrá hablando un rato.
– ¿Tú dónde estás?
– En Murano. Un individuo ha tratado de robar el bolso a una mujer, y la gente se le ha echado encima y lo ha arrojado a un canal. Hemos tenido que venir a sacarlo.
– Echaré un vistazo -dijo Brunetti, colgando el teléfono, pero no antes de oír decir a Vianello:
– Lleva una blusa verde.
Estaba tan absorto pensando en la llamada de Vianello que el calor que lo embistió al salir de la questura lo pilló desprevenido. Cayó sobre él como una ola y, durante un momento, Brunetti dudó de que aquella acometida de un aire saturado de humedad le permitiera respirar. Se detuvo, dio un paso atrás hacia la raquítica sombra del dintel y sacó las gafas de sol. Mitigaban la luz, pero no eran de ninguna ayuda contra el calor. Tenía la chaqueta de fino algodón azul, pegada al cuerpo como si fuera un suéter islandés.
Había sido tan brutal el asalto del calor y la luz que Brunetti tardó un momento en recordar por qué salía; y otro, en orientarse hacia la Via Garibaldi.
– Esto es demencial -musitó al cruzar el puente. Tenía que mantener baja la mirada para proteger los ojos del sol, dejando que los pies encontraran el camino. Torcía a izquierda y derecha maquinalmente, sin pensar adónde iba. Sus pies lo condujeron por otro puente, luego giraron a la derecha y Brunetti salió a Via Garibaldi. Y deseó no haber salido. Las losas del pavimento llevaban horas cociéndose y el calor que despedían parecía una especie de protesta por su indefensión. Atrapado entre el sol implacable y el calor que irradiaba el suelo, Brunetti no encontraba la manera de protegerse. Pasó rozándolo una mujer que dijo permesso con cierta rudeza, ya que él se había parado a la salida de la calle. Aquella voz tuvo el efecto de desbloquearlo, y él retrocedió hacia la calle que, por lo menos, ofrecía la mínima protección de la sombra.
Al cabo de un momento, Brunetti consiguió reunir el valor suficiente para sumergirse en el calor de Via Garibaldi. El banco estaba a mano derecha; un poco más abajo, delante de la pequeña terraza de un bar cuyas mesas se guarecían bajo unos parasoles. En una de ellas estaban Pucetti y una muchacha que se reía de lo que estaba diciendo el joven agente. Ella tenía el cabello claro, corto, como el de un chico, impresión que desmentía la ajustada camiseta blanca. Los dos llevaban gafas de sol, y Pucetti, una camiseta negra, tan ceñida como la de ella, pero sin el mismo efecto.
Brunetti retrocedió a la calle y esperó lo que calculaba que sería un minuto, pero sabía que era menos, y volvió a avanzar. Pucetti y la muchacha se levantaban. Brunetti observó que ella llevaba una falda muy corta que revelaba unas piernas bronceadas y muy atractivas. Los dos calzaban sandalias. Delante del banco, entre él y los dos jóvenes agentes estaba una mujer mayor, en ese momento de reflexión tan veneciano, en el que se calcula el itinerario más corto para ir de un lugar a otro. La mujer miró al cielo, como si creyera que allí estaría escrita la temperatura exacta. Vestía pantalón holgado de algodón y blusa verde pálido de manga larga. Calzaba cómodos zapatos salón de medio tacón color marrón y tenía el cuerpo robusto de las mujeres que han tenido varios hijos y una vida muy activa. Llevaba un bolso marrón en bandolera sujetando bien el asa con las dos manos. Fue hacia la izquierda, en dirección al embarcadero y la Riva degli Schiavoni. Caminaba un poco encorvada apoyándose más en el pie izquierdo.
En el momento en que la mujer empezó a andar, la atractiva pareja que estaba un poco más allá tomó la misma dirección, caminando delante de ella. Pucetti rodeó con el brazo los hombros de su compañera, pero hacía tanto calor que enseguida optaron por cogerse de la mano. Se pararon frente al escaparate de una tienda de artículos de deporte y la anciana pasó sin reparar en ellos. Lentamente, ellos la siguieron y Brunetti siguió a los tres.
Al extremo de Via Garibaldi la mujer entró en el embarcadero y se sentó de cara al agua. Los jóvenes se pararon en la edicola y el hombre compró un Men's Health. Por la izquierda llegaba un Dos, y la anciana se levantó. Sin prisa, los jóvenes sacaron sus abonos, entraron en la parada y embarcaron. En el momento en que se soltaba la amarra y el barco empezaba a separarse del muelle haciendo marcha atrás, cuando el empleado ya corría la barrera, Brunetti saltó a bordo.
La anciana se había sentado en primera fila, al lado del pasillo, buscando el aire que pudiera colarse por la puerta. Pucetti, con la revista abierta en la repisa situada detrás de la cabina del piloto, señalaba una chaqueta de lino gris y preguntaba a su compañera qué le parecía. Él estaba de espaldas a los pasajeros pero ella, situada frente a él, podría ver a la mujer cuando se levantara.
Brunetti se puso al lado de Pucetti, mirando al frente. La joven levantó la cabeza e irguió ligeramente el cuerpo, pero Pucetti, sin dejar de mirar la chaqueta, dijo:
– Ya me figuraba que Vianello le llamaría, señor.
– En efecto.
– ¿Continuamos como hasta ahora: nosotros la seguimos a ella y usted nos sigue a nosotros?
– Será lo mejor.
El barco se acercó a la parada de San Zaccharia y Pucetti pasó varias páginas de la revista. Extendió el brazo atrayendo hacia sí a su compañera para mostrarle algo. Varias páginas después, pasaron por debajo del puente de Accademia, luego San Samuele, y entonces Brunetti oyó decir a la joven:
– Se ha levantado.
Pucetti cerró la revista y se inclinó ladeando el cuerpo, para darle un beso en la sien. Ella bajó la cabeza acercándole la cara y dijo algo, luego se apartaron y desembarcaron en San Tomà, varios pasajeros por detrás de la anciana del bolso marrón y otros tantos por delante del hombre de la chaqueta de algodón azul.
Al llegar al extremo de la calle, la anciana torció a la derecha, luego a la izquierda y salió al campo, que cruzó en diagonal, hacia la derecha, y entró en una calle muy estrecha por la que retrocedió hacia Frari. Por acuerdo tácito, sus seguidores se dividieron y Brunetti tomó por la calle situada más a la derecha, para asegurarse de que no la perdían en el laberinto de esquinadas callejuelas.
Cuando iba a entrar en la calle Passion, Brunetti vio ante sí a la anciana, que se detenía frente a una casa del lado derecho y levantaba la mano hacia el timbre. Él siguió andando por la calle adyacente, se paró y volvió sobre sus pasos. Cuando llegó a la esquina vio desaparecer por una puerta lo que podía ser un pie. Entró en la calle y, al pasar por delante de la puerta, mentalmente tomó nota del número.
Cuando Brunetti salía a Campo dei Frari, la pareja se disponía a entrar en la calle.
– Número dos mil novecientos ochenta y nueve -dijo Brunetti con naturalidad.
La muchacha lo miró como si él fuera uno de aquellos magos de Internet cuyas páginas había visitado él. Pucetti sonrió y dijo:
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