Keith Ablow - Asesinato suicida

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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Heller no le había contado a Clevenger que los servicios sociales lo habían detenido por disparar a alguien. Le dijo que había agredido a alguien.

– ¿El niño sobrevivió? -preguntó Clevenger-. No me lo dijo.

– No -contestó Monroe-. De eso se trata. Murió.

A Clevenger apenas se le ocurría qué decir tras esa revelación. Heller había matado a alguien. Por supuesto, eso no demostraba que hubiese vuelto a matar, pero suscitaba ese fantasma. Los asesinos son distintos del resto de personas: la empatía no los frena. Quizá Heller había cambiado, o quizá no.

– Es como si Jet deseara someterse a la operación que estaba a punto de realizarle a John -siguió Monroe-; por eso le importaba tanto. Aunque salve mil vidas, no creo que nunca se perdone haber quitado una. Y creo que por una vez le gustaría vivir sin esa culpa, empezar de nuevo.

– Puedes unirte a mi gremio cuando quieras -dijo Clevenger, esperando de esta forma poner fin a la conversación sin que se notara que estaba desconcertado.

– Gracias, pero bastante trabajo tengo con poner orden en mi vida, imagínate en la de otras personas.

Eso era una invitación a profundizar en la vida de Monroe.

– Deberíamos hablar de eso algún día.

– Algún día -dijo ella-. Así que ¿te esperamos a las once?

– Eso estaría muy bien.

– Te anotaré en la agenda. Hasta luego, entonces. -Cuídate.

Clevenger colgó. Se dirigió a los ventanales y miró el puente. El juicio de Monroe sobre Heller podía ser correcto. Su sed de liberarse de su propia conciencia podría haber alimentado un deseo extraordinario de liberar a Snow, junto con indignación si alguien acababa con su plan.

Pero había otra forma de ver a Heller. Quizá la emoción de llevar a cabo la intervención de la década se hubiese ido apagando a medida que veía de forma más clara las implicaciones morales. El trabajo de toda su vida, al fin y al cabo, se debía al deseo de reparar la vida que había quitado. Amputarle limpiamente a un hombre los hechos de su pasado podía ser considerado, a la larga, como ayudar a un fugitivo a huir de la justicia.

Heller le había contado a Clevenger mientras tomaban unas copas en el Alpine que habría operado a Snow aunque los ataques no hubiesen sido de verdad epilépticos, sino pseudoataques. Pero ¿y si no era cierto? ¿Y si Heller había deducido que no había forma de curar a Snow de los «ataques» con un bisturí, que lo único que podía hacer en el quirófano era destruir la memoria de Snow? ¿Y si pasar a los anales de la historia de esa forma le hubiese hecho sentirse como un farsante, un traidor a la profesión que adoraba? En tal caso, matar a Snow podía parecer la única salida, la única forma de defender la pureza de lo que él llamaba su religión: la neurocirugía.

Heller ya había matado una vez. El hecho de convertirse en médico, de curar a gente, ¿había sólo oscurecido su negrura esencial hasta ahora? ¿Era la historia de su vida, su karma, tan inevitable como la de John Snow?

La gravedad. Las órbitas. La implacable fuerza del pasado. ¿Alguna vez había logrado alguien liberarse?

Clevenger oyó a Billy salir de su cuarto. Se giró.

Llevaba unos vaqueros anchos, una camiseta de manga larga y una gorra de béisbol con el logotipo de una empresa de monopatines pintado con spray en la parte de delante. Se había colgado algunas cuentas de hierro en las puntas de las rastas.

– ¿Quieres que vaya a por lo que le di a Jet?

Oír a Billy usar el nombre de pila de Heller hizo que Clevenger se preguntara hasta qué punto estaba Billy molesto en realidad, hasta qué punto se tomaba todo aquello en serio. Y el hecho de que se planteara ir a verlo era aún más inquietante.

– Quiero que quede claro -le dijo Clevenger-. No hables con Jet Heller. No vayas a la consulta de Jet Heller. No cojas ninguna llamada de Jet Heller. ¿Lo has entendido?

– Yo sólo quiero hacer las cosas bien.

– Tienes que darme tu palabra de que no te acercarás a él.

Billy se encogió de hombros.

– Lo prometo -dijo, y suspiró-. ¿Alguna pista sobre qué decirle a Casey?

– ¿Qué quieres decirle?

– Que nos está jodiendo la vida a los dos.

Clevenger podría haber sonreído al oír con qué franqueza hablaba Billy pero se contuvo.

– Yo que tú ahora mismo no diría nada. Deja que se tome un tiempo para ella. Tiene que pensar en muchas cosas.

Billy asintió con la cabeza.

– ¿Estarás en casa cuando vuelva, a eso de las cinco?

– Hecho. -Observó cómo se iba-. ¡Eh, Billy! -gritó antes de que cerrara la puerta principal.

Billy se asomó por la puerta.

– Dime.

– Hoy tienes una limusina, el coche patrulla de ahí delante. No tienes más que decirle dónde dejarte.

– Genial. -Y se fue.

Clevenger descolgó el teléfono, llamó a North Anderson y lo puso al corriente de lo de Heller.

– Creo que debería ir otra vez al Mass General -dijo Anderson-, a ver si alguien puede confirmar que Heller estaba realmente dentro del hospital cuando asesinaron a Snow.

– Buena idea. ¿Qué más tienes?

– Hago todo lo que puedo para rastrear las finanzas de George Reese. He encontrado bastantes cuentas de corretaje y media docena de cuentas de mercado de dinero, por ahora. Ese tío estaba forrado, aunque perder veinticinco millones con el Vortek pudo cambiar las cosas.

– ¿A cuánto crees que asciende su fortuna?

– De momento, a menos que tenga dinero en un paraíso fiscal, quizá treinta, treinta y cinco millones. Y no sé qué otros préstamos tiene pendientes de pago el Beacon Street Bank. Pon que algunos de sus grandes prestamistas les fallaran y añade a eso el fracaso del Vortek. No es difícil imaginar que todo estallara.

– ¿Hay alguna forma de rastrear las cuentas de verdad? Coroway me dijo que devolvió la mitad del dinero de I+D dedicado al Vortek. Era una causa demasiado perdida. Me gustaría saber si de verdad lo hizo.

– Quizá necesite que me ayude un poco Vania O'Connor, si no está asustado. Una o dos contraseñas.

– No es fácil que se asuste. Llámale.

– Sí. ¿Adónde vas?

– A la consulta de Heller.

– ¿Quieres refuerzos?

– No. No es muy probable que me ataque en el hospital. Si es el hombre que buscamos, me encontraría en un callejón oscuro o me volaría el coche.

– La gente hace cosas raras cuando se ve acorralada.

– Tendré cuidado.

– Yo he dicho lo mismo un millón de veces, pero en realidad no sé cómo se hace.

Clevenger sonrió.

– No me pasará nada. Llámame si descubres algo.

– Tranquilo, colega.

* * *

Clevenger llegó a la consulta de jet Heller a las once menos diez. Había unos seis pacientes en la sala de espera. Sascha Monroe estaba trabajando con el ordenador. Se acercó a su mesa.

– Hola -dijo. Sascha alzó la vista.

– Hola.

¿Qué había en el hecho de no conocer a una persona que te permitía preguntarte si sería la respuesta a todos tus problemas? ¿Adónde conducía un mapa del amor en última instancia? ¿Al éxtasis, a la satisfacción? ¿O a la desilusión, a la traición? Si invitaba a Sascha Monroe a formar parte de su vida, si llegaba a conocerla como persona real y completa, ¿seguiría pudiendo fantasear con ella, adorarla?

– He llegado pronto -dijo Clevenger.

– No ha venido -respondió ella con voz preocupada.

– ¿No es normal?

– ¿En Jet? Suele llamar cinco veces antes de entrar por la puerta. «Coge tal historial», «llama a tal paciente», «imprime análisis».

– En cambio, hoy, nada.

– Ni una palabra. Le he llamado a casa. Nada. Al móvil. Nada.

Eso sí que era raro.

– ¿Le suele pasar cuando pierde a un paciente? -preguntó Clevenger en voz baja para evitar que algún paciente le oyera.

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