Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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Después, Snow escogió cuidadosamente a su neurocirujano: J. T. Jet Heller, jefe del departamento de neurocirugía del Hospital General de Massachusetts. Con sólo treinta y nueve años. Heller, brillante y desenvuelto, se había dado a conocer al separar con éxito a unos siameses unidos por la cabeza. También se había hecho famoso por la criocirugía elegante, apenas sin sangre, que extirpaba glioblastomas cerebrales sin dañar tejidos sanos.

Heller era un inconformista dispuesto a aventurarse por un paciente e intentar lo imposible, aunque ello significara chocar con el establishment del Mass General, incluido el Comité de Ética Médica. Lo había hecho por Snow, al convocar una rueda de prensa para protestar contra la decisión inicial del Comité de Ética Médica de impedir la operación de Snow basándose en que era demasiado agresiva y podía tener efectos secundarios imprevisibles, incluido el posible daño a la vista, la memoria y el habla de Snow. Heller argumentó que Snow tenía derecho a decidir si estaba dispuesto a correr el riesgo que conllevaba eliminar su enfermedad. Amenazó con dimitir del cargo si al final el Comité se negaba a darle el permiso para seguir adelante.

Presentadores de tertulias radiofónicas de Boston, como el legendario Matty Siegel de la Kiss 108, siguieron la causa de Snow. Las cartas inundaron el hospital. Profesionales de la ética médica de renombre nacional se pusieron de su lado. Y, en un cambio total de parecer poco común, el Comité de Ética se reunió y dio luz verde a la intervención.

Ahora Snow estaba muerto; una bala le había atravesado el corazón cuando quedaba menos de una hora para que entrara en quirófano. Quizá, pensó Clevenger, la entrega de Heller por conseguir que Snow tuviera su operación había dejado atrás el deseo de éste de someterse a ella. Quizá Snow se dejó arrastrar por la campaña para revocar el fallo del Comité de Ética y no supo cómo decirle a Heller que había cambiado de opinión. Pudo llegar al hospital abatido, al tener que escoger entre renunciar a la operación y seguir sufriendo ataques debilitadores, o afrontarla y correr el riesgo de quedar ciego o mudo. Quizá no pudo vivir con ninguna de las dos decisiones.

Clevenger aparcó el coche y entró en el depósito de cadáveres. La recepcionista le dijo que encontraría a Jeremiah Wolfe, el forense, en la «cámara frigorífica» donde se realizaban las autopsias. El detective Coady estaba con él.

Clevenger recorrió el pasillo de hormigón, cruzó una puerta giratoria y entró en el frío ambiente. Por un altavoz minúsculo sonaba jazz. Wolfe y Coady estaban cada uno a un lado de una mesa de acero inoxidable donde un cuerpo yacía debajo de una sábana.

– Doctor Clevenger -dijo Wolfe-. Bienvenido.

Wolfe tenía casi setenta años; era un hombre delgadísimo con gafas redondas y de pelo indisciplinado y artificialmente oscuro. Había enseñado a Clevenger más cadáveres de los que ninguno de los dos quería recordar.

– Parece que nunca encontramos una ocasión agradable para vernos -dijo Clevenger, acercándose.

– Gajes del oficio. El detective Coady -dijo Wolfe, señalando con la cabeza a un hombre corpulento que estaba al otro lado de la mesa; un tipo de unos cuarenta y cinco años, pelirrojo y de tez rubicunda, que llevaba un traje azul oscuro. Mediría uno setenta y era ancho de espaldas.

– Gracias por venir, doctor -dijo Coady.

Clevenger estrechó la mano rolliza de Coady. Luego miró el rostro sin vida de Snow; toda la energía que había animado su mente ingeniosa y su cuerpo atlético se había marchado quién sabe adónde. Parecía veinte años mayor que el hombre algo descuidado, pero sorprendentemente guapo, que Clevenger había visto por televisión unos días antes. Tenía los ojos aparentemente clavados en algo muy lejano, faltos de la inteligencia evidente que habían desprendido; la piel, ya gris como el pergamino seco; la cabeza de pelo plateado, salpicada de sangre.

– Tiene incluso peor aspecto de lo que es habitual -dijo Clevenger.

– Es por culpa de la Glock -dijo Coady. Señaló con la cabeza una bala ensangrentada del nueve que había en una bandeja de acero inoxidable junto a la mesa.

– Perdió casi el setenta por ciento del volumen sanguíneo -dijo Wolfe.

Quizá eso explicaba lo vacío que parecía Snow. Pero Clevenger tuvo la sensación de que faltaba algo más. No había nada en su expresión que transmitiera que descansaba en paz. Al principio, Clevenger desechó la observación y se dijo que estaba sacando más conclusiones de las que debería de los labios apretados, la mandíbula rígida y los ojos escrutadores de Snow, que seguramente sólo estaba viendo el comienzo del rigor mortis. Pero la sensación que notaba en el estómago no desapareció. Porque a pesar de que era médico, a pesar de que había estudiado física, epidemiología y bioquímica mucho antes que psiquiatría, el científico que llevaba dentro no había asfixiado al poeta. Y no podía negar que tenía el convencimiento de que aún quedaba trabajo por hacer antes de que John Snow pudiera descansar realmente en paz. Quizá ésa era la sensación que North Anderson había tenido en la oficina: que la historia de Snow aún estaba inacabada.

– ¿Os parece bien esta música, o queréis que ponga otra cosa? -preguntó Wolfe.

Clevenger y Coady se miraron. Coady se encogió de hombros.

– Creo que nos parece bien -dijo Clevenger.

– Tomad nota -dijo Wolfe-. En urgencias hicieron un esfuerzo hercúleo para salvar al doctor Snow. -Los miró para comprobar que habían asimilado la advertencia. Entonces retiró la sábana.

– Dios santo -dijo Coady

Un agujero del tamaño de un puño, del puño de Jet Heller, perforaba el pecho de Snow. El ventrículo izquierdo de su corazón, hinchado y azul oscuro por el bombeo manual de Heller, sobresalía por la herida abierta. La anatomía estaba tan deformada, y la piel tan negra por los moretones, que casi no había rastro de la patología asociada a la causa de la muerte de Snow: un agujero de bala por encima de la primera costilla.

– Los médicos intentaron salvarle realizando una incisión en la pared torácica y bombeando su corazón manualmente -dijo Wolfe-. Como podéis ver, estiraron los tejidos y éstos se desgarraron. Tengo claro el punto de entrada de la bala, justo por encima de la primera costilla. -Utilizó un puntero metálico para señalar el lugar-. Estoy seguro de que atravesó el ventrículo derecho del corazón y se alojó en la tercera vértebra torácica. Pero para hacer una conjetura con cierta base acerca de que la herida fuera autoinfligida, necesitaría saber el ángulo exacto de la trayectoria de la bala. Eso me indicaría si otra persona empuñó la pistola en paralelo al suelo, o si el doctor Snow, apuntando el cañón hacia arriba, se disparó a sí mismo.

– ¿Por qué no puedes establecerlo? -preguntó Coady-. El ángulo.

– Porque la postura de la víctima también es una variable. Y no la sé. El doctor Snow podía estar de pie en posición erguida o inclinado hacia la izquierda, o hacia la derecha. Podía estar de rodillas, suplicando por su vida. Sin saber en qué posición se encontraba cuando recibió el disparo, no puedo hacer una extrapolación a partir de sus heridas y determinar una trayectoria clara de la bala.

Coady negó con la cabeza.

– Te olvidas de Chuck Stuart. Entonces dijiste que estabas seguro al 99,9 por ciento de que se había disparado él mismo. ¿Por qué ahora es distinto?

Coady se refería al famoso caso de Charles Stuart. En 1989, Stuart había asesinado a su esposa Carol, que estaba embarazada, y se había pegado un tiro en el abdomen antes de aparcar su coche en un peligroso barrio de Boston. Después declaró que un hombre negro los había asaltado de camino al hospital cuando iban a una clase de preparación al parto y que luego abrió fuego contra ellos.

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