Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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Al final, Heller sacó la mano con el guante ensangrentado del pecho de Snow. Y al hacerlo, Snow comenzó a agarrotarse, todo su cuerpo tembló como un pez fuera del agua, le castañetearon los dientes, los ojos se le pusieron en blanco. El ataque duró sólo medio minuto. Entonces, Snow se quedó absolutamente quieto, la mirada vacía fija en el techo.

Heller se apartó de la camilla. Estaba empapado en sudor y sangre. Miró a Snow y meneó la cabeza, como aturdido.

– Cobarde -dijo-. Eres… -Miró a los demás-. Se acabó. -Echó un vistazo al reloj de la pared-. Hora de la muerte, 5:17.

Capítulo 2

8:35 h

Grace Baxter, propietaria de una elegante galería de arte en Newbury Street, esposa de George Reese, fundador y presidente del Beacon Street Bank & Trust, se abrazó para dejar de temblar. Su internista llevaba un año tratándola con Zoloft y Ambien y un poco de Klonopin, pero ésta era su primera hora de psicoterapia y, muy posiblemente, la primera vez que alguien la escuchaba, que la escuchaba de verdad, durante casi una hora.

– Siento derrumbarme así -susurró-. Pero los medicamentos no me hacen efecto. No quiero levantarme por la mañana. No quiero ir a trabajar. No quiero irme a la cama con mi marido por la noche. No quiero esta vida.

El doctor Frank Clevenger, de cuarenta y ocho años de edad, miró por la ventana de su consulta situada frente al muelle de Chelsea la hilera de coches que cruzaba la estructura de acero del puente Tobin y se adentraba en Boston. Se preguntó cuántas personas de las que iban en esos coches realmente querrían ir a donde iban. ¿Cuántas de ellas tenían el lujo de acabar en algún lugar donde expresar algo auténtico sobre sí mismas o, como mínimo, algo que no les hiciera sentir que eran un fraude, que llevaban un disfraz? ¿Cuántas volverían a casas en las que deseaban vivir?

– ¿Está pensando en hacerse daño, Grace? -le preguntó con delicadeza, inspeccionándola.

– Sólo quiero no sentir más dolor. -Se balanceó en la silla-. Y no quiero hacer daño a nadie nunca más.

Los sentimientos de culpa irracionales eran una de las marcas de una depresión grave. Algunos pacientes incluso llegaban a creer que eran responsables del Holocausto o de todo el sufrimiento del mundo.

– ¿Hacer daño en qué sentido? -le preguntó Clevenger.

Grace bajó la vista.

– Soy mala persona. Una persona horrible de verdad.

Clevenger vio que las lágrimas comenzaban a resbalar por sus mejillas. Tenía treinta y ocho años y aún era bellísima, pero su pelo caoba ondulado, los ojos verde esmeralda y la nariz y los pómulos perfectos indicaban que su belleza había sido de otro mundo a los veintiséis, cuando se casó con George Reese, catorce años mayor que ella y ya entonces extraordinariamente rico. Sólo ahora, cuando su aspecto físico comenzaba a decaer, se enfrentaba al hecho de que no amaba a su marido ni su trabajo ni su estilo de vida: ni los coches caros ni el jet privado ni la mansión de Beacon Hill o las casas de vacaciones en Nantucket y Aspen. Comenzaba a sospechar que la belleza y el dinero la habían alejado mucho de su yo verdadero y que no sabía cómo recuperarlo o si quedaría siquiera algo de ella si alguna vez lo recuperaba.

– A veces es inevitable hacer daño a otras personas, Grace -dijo Clevenger-. Si se está decidido a ser una persona completa.

Baxter juntó las manos sobre su regazo.

– Cuando me casé con él, me dejó mantener mi apellido. Se suponía que era el símbolo de que ninguno era dueño del otro. -Sus dedos tiraron de las tres pulseras de diamantes que llevaba en una muñeca. Con el pulgar, frotó la esfera del Rolex de oro y diamantes que llevaba en la otra-. Odio estas cosas -dijo-. Me las regaló George. Regalos de aniversario. Bien podrían ser esposas.

Ese comentario hizo que Clevenger se preguntara hasta qué punto los pensamientos de Grace eran realmente oscuros. Quizá utilizaba una metáfora elegante para describir cómo era la vida en una jaula de oro, pero el hecho de que hubiera mencionado hacer daño a alguien y llevar esposas en el mismo minuto le preocupó. Quizá de verdad tuviera en mente algo destructivo.

Desde que, hacía un año, Clevenger había resuelto el caso del Asesino de la Autopista, atrapando al asesino en serie Jonah Wrens antes de que pudiera deshacerse de otro cuerpo decapitado en algún tramo de asfalto solitario, la distancia entre su trabajo forense y su práctica de psicoterapeuta se había reducido. A su puerta no llamaban muchos depresivos y neuróticos normales y corrientes. La mayoría de personas que recurrían a él para que los curara luchaban contra el impulso de hacer daño a los demás.

Grace no sería la primera mujer que, al sentirse aprisionada por su matrimonio, estuviera dispuesta a cambiarlo por la celda de una cárcel.

– ¿Fantasea con la idea de hacer daño a alguien? -le preguntó.

Grace miró de reojo al suelo; era evidente que imaginaba algo. Fuera lo que fuera, hizo que se sonrojara.

– No -contestó. Alzó la vista y alisó las arrugas imaginarias de su falda-. Sólo quería decir que quiero ser mejor persona. Quiero aprender a valorar lo que tengo.

Aquello sonaba a evasiva. La gente se sonroja cuando se destapa una de sus verdades básicas. Algo con raíces en el alma. El nombre de un amante. Una preferencia sexual. Incluso un objetivo personal muy firme. Y cada vez parecía más evidente que el impulso de hacer daño a alguien formaba parte de la esencia de Grace. Ese hecho, más que la explicación preparada de que había visto a Clevenger hablar del Asesino de la Autopista en televisión y que le gustaba cómo le quedaban los vaqueros, el jersey de cuello alto y el pelo rapado, explicaría por qué había elegido hacer terapia con un psiquiatra forense que poseía la habilidad de meterse en la cabeza de los asesinos.

– Puede contármelo -la instó Clevenger.

– Tengo que irme -dijo Grace, secándose los ojos-. Se lo juro: no supongo un peligro para nadie, ni para mí misma. Nunca he tenido esos pensamientos.

Eso era lo que los psiquiatras llaman un «contrato no suicida», las palabras que un paciente potencialmente peligroso tiene que pronunciar para evitar que lo internen contra su voluntad, que lo encierren en una unidad psiquiátrica. Clevenger se preguntó si Grace conocería la profesión psiquiátrica un poco mejor de lo que parecía.

– Tengo que preguntárselo directamente: ¿tiene alguna intención de hacer daño a su marido?

– ¿Que si tengo…? Eso es ridículo. -Se quedó mirándolo, sin pestañear.

Él le sostuvo la mirada.

– Está bien.

Grace se levantó y bajó los dedos por la hilera de botones dorados de su chaqueta negra de Chanel.

– Le llamaré para pedir hora para dentro de unos días, si tiene un hueco.

Clevenger permaneció sentado. Quería dejar claro que la decisión de no profundizar la había tomado Grace, y sólo ella. Tendría que dar la espalda al terapeuta. A la verdad.

– Aún nos quedan diez minutos -le dijo.

Grace se quedó quieta unos segundos, incómoda, como si el silencio de Clevenger pudiera persuadirla para que se sentara de nuevo. Pero entonces se dio la vuelta con brusquedad y se marchó.

Clevenger observó por la ventana cómo se dirigía con brío hacia su coche, un BMW sedán azul, grande, con los cristales tintados. Hurgó en el bolso, lo agitó con violencia, volvió a buscar. Se echó a llorar. Por fin sacó las llaves, abrió la puerta del coche, desapareció en su interior y cerró de un portazo.

– ¿Vas a devolverle el dinero? -preguntó North Anderson desde la puerta de la consulta de Clevenger.

Clevenger se volvió hacia él.

– Estaba peor al salir que al entrar.

Anderson era compañero de Clevenger en el Instituto Forense de Boston desde hacía dos años. Era un ex policía de Baltimore que se había hecho detective privado, un hombre negro de cuarenta y cuatro años que parecía diez años más joven, seguramente porque era adicto al levantamiento de pesas, tres horas todos los días. No quedaba ni un solo gramo de grasa en su cuerpo. Las únicas pistas de que había tenido una vida dura eran una cicatriz irregular encima del ojo derecho y la ligera cojera de su pierna izquierda, la primera causada por el cuchillo de un sospechoso y la segunda por la 0,45 de otro. Los dos habían acabado boca abajo contra el suelo. El del cuchillo fue a la cárcel. El de la pistola, al depósito de cadáveres.

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