– Tengo que pedirte una vez más…
Ella sonrió.
– No tienes que pedírmelo.
– Es sobre el caso -dijo él, apoyándose en un codo.
– Bien. ¿Qué?
– Esas patentes.
Ella lo miró y de sus ojos fue desapareciendo poco a poco el cariño, invadidos por una mezcla terrible de dolor, ira y de fría resignación a la realidad de lo que hacían para ganarse la vida, a que no se habían conocido primero como amantes, a que quizá nunca fueran sólo amantes.
– ¿Qué pasa con las patentes? -preguntó.
Clevenger dudó si seguir hablando porque le pareció que salía a trompicones de un papel y se metía en otro, pero la fuerza de lo que necesitaba saber actuaba en la dirección contraria.
– Si Snow-Coroway presentó patentes para el Vortek, me gustaría estar seguro de que Collin Coroway y George Reese tenían todo lo que necesitaban de John Snow. Tenían el invento necesario para que la empresa saliera a bolsa, lo cual habría convertido a Snow en alguien prescindible.
– No puedo obtener esa información.
No podía dejarlo correr, no podía hacer oídos sordos a su profesión, a su vocación, ni siquiera por ella, a pesar del poco tiempo que había tardado en amarla desde el momento en que la vio.
– No quiero sacar a tu padre otra vez, pero como ex senador y como antiguo miembro del Subcomité de Inteligencia, aún tiene que tener contactos… -Se dio cuenta de que había ido demasiado lejos-. No pretendo insinuar de ningún modo que esto sea una especie de elección entre…
– Entonces, ¿por qué sientes la necesidad de negarlo? -Whitney se levantó y empezó a recoger su ropa-. Yo también soy psiquiatra, Frank.
Clevenger se levantó.
– Lo que quería decir…
– Sé lo que quieres.
– Mira -dijo con un suspiro-, me he equivocado sacando el tema.
– No te puedes controlar. El trabajo es tu escudo. Te sirve para esquivar todo lo demás. Siempre ha sido igual. Y siempre lo será.
– ¿Como por ejemplo…?
– Una relación de verdad, para empezar. -Whitney se puso los pantalones-. En primer lugar, ¿ni siquiera te das cuenta de por qué aceptaste este caso, Frank? ¿Es que no ves un poquito de John Snow cuando te miras al espejo? ¿El hecho de ser adicto a resolver rompecabezas, de mantener a todo el mundo a cierta distancia, de evitar intimar de verdad? ¿No te suena?
Lo único que podía hacer era escuchar.
Whitney se subió la cremallera y se puso la camiseta.
– Una cosa sobre mi padre -dijo mientras se abrochaba los botones-. Nunca me ha utilizado.
Clevenger meneó la cabeza mientras pensaba que había sido poco delicado y que Whitney le había interpretado mal, todo a la vez.
– Whitney no he hecho el amor contigo para conseguir algo -dijo.
– Pues es lo que parece.
Se calzó y cogió la chaqueta del respaldo de la silla del escritorio.
– Whitney, espera.
– ¿Para qué? -gritó.
Clevenger se dirigió a las ventanas y miró afuera. La vio cruzar la calle y desaparecer en el Public Garden mientras las ramas heladas de los árboles se mecían con el viento suave.
* * *
Cuando Clevenger cruzó la puerta del Instituto Forense de Boston, Kim Moffett levantó un montoncito de mensajes.
– John Haggerty te ha llamado tres veces para hablar de ese caso nuevo -dijo-. Lindsey Snow ha llamado dos veces y el FBI, cuatro, pero porque yo los estoy acosando por lo de mi ordenador.
– ¿Has llamado al FBI?
– Al laboratorio de pruebas de Quantico.
– Kim…
– Tienen que devolverlo. Tengo mis cosas en él.
– Estos temas requieren tiempo. Podrían quedárselo un año, incluso más.
– ¿Y qué pasa con mis derechos? ¿Qué pasa con la vida privada de una persona? ¿Se ha ido todo eso a la mierda después del 11-S?
Moffett no iba a rendirse.
– Haré todo lo que pueda.
– Gracias -dijo con una sonrisa-. North me ha pedido que te diga que viene hacia aquí. Te ha llamado al móvil dos veces.
Frank Clevenger asintió con la cabeza y se dirigió a su consulta.
– Otra cosa -dijo Moffett.
Clevenger se giró.
– Tienes una mancha de pintalabios en la chaqueta.
Bajó la vista y vio una manchita imperceptible del pintalabios rosa claro de Whitney en la chaqueta de cuero negro.
– ¿Por qué piensas que es pintalabios?
Moffett se giró y se puso a trabajar con el procesador de textos. Clevenger entró en la consulta, se quitó la chaqueta y se limpió la mancha. La lanzó a una silla, se sentó a la mesa y llamó al móvil de Lindsey Snow, que contestó.
– Soy el doctor Clevenger.
– ¿Puedo ir a verte? Es para hablar de mi padre, para hablar de su asesinato.
«Asesinato.» Eso era nuevo. La teoría de Lindsey había sido que ella había empujado a su padre al suicidio. ¿Ahora creía que lo habían asesinado?
– ¿Cuándo puedes estar aquí? -le preguntó Clevenger.
– En menos de una hora.
– Perfecto.
Quiso devolverle las llamadas a John Haggerty pero le saltó el contestador automático. «No aceptaré ningún caso hasta que se resuelva el de Snow -dijo-. Ya te llamaré cuando eso ocurra.»
Puso los pies encima de la mesa, se echó atrás en la silla y cerró los ojos. Se imaginó a Whitney McCormick desapareciendo en el Public Garden. Pensó que quizá la hubiese perdido para siempre al mezclar trabajo con placer. Entonces abrió los ojos de repente. Tenía la respuesta a una de las preguntas que había estado haciéndose: ¿por qué iba John Snow a someterse a la operación y dejar su vida si había encontrado al amor de su vida?
La respuesta era sencilla, tan sencilla que le había resultado difícil dar con ella, hasta que representó el drama con McCormick. Tanto Snow como Baxter se habían traicionado de alguna forma. Su amor ya no era aquello tan perfecto que había sido. Algo había ido muy mal.
– Hola, desaparecido -dijo Anderson desde la puerta.
Clevenger bajó los pies de la mesa y se giró hacia él.
– ¿Qué hay?
– Hoy a última hora estaré leyendo los extractos de las cuentas personales, bancarias y de corretaje de George Reese. Vania está progresando.
– ¿Sigue trabajando fuera de casa? Estoy preocupado por él.
Anderson negó con la cabeza.
– Está en mi casa. Allí nadie puede encontrarlo, a no ser que descubran las tazas de café que se amontonan en la basura. Le preparo cada dos horas. Grande, con leche…
– Cuatro azucarillos.
– Tiene enseñado a todo el mundo.
– ¿Ha pasado algo más?
– En el Mass General no he encontrado a nadie que pudiera situar a Heller en el hospital cuando asesinaron a Snow. Todavía no, de todas formas. No es que eso demuestre nada…
– No.
– ¿Qué tal está Billy, por cierto?
Clevenger miró la hora. Las dos y cuarto. Billy aún estaba, o debería estar, en el instituto.
– Ahora mismo está resolviendo un par de problemas -dijo, y lo dejó ahí.
– ¿Puedo hacer algo?
– No estoy seguro de lo que puede hacer nadie, incluyéndome a mí; pero si te necesito, te lo diré.
– Bueno, está bien.
– Lindsey Snow está de camino.
– Esto sigue.
* * *
Lindsey se sentó en la silla en la que se había sentado la última vez que había ido a la consulta de Clevenger. Llevaba una falda corta de color verde lima y un jersey de cuello alto de canalé color hueso. Cuando cruzó las piernas, Clevenger pudo ver que llevaba unas bragas diminutas de satén negro.
– Si te cuento algo -dijo-, tienes que prometerme que nunca dirás que te lo he dicho yo.
– Sé guardar un secreto -dijo Clevenger mientras la miraba deliberadamente a los ojos.
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