Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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Clevenger se acercó a la recepcionista de Heller, una mujer delgada de pelo oscuro de unos veinticinco años que podría haber salido tranquilamente en la portada de Vogue. Lo miró como si no acabara de situarle.

– ¿Es usted un paciente nuevo? -preguntó con acento británico. Sonó el teléfono. Siguió mirando a Clevenger mientras contestaba-: Consulta del doctor Heller.

Clevenger oyó que sonaba otro teléfono. Miró la luz parpadeante del aparato. Alguien contestó la llamada y la puso en espera.

– Puedo tomar nota de su nombre y dárselo al doctor -dijo la recepcionista-. No. No puedo precisarle cuándo podrá devolverle la llamada. -Anotó «Joshua Resnek, Independent News Group», y un número de teléfono-. No, no puedo dejarle en espera hasta que esté libre.

Clevenger conocía bien a Resnek. Era el periodista más agresivo de Boston, el que le había puesto entre la espada y la pared cuando parecía que Jonah Wrens, alias el Asesino de la Autopista, seguiría dejando cuerpos por las carreteras interestatales del país para siempre.

– Muy bien -dijo la recepcionista-. Sí. Sí, por supuesto. Me aseguraré de que recibe su mensaje. -Colgó y volvió a mirar a Clevenger-. ¿De parte de qué médico viene?

Clevenger se dio cuenta de que su cabeza rapada hacía que armonizara con los pacientes que Heller había operado. Habló casi susurrando.

– No soy un paciente. Me llamo Frank Clevenger. Soy psiquiatra y trabajo con la policía en el caso John Snow. Me preguntaba si el doctor Heller podría recibirme unos minutos.

– Dios mío. Lo siento mucho -dijo. La recepcionista extendió la mano-. Sascha Monroe.

Clevenger la estrechó y advirtió los dedos largos y finos, la muñeca delgada y la confianza evidente que había en su apretón.

– No pretendía ofenderle -dijo-. Debí reconocerlo. Lo he visto en televisión tantas veces…

– No pasa nada.

– La muerte del doctor Snow ha sido una conmoción terrible.

– ¿Lo conocía bien? -le preguntó Clevenger.

– Hablábamos mientras esperaba a que el doctor Heller lo recibiera. Yo creía que teníamos una buena relación.

– ¿Y ahora lo duda?

– Jamás habría predicho que haría algo así.

Era obvio que Sascha Monroe creía que Snow se había suicidado.

– Es difícil predecir el comportamiento humano -dijo Clevenger.

– Me considero una persona bastante intuitiva, al menos eso pensaba, pero se me escaparon todas las señales. Debía de sufrir muchísimo. Estaría muy asustado. Y no lo vi. -Parecía verdaderamente decepcionada consigo misma.

– Se nota que se preocupaba por él -dijo Clevenger-. Eso significa que él también lo notaba. A veces, es lo máximo que podemos ofrecerle a alguien que lo ve todo negro.

– Gracias -dijo-. Gracias por decir eso. -Miró a Clevenger de un modo que confirmaba que lo decía en serio-. Deje que consulte con el doctor Heller. -Se levantó y desapareció entre unas columnas que soportaban un arco en la pared de mármol rosa que había detrás de su mesa.

Clevenger la observó mientras pasaba por delante de dos secretarias que trabajaban en las oficinas interiores de Heller, para luego desaparecer tras unas puertas de caoba muy altas.

Regresó a los quince segundos.

– Lo recibirá en cuanto acabe con este paciente. Dentro de cinco o diez minutos, si puede esperar.

– Puedo esperar.

La paciente de Heller, una mujer de unos cuarenta años, salió al cabo de cinco minutos, pero pasaron veinticinco antes de que Heller llamara a Monroe para que acompañara a Clevenger a su consulta. Clevenger imaginó que o bien Heller necesitaba un tiempo para revisar el historial médico de su paciente y escribir su evolución, o bien necesitaba alimentar su ego, dejar claro que no esperaba sentado a que pasaran las visitas.

Monroe acompañó a Clevenger a la puerta de Heller, que estaba abierta.

– El doctor Clevenger está aquí -dijo. Se volvió y se marchó.

Heller se levantó de la mesa.

– J. T. Heller -dijo, acercándose a Clevenger. Medía como mínimo uno noventa, tenía una sonrisa reluciente y el pelo rubio le llegaba casi a los hombros. Sus ojos eran de un azul asombroso: oscuros, aunque luminosos, como dos zafiros. Tenía la voz grave, pero sorprendentemente dulce. Por el físico y la voz parecía un vikingo fuerte y afable con unas botas de vaquero negras de piel de cocodrilo. Llevaba el nombre bordado en letras rojas grandes en el bolsillo de la bata blanca almidonada, que le llegaba por las rodillas. La llevaba abierta, mostrando un cinturón negro de piel de cocodrilo, cuya hebilla, grande y plateada, llevaba lacado en rojo un emblema de Harvard-. Siento haberle hecho esperar. Pase, por favor.

Clevenger estrechó la mano de Heller.

– Frank Clevenger.

– Como si necesitara presentarse -dijo Heller-. Seamos sinceros: es usted más famoso de lo que yo seré nunca. -Le soltó la mano-. Menudo viajecito por todo el país le organizó el Asesino de la Autopista.

– Sí -dijo Clevenger, intentando apartar de su mente la imagen de las víctimas decapitadas por Jonah Wrens-. Fue todo un viajecito.

– Pero lo atrapó.

– Lo atrapamos, después de que matara a diecisiete personas -dijo Clevenger.

– Cuando vences el cáncer, lo vences, amigo mío -dijo Heller-. Pierdes cosas por el camino. Así es la guerra.

– Eso sería la perspectiva quirúrgica -dijo Clevenger, esbozando una sonrisa forzada.

– ¿Qué otra perspectiva podría haber? -preguntó Heller, con una gran sonrisa-. Siéntese, por favor. -Se dirigió a un par de sillones negros de ante situados delante de su larga mesa de cristal.

Clevenger se sentó en uno de los sillones. Heller ocupó el otro, en lugar de sentarse en su silla. ¿Era ésa su forma de hacer que los pacientes se sintieran cómodos?, se preguntó Clevenger. ¿O era su forma de dirigir la mirada de Clevenger detrás de Heller, a una pared cubierta de títulos académicos de la Universidad de Harvard y su Facultad de Medicina, certificados de la Asociación Médica Americana y la Junta Americana de Neurocirugía, una llave de Pi Beta Kapa, una fotografía de Heller con el Presidente, el Premio de Docencia de Harvard de 2001 y 2003, el premio de la revista Boston al mejor médico de Boston en 2003 y 2004?

– Me alegro de que estés aquí, Frank -le dijo-. ¿Puedo tutearte?

– Por supuesto.

– Y, por favor, llámame Jet.

Clevenger asintió. Miró la mesa de Heller, tan despejada que rayaba en la obsesión. Los únicos objetos que había encima eran un monitor de ordenador y un teclado negros, un cartapacio de piel negro con una hoja en blanco con el membrete en el centro y un bolígrafo plateado Cartier con un pequeño reloj en el capuchón.

– Desorden obsesivo compulsivo -dijo Heller-. Tengo todos los síntomas.

– Puedo ayudarte -bromeó Clevenger.

Heller negó con la cabeza.

– Disfruto con mi patología. Es… ¿Cómo decís vosotros? Egosintónico. Me gusta que mis márgenes estén limpios.

Heller se refería a extirpar por completo un tumor, eliminando todas las células cancerígenas.

– Entonces, no se me ocurriría nunca privarte de tus síntomas. Es obvio que tus pacientes se benefician de ellos.

– Quizá. -De repente. Heller parecía agobiado-. No sé exactamente por qué has venido, Frank, pero me alegro de que lo hayas hecho. Necesito que alguien me ayude a comprender lo que le pasó a John Snow. -Parecía medio triste, medio enfadado-. No me importa confesártelo, me está costando sobrellevarlo.

– Cuéntame.

– No es la primera vez que se me muere un paciente, entiéndeme. ¿Has visto a la mujer que acaba de salir?

– Sí.

– Tiene cuarenta y un años. Tres hijos pequeños. Le doy cinco, seis semanas de vida. Siete, como mucho.

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