Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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Entró y se encontró rodeado por óleos espléndidos que colgaban bajo focos de luz en las paredes. Eran escenas de Boston, incluidos el Public Garden y la Commonwealth Avenue, pero el artista había conseguido algo más de ellos, deconstruyedo la dureza de la línea y de la forma para crear una ciudad ideal en la que la gente, los edificios, las calles y el cielo estaban unidos por remolinos de color, arrastrados a un mundo mucho más fascinante que la suma de sus partes.

Su mirada viajó hasta la pared del fondo, al retrato de una mujer desnuda que estaba de pie tras unas cortinas de encaje al atardecer, contemplando desde la tribuna de su casa de ladrillo la vista de Beacon Street con sus farolas.

Snow se acercó al retrato y se detuvo a unos tres metros de él. Supo al instante que era la mujer que había visto en la ventana. Se imaginó a sí mismo en el cuadro, detrás de ella, las manos en sus hombros, besándole el cuello.

– El artista es Ron Kullaway -dijo ella, deteniéndose a su lado-. Vive en Maine.

Su voz era una mezcla de fuerza e inteligencia, con un punto de vulnerabilidad.

– Es espléndido -dijo sin mirarla.

– Se está convirtiendo en uno de los grandes pintores de Estados Unidos. ¿Había visto ya su obra?

– No.

– Creo que hace que la vida merezca la pena -dijo ella-. Que merezca la pena vivirla.

Notó que le rozaba la mano muy suavemente con el dorso de la suya. ¿O había sido él?

– ¿Cómo lo consigue? -le preguntó Snow.

– Creo que es por lo que no refleja, más que por lo que pinta.

– La estructura -dijo Snow-. Los límites.

– Lo que nos limita. O no lo ve, o decide no hacerle caso.

Por fin Snow se permitió mirarla. Cuando lo hizo, se quedó incluso más prendado de ella.

– ¿No se lo preguntó? Debió de tardar bastante en reproducirla. -Volvió a mirar el lienzo.

Ella sonrió.

– ¿Cuánto cuesta?

– Doscientos mil.

– Para entrever que la vida merece la pena.

– Algunas personas ni siquiera consiguen eso. -Hizo una pausa-. Si puede alejarse del cuadro, ni siquiera debería considerarlo.

Retrocedió unos pasos y se volvió hacia ella.

– John Snow -dijo, extendiendo la mano.

– Grace Baxter -dijo ella, estrechándosela.

Notó que llevaba una alianza y un solitario que debía de ser de cinco quilates. En la muñeca llevaba tres pulseras de diamantes. Todas esas joyas indicaban que pertenecía a alguien, pero nada más le hizo sentir que estaba ocupada; ni el tono de su voz ni la mirada de sus ojos ni el tacto de su mano.

– ¿Cenaría conmigo esta noche? -le preguntó, soltándole la mano-. Le prometo que tomaré una decisión sobre el cuadro antes de que nos marchemos del restaurante.

Accedió a reunirse con él en el Aujourd'hui, en el piso superior del Four Seasons, después de su última exposición. Pero llegó pronto. La vio de pie al fondo de la sala escuchando sus observaciones, «Reducir la energía de rotación en vuelo». Advirtió que los hombres de la sala, incluido su socio Collin Coroway, le lanzaban miradas furtivas. Deseó poder decir algo más de lo que estaba diciendo, algo más comunicativo sobre el universo, la creatividad o el amor. Pero estaba limitado por las leyes de la física.

No pareció aburrirse ni siquiera un poquito.

– ¿Cómo llamas al trabajo que realizas? -le preguntó más tarde, mientras Snow le servía una copa de vino.

– Soy ingeniero aeronáutico. Inventor.

– ¿Y qué clase de cosas inventas, exactamente?

– Sistemas de radar. Sistemas de guiado de misiles.

Ella sonrió.

– ¿Te importa compartir conmigo lo que estás pensando?

– La verdad es que no es cosa mía. Apenas te conozco.

Sentado junto a ella, escuchando su voz, oliendo su perfume, deseó contarle la verdad absoluta.

– No es eso lo que yo siento -dijo Snow.

– No.

Sintió que algo que llevaba mucho tiempo congelado en su interior comenzaba a derretirse.

– Entonces, sí puedes compartir conmigo lo que has pensado -le dijo.

– De acuerdo… -dijo ella-. ¿Por qué crees que dedicas tanta energía a lo que puede y no puede ser visto? ¿Por qué te interesan los radares, y cómo eludirlos?

– Tengo un don para ello -contestó-. Él me eligió a mí, no yo a él.

– Pero ¿por qué? -preguntó-. ¿Por qué tienes ese «don»?

Snow parecía confuso.

– ¿Hay algo en ti, John Snow, que no quieres que vea la gente? ¿O es que no quieres mirarte a ti mismo?

En aquel instante. Snow sintió algo que no había sentido jamás. Como si alguien hubiera conectado con su verdad, una verdad incluso más profunda que su genio, una verdad del corazón.

– Tienes la respuesta, pero no estás preparado para compartirla -dijo ella.

– Quizá -dijo Snow.

– Ni siquiera lo confirmas o lo niegas. -Bebió un sorbo de vino.

– Háblame más de ti.

– Quieres que hable yo primero. De acuerdo. ¿Qué quieres saber?

– ¿Cenas con todos tus clientes?

– Vaya. -Pasó la punta del dedo por el borde de la copa de vino-. Quieres saber si eres especial.

De nuevo, Snow sintió que una fuerza casi gravitatoria accedía a su esencia.

– Sí -dijo-. Supongo que sí.

– No estaría cenando aquí contigo por una comisión. Lo último que necesito es dinero. Tenían eso en común.

– ¿Qué necesitas?

Ella meneó la cabeza.

– Los dos tenemos un radar muy bueno, John. Y a los dos nos gusta volar por debajo de él.

– Estás casada -le dijo.

– Lo estoy. ¿Y tú?

Él asintió con la cabeza.

De repente, a Snow le pareció que se ponía triste, y le asombró hasta qué punto le conmovía aquella aparente tristeza. A menudo no sabía qué hacer cuando la gente se ponía emotiva, era incapaz de comprender qué estarían sintiendo o por qué, y aún se sentía más solo, más rehén aún de su mente de lo que ya era habitual. Pero con aquella mujer, no.

– No quiero ser invisible -le dijo.

Ella recorrió la sala con la mirada para asegurarse de que nadie los miraba, a continuación deslizó la mano por debajo de la de él.

El contacto con su mano hizo que la respiración de Snow se calmara, que su pulso se ralentizara. No sabía qué hacer o decir, así que retiró su mano despacio, la metió en el bolsillo de su traje y sacó un cheque por valor de doscientos mil dólares a nombre de la galería Newbury. Dejó el cheque junto a la copa de ella.

– Me quedo el cuadro -le dijo-. Pero no puede ser la última vez que nos veamos.

– Ya te he dicho que no estoy en venta.

La frialdad de su voz hizo que le entrara el pánico.

– No lo decía en ese sentido -dijo Snow-. En serio. Estas cosas no se me dan bien. -La miró a los ojos, y esta vez él deslizó la mano debajo de la de ella-. Lo que quería decir es que… No quiero que el cuadro me recuerde que logramos escondernos el uno del otro.

Ella lo miró a los ojos, vio que hablaba en serio y deslizó el pulgar en la palma de su mano.

* * *

Quedaron en el Four Seasons la semana siguiente, esta vez en una suite con vistas al Public Garden. Habían hablado por teléfono todos los días desde la cena, a veces dos o tres veces, deleitándose con compartir más y más detalles de sus respectivos mundos: el arte que rodeaba literalmente a Baxter en la galería Newbury, los inventos de Snow que tomaban forma en Snow-Coroway Engineering.

Ninguno podía arriesgarse a una relación pública, así que nadie se ofendió porque tuvieran que expresar sus arrumacos dentro del hotel.

El chófer de Snow, Pavel Blazek, un hombre en el que confiaba incondicionalmente, reservó la suite y la cargó a su propia tarjeta de crédito.

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