– Siento oírlo. ¿Cuál es el diagnóstico?
– Glioblastoma. -Torció un poco el gesto, como si mencionar al enemigo bastara para despertar su furia-. Hace diez días, tuvo una experiencia curiosa. No recordó el nombre de su labrador negro. A los quince, veinte segundos se acordó. Pero le pareció extraño. Empezó a preocuparse. Su madre tuvo principios de Alzheimer antes de cumplir los cincuenta. Así que fue a ver a su médico, Karen Grant, del Brigham. Karen le hizo una IRM. Bang. Tejido maligno que le había invadido el cuarenta por ciento de la corteza cerebral. Imposible de operar. No puedo hacer absolutamente nada por ella.
– Tiene que ser duro.
– Para ella lo es -dijo Heller.
– Quería decir para ti -dijo Clevenger.
– No, para mí no lo es. Verás, es ahí adonde quiero llegar. Cuando aún no he operado, no arriesgo mi corazón. No soy masoquista. Pero con John… -Se inclinó un poco hacia delante, levantó las manos como un cura bendiciendo a un feligrés-. Podría haber cambiado la vida de John Snow. Por eso me enfrenté a muerte con el Comité de Ética. Arriesgué mi carrera por él. -Sus ojos azules brillaban con intensidad-. Hoy podría haber obrado un milagro.
Ahí estaba la arrogancia por la que Heller era famoso.
– Podría haber puesto fin a sus ataques -dijo Clevenger para poner a prueba con qué facilidad podía regresar Heller a la tierra.
De repente, pareció que Heller se daba cuenta de que tenía las manos levantadas.
– De entrada -dijo, descansándolas de nuevo sobre los muslos-, la epilepsia de John estaba claramente conectada a su genio creativo. Cuando utilizaba su mente con mayor intensidad, cuando inventaba, el riesgo de sufrir un ataque aumentaba. No sé por qué, pero así era. Sin los ataques, podría haber hecho cosas con su mente que antes, literalmente, le habrían provocado un cortocircuito. Parecía eufórico ante la perspectiva. Y va y hace esto -De repente, los músculos de su mandíbula comenzaron a agitarse-. No lo entiendo.
– ¿Qué clase de persona era? -preguntó Clevenger.
Heller pensó en ello unos segundos.
– Ambicioso. -Sonrió-. Teníamos eso en común.
Clevenger se rió. Heller podía ser arrogante, pero era obvio que lo sabía, y eso lo hacía al instante más simpático.
– Era un hombre apasionado -siguió Heller-. Por su trabajo, por todo en la vida. Odiaba el hecho de que su cerebro estuviera «roto», fuera «defectuoso»; son palabra suyas, no mías. Así que dímelo tú: ¿por qué querría abandonar?
Clevenger no vio motivo alguno para ocultarle a Heller todos los aspectos de la investigación sobre la muerte de Snow.
– ¿Por qué das por sentado que abandonó? -le preguntó.
Heller se encogió de hombros.
– No te gusta la palabra. De acuerdo. Eres psiquiatra. Lo respeto. Sé que a veces la gente se quita la vida porque está deprimida. Porque pierde el trabajo, se arruina. Porque su matrimonio se rompe. Quizá algunas personas sufrieran abusos o fueran abandonadas de niños. Y sé que John tenía sus problemas. Todo su mundo se estaba viniendo abajo. -De repente parecía esforzarse por controlar su ira-. Así que quizá puedas ayudarme a comprender por qué me ha dejado tirado después de que yo…
– Lo que te preguntaba -le interrumpió Clevenger- era por qué das por sentado que se ha suicidado.
Heller pareció sorprendido.
– En contraposición a…
– A que lo hayan asesinado.
Heller se irguió, como si una ráfaga de viento le hubiera empujado contra la silla.
– Se ha pegado un tiro con su propia arma.
– Un disparo realizado con su propia arma lo ha matado -dijo Clevenger-. Pero es posible que esta madrugada hubiera alguien más con él en ese callejón.
– Alguien más -dijo Heller, confuso-. Ni siquiera se me había ocurrido… La policía ha sido muy clara conmigo esta mañana. También los auxiliares de urgencias. Han dicho que era un suicidio. Un tal detective Coady.
– Podría ser -dijo Clevenger-. Y si realmente Snow se ha suicidado, intentaré averiguar por qué.
Heller se levantó y se dirigió a la pared de ventanas de detrás de su mesa, cruzó los brazos y miró los edificios de Boston que se recortaban en el horizonte. Pasaron varios segundos en silencio. Meneó la cabeza con incredulidad.
– No estarías aquí si la policía estuviera segura de que se ha suicidado -dijo-. Me estás diciendo que existe una posibilidad real de que a mi paciente lo hayan asesinado. Puede que sí tuviera intención de seguir conmigo hasta el final.
Parecía que Heller se tomaba la causa de la muerte de Snow como un veredicto sobre si éste lo había abandonado o no.
– Aún no puedo decirlo -dijo Clevenger-. Tengo que averiguar mucho más sobre quién era, y si alguien podía desear su muerte.
– Y tendrás que ser meticuloso. Querrás disponer de toda la información posible sobre él.
– También a mí me gusta que mis márgenes estén limpios -dijo Clevenger.
– Entonces hay algo que has de saber. -Se volvió y lo miró-. Hoy John habría arriesgado mucho más que su habla o su vista en el quirófano.
– ¿Qué quieres decir?
Heller no parecía estar seguro de cuánto quería revelar.
– ¿Había un riesgo importante de muerte? -preguntó Clevenger.
– Por decirlo de algún modo -dijo Heller. Regresó a su sillón y se sentó-. Si te lo cuento, tiene que quedar entre tú y yo. Es información privilegiada entre médico y paciente. Supongo que eres como el psiquiatra de John, post mortem. Es una consulta informal. De médico a médico.
– De acuerdo -dijo Clevenger-. De médico a médico.
Heller se inclinó hacia delante, plantando los codos en los muslos.
– Las áreas del cerebro implicadas en los ataques de John-dijo- incluían el hipocampo, la circunvolución cingulada y la amígdala. Resulta que son zonas estrechamente relacionadas con el reconocimiento facial y los componentes emocionales de la memoria, al menos si te crees los estudios con animales realizados por la UCLA y la Universidad de Minnesota. Son trabajos preliminares, pero cada vez parece más que son como bancos de datos donde registramos a quién conocemos y qué sentimos por ellos. Creo que los primeros descubrimientos saldrán publicados en Neurosciences dentro de dos o tres meses.
– ¿Estás diciendo que John Snow podría haber sufrido amnesia?
– Una forma muy grave y concreta -dijo Heller-. Su memoria para los datos no habría quedado afectada. Su intelecto habría sobrevivido. Su imaginación habría florecido sin problema. Pero se habría quedado solo. Es muy probable que la intervención hubiera hecho que le resultara desconocida cualquier persona con la que tuviera una conexión emocional: su mujer, sus hijos, todo el mundo.
Ahora fue Clevenger el que se inclinó.
– Así que podría seguir siendo inventor, pero no recordaría a las personas cercanas. Una especie de amnesia interpersonal.
– Exacto -dijo Heller.
– Y aun así, ¿estaba dispuesto a someterse a la operación?
– Eso creía yo, hasta esta mañana. Estaba pasando… un momento complicado. Él y su socio, Coroway, se llevaban como el perro y el gato porque Coroway quería que sacaran a bolsa la empresa. John estaba totalmente en contra. No quería que nadie le controlara, y menos gente preocupada sólo por los beneficios. Y su matrimonio estaba en crisis. -Hizo una pausa, al parecer volvía a tener dudas sobre cuánta información revelar.
– Necesito saber -dijo Clevenger.
Heller lo miró a los ojos.
– Tenía una amante. Creo que veía la intervención como una oportunidad de renacer, una oportunidad de escapar.
– De escapar… -dijo Clevenger.
– De todos los cabos sueltos de su vida. Del desorden. De todo lo que estaba roto. Había hecho preparativos; un testamento vital, por llamarlo de algún modo. Quería dar a sus hijos la parte de la herencia que les correspondía, arreglar los temas económicos con su mujer, avanzar limpiamente.
Читать дальше