Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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Heller miró las ventanas cerradas con las persianas bajadas.

– No sé. -Se volvió y miró a Clevenger-. ¿Qué deja un hombre cuando muere?

– Lo que ha hecho en vida. Lo que ha dejado atrás.

– Su legado -dijo Heller-. John Snow sólo ha dejado eso. Su trabajo, por ejemplo. Y la respuesta a una pregunta: «¿Era o no era un cobarde? ¿Me falló, o no me falló?».

– ¿Y cuál es el diagnóstico, de momento? -preguntó Clevenger, atento a lo lejos que tenía Heller la mano de la pistola.

– No era un rajado. Estaba dispuesto a llegar hasta el final.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque llevaba su idea más preciada en la bolsa de viaje negra que encontraron junto a su cadáver. Un hombre que se dispone a abandonar el mundo no se lleva el trabajo consigo.

– No sé si lo entiendo.

– Mira.

Heller se levantó, cogió la pistola y se hizo a un lado. A Clevenger no le gustó la idea de sentarse dando la espalda a Heller. No si tenía el arma en la mano.

– Otra vez con el arma -dijo. Heller la dejó encima de la mesa, pero se quedó a una distancia desde la cual la tenía al alcance.

– Ni siquiera sé por qué la cogí de la caja fuerte. No la soporto. No sé por qué la compré, para empezar. -Alguna idea tendrás.

– Quizá para comprobar que nunca la usaré. Algo así como un alcohólico que guarda una botella de whisky en la repisa de la chimenea durante diez años para comprobar que puede resistirse, que no sólo está sobrio, sino más que sobrio.

– A lo mejor tú también deberías probarlo. Parece que lleves todo el día bebiendo.

– No dejes que tu enfermedad te ciegue, Frank. No soy alcohólico. Es sólo que sufro. Me hace el efecto de la anestesia. Dos, tres, cuatro días y me pondré bien. Luego no beberé más.

– Ya te lo preguntaré el día número cuatro -dijo Clevenger mientras se dirigía a la mesa. Se sentó en la silla de Heller y se inclinó para mirar el monitor. La pantalla estaba llena de líneas de números, letras y símbolos matemáticos-. ¿Qué estoy mirando? -preguntó.

– A Grace Baxter.

Clevenger alzó la vista y miró a Heller, que sonrió de forma misteriosa.

– No hables en clave -dijo-. Yo también estoy cansado, por el amor de dios.

Heller le masajeó los hombros.

– Ya lo sé, colega. -Señaló la pantalla con la cabeza-. He ideado una simulación informática para analizar el último dibujo que hizo Snow de Grace en su diario, el que hizo con un collage de números y símbolos matemáticos. Me ha ayudado un poco un amigo del Instituto Tecnológico de California. Dale a F1 mientras mantienes pulsadas las teclas control y suprimir.

Clevenger hizo lo que Heller le pedía. Mientras se echaba atrás en la silla, las líneas de la clave de la pantalla empezaron a moverse. Los números, las letras y otros símbolos se unían y alejaban entre sí y, de forma gradual, iban reorganizándose en una versión luminosa del retrato que Snow había dibujado de Grace.

– La tenía metida en la mente hasta lo más profundo -dijo Heller-. Estirada como un gato sobre los hemisferios derecho e izquierdo de su cerebro. Pulsa F2, control, suprimir.

Clevenger hizo lo que Heller le dijo. El retrato empezó a desmontarse y se convirtió de nuevo en las líneas de la clave que Clevenger había visto ya.

– El retrato contiene la respuesta al resto de cosas -dijo Heller mientras señalaba las páginas pegadas a las paredes-. ¿Cómo creas un objeto volador que sea puro impulso hacia delante e invisible a los radares?

Clevenger siguió mirando el monitor y se dio cuenta de que Snow había acabado el trabajo sobre el invento que durante tanto tiempo le había sido esquivo. Acercó de nuevo las manos al teclado, pulsó F1, control, suprimir. Mientras miraba, los números, las letras y los símbolos volvieron a moverse hacia su sitio y recrearon el retrato de Grace Baxter.

La pasión de Snow por Grace y su espíritu creativo se habían fusionado, y el resultado había sido lo que Collin Coroway y George Reese querían de él: el Vortek.

– En realidad, ¿a qué has venido? -preguntó Heller.

Clevenger lo miró.

– Has dicho que estabas preocupado por mí. Era mentira. ¿Cuál es el verdadero motivo?

– ¿Dónde conseguiste los CD y el diario? -le preguntó Clevenger. Heller tardó unos segundos en responder.

– Conozco a gente de la policía -respondió Heller.

Era una mentira admirable, desde un determinado punto de vista. Heller no estaba delatando a Billy. ¿Era porque se preocupaba por él, o porque creía que podía seguir utilizándolo?

– No vuelvas a ponerte en contacto con mi hijo. ¿Entendido?

– Quieres mantenerlo alejado de lo que haces. ¿Qué hay de malo en que se acerque? Te quiere.

– No es asunto tuyo. No te acerques a él.

– Billy necesita algo para tener la mente y el corazón ocupados. En su interior hay oscuridad. Lo veo. Porque lo veo en mí.

– Mantente alejado, o…

– ¿O me matarás? -Se rió entre dientes-. Quizá nos parezcamos más de lo que crees.

– No somos iguales -dijo Clevenger-. Lo tuyo con este caso es obsesión. Lo mío, trabajo.

Heller volvió a mirar la pantalla del ordenador.

– John Snow era paciente mío. Su vida estaba en mis manos.

Clevenger pensó en lo que le había dicho Sascha Monroe: que Heller soñaba con volver a nacer con la conciencia tranquila, que liberar a Snow de su pasado era como liberarse a sí mismo.

– Lo trágico es que podrías haber sido una especie de modelo para Billy -dijo Clevenger-. Podrías haberle ayudado a encontrar un nuevo lugar en la vida, si no lo hubieses utilizado.

– De vez en cuando, a todos nos utilizan, Frank. Incluso cuando trabajas en nombre de Dios, estás sólo prestado.

Clevenger dio media vuelta y se fue.

Capítulo 22

Clevenger sabía que Whitney McCormick estaría en Boston hasta el anochecer y que luego regresaría a Washington. La llamó al móvil.

– ¿Qué tal está mi paciente favorito? -contestó Whitney.

– Aún no estoy curado.

– Bien.

– ¿Dónde estás? -le preguntó Clevenger. -Haciendo llamadas en el hotel. -¿Nos vemos para un café?

– ¿Por qué no llamo al servicio de habitaciones y ya está?

Chestnut Street estaba a un kilómetro y medio del Four Seasons.

– Estoy aquí mismo.

– Date prisa.

Llamó a su puerta diez minutos más tarde.

Whitney abrió. Llevaba unos vaqueros que estaban deshilachados en una rodilla y una camisa blanca de estilo masculino que le quedaba grande. Estaba igual de guapa que la noche anterior.

Clevenger movió la cabeza.

– ¿A ti nunca te queda mal el pelo, te sale alguna que otra imperfección, nada para dar un respiro a un tío?

– No nos vemos mucho. Para mí tener dos días buenos seguidos es algo poco corriente.

– No sé por qué, pero no me lo creo.

La atrajo hacia él. Se besaron. Clevenger le acercó los labios al cuello. Whitney empujó la puerta, la cerró y lo arrastró a la cama.

Hicieron el amor despacio, mirándose a los ojos mientras Clevenger se introducía en su cuerpo y ambos se deleitaban liberándose de sus existencias individuales, dejándose arrastrar por una fuerza mayor que la simple suma de sus energías.

Yacieron juntos, agotados, disfrutando de esos pocos minutos en los que los amantes apenas saben a quién pertenecen cada brazo y cada pierna.

Whitney giró la cabeza y lo miró, acercando los labios a su oreja.

– Este sitio me gusta. Deberíamos hacer esto más a menudo.

– Ya lo haremos.

Clevenger cerró los ojos, respiró hondo y soltó el aire. Pensó para sus adentros lo extraño que era que Whitney y él se vieran en el Four Seasons, que planearan seguir viéndose allí. Era casi como si los dos estuvieran perdidos en alguna transferencia del caso y la exteriorizaran. Clevenger abrió los ojos.

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