Whitney lo bajó hasta la moqueta gruesa, lo guió para que se tumbara y entrara en ella. Y entonces ella se movió por los dos, su ritmo expresaba el deseo de que la soledad se pudiera olvidar, que la esperanza pudiera ser eterna, que a la muerte se la pudiera derrotar.
* * *
Yacían desnudos, debajo de una sola sábana, mirando afuera, a un sueño de árboles iluminados.
– ¿Crees que veían lo mismo que nosotros ahora? -le preguntó ella.
– Seguramente -contestó Clevenger.
– Debieron de sentirse muy seguros.
– Porque…
– Aquí se está bien, fuera hace frío, ¿sabes? Tienes que abrigarte, de una o dos formas distintas. Es la vida real. No se trata de amor. Se trata de hacer las cosas, de seguir adelante.
A Clevenger no le pasó por alto la visión ambiciosa que McCormick tenía de ella misma en el mundo exterior, o el hecho de que hubiera utilizado la palabra amor para describir lo que sentía dentro de la habitación.
– Me pregunto si estaban enamorados de verdad -dijo Clevenger-. No entiendo por qué John Snow habría seguido adelante con la operación, si eso significaba despedirse de ella.
– Es fácil creer que estás enamorado entre estas cuatro paredes. Todo es bonito y limpio. Perfecto. Quizá la realidad se metió por medio.
– ¿En la forma de George Reese?
– Posiblemente. Pero Snow no podía conocer a Grace Baxter, conocerla de verdad, encontrándose con ella en una suite lujosa una o dos veces por semana. Quizá era insuficiente en otros aspectos.
Clevenger pensó en el amor de Snow por la belleza y la perfección. Del mismo modo que había confiado en su trabajo para no implicarse en las realidades de la vida familiar, incluidas sus imperfecciones, la suite del Four Seasons, con sus cortinas finas y vistas surrealistas, pudo contribuir a ocultar a la verdadera Grace Baxter. Quizá Snow vislumbrara algo en ella que era imperfecto; o peor aún, algo realmente feo.
Pensó de nuevo en Baxter sentada en su consulta, tirando de las pulseras de diamantes. «No quiero hacer daño a nadie nunca más -le había dicho-. Soy mala persona. Una persona horrible.» ¿Había hecho daño a Snow, roto en pedazos la ilusión de que era perfecta? ¿Era ésa la razón de que hubiera creído que un bisturí era su única salida, su única verdad?
– ¿En qué piensas? -le preguntó McCormick.
No se sentía cómodo compartiendo sus pensamientos sobre el caso Snow, que le decían que aunque pudiera amar a McCormick, no confiaba del todo en ella. Se preguntó si algo así era posible.
– Pienso en si llegamos a conocer a alguien, en si se puede llegar a estar más seguro con otra persona que solo.
Whitney se acercó más a él y se acurrucó debajo de la sábana.
– Creo que casi todo el mundo se rinde antes de llegar -dijo-. Deberíamos seguir intentándolo y ya está.
Clevenger la miró y vio en sus ojos que era sincera. Quizá dos personas podían unirse para crear algo más grande que ellos dos. O quizá eso también era una fantasía. Folie á deux. Una locura compartida.
– Me gustaría -dijo. Le pasó la mano por el abdomen-. Quizá ésa sea la idea, ¿sabes?
– ¿El qué?
– Seguir intentándolo. Quizá intentarlo sea de lo que se trata. Quizá no sea más que eso. Quizá nunca se llegue del todo a ningún sitio. Y quizá así esté bien.
– ¿Sabes qué creo yo? -le preguntó, colocando su mano sobre la de él.
– ¿Qué crees?
– Creo que deberías volver a hacer terapia. -Se rió.
Clevenger movió la mano hacia abajo.
– ¿Cuándo tengo la próxima sesión?
15 de enero de 2004
Gevenger regresó al loft a la una y diez de la madrugada. Se preparó una cafetera, cogió la copia del diario de Snow y se sentó en el sofá a leerlo. Pasó una página tras otra, deteniéndose aquí y allí para degustar la filosofía de Snow, pero vio que su atención se desviaba una y otra vez a los dibujos que había hecho de Grace. Era donde su pasión quedaba más patente.
Pasó las páginas hasta llegar al último dibujo, en el que Snow había dibujado la cara de Grace como un collage de números, letras y símbolos matemáticos. Se quedó mirándolo más de un minuto. Y, por primera vez, se le ocurrió que era posible que Grace no se hubiera interpuesto en la creatividad de Snow, ni que hubiera coexistido simplemente con ella. Quizá la hubiera estado alimentando.
¿Estaba Snow utilizando a Grace Baxter? ¿Era la primera mujer que había despertado su pasión, o simplemente era una nueva fuente de energía de la que sacar provecho? ¿Se estaba volviendo más humano, o era un vampiro que chupaba la sangre de una mujer vulnerable?
La sangre. Aquellas palabras hicieron que Clevenger volviera a pensar en la posibilidad de que Grace se hubiera cortado las carótidas. Si Snow la había consumido emocionalmente y se había desentendido de ella al poco tiempo, quizá ella había transformado el crimen psicológico de Snow en su equivalente físico, convirtiendo su cuerpo desangrado en el símbolo específico de su aventura interrumpida.
Pero aquel panorama no cuadraba con las observaciones de Lindsey y Kyle Snow acerca de que su padre era realmente otra persona. No encajaba con la valoración de Jet Heller de que Snow se había enamorado de verdad de Grace Baxter.
Bajó el diario y cerró los ojos, rindiéndose al sueño que se había negado durante demasiado tiempo. Pero se despertó sólo quince minutos después, pensando en algo que George Reese había dicho el día anterior en la comisaría de policía. Se levantó y comenzó a caminar intranquilo arriba y abajo. Quizá su memoria se la estuviera jugando, quizá le diera demasiada importancia a unas palabras producto de la ira, pero no podía quitárselas de la cabeza.
Descolgó el teléfono y llamó a Mike Coady a su casa.
– Buenos días, casi -contestó Coady medio dormido.
– Cuando interrogué a George Reese ayer, me gritó algo sobre lo doloroso que había sido encontrar a su mujer desangrándose.
– Sí.
– ¿Es eso lo que recuerdas? ¿Sus palabras exactas?
– Eso creo.
– ¿Eso crees?
– No, no. -Soltó un suspiro largo y se aclaró la garganta-. Estoy seguro. Dijo: «¿Sabes lo que es ver a tu mujer desangrándose? ¿Tienes idea, joder?».
– Así lo recuerdo yo también.
– Excelente. ¿Quieres decirme por qué es tan importante como para llamarme en mitad de la noche?
– No estaba desangrándose, Mike. Estaba muerta. Tenía las carótidas seccionadas. No podía estar viva cuando la encontró, a no ser que la encontrara segundos después del acto.
– Quizá no se dio cuenta de que estaba muerta hasta que intentó reanimarla. Quizá eso es lo que recuerda: pensar que estaba muriéndose.
– Pero sabía que ya había intentado suicidarse antes. La había visto con las venas cortadas. Gestos suicidas, simples lloviznas. Esto era un puto huracán. No entiendo cómo podría confundirlos. A menos que…
– ¿Que qué?
– Dijiste que no habías encontrado cuchillas de afeitar manchadas de sangre en el baño -dijo Clevenger. -Ni una.
– Pero Jeremiah Wolfe nos dijo que las heridas eran de dos armas distintas: algo parecido a una cuchilla que le cortó las venas y algo con una hoja un poco más gruesa, más rígida, el cuchillo de tapicero.
– Te sigo -dijo Coady, con energía renovada en su voz.
– Bueno, ¿dónde está la cuchilla?
Coady se quedó callado unos segundos.
– ¿Quién sabe? Quizá la tiró al váter. ¿Qué más da? La causa de la muerte fue la pérdida de sangre por las carótidas.
Clevenger no estaba dispuesto a compartir esa teoría. Era una pieza del rompecabezas. Y quería tener tiempo y espacio para que todo encajara. Si le contaba a Coady lo que pensaba, se enterarían otros policías y luego lo sabría el abogado de Reese, Jack LeGrand. Entonces, LeGrand tendría tiempo de pensar en una explicación convincente: que Reese tiró la cuchilla a la basura de abajo y nadie pensó en recuperarla; que los técnicos de urgencias la cogieron y la perdieron; que la cogió el propio Clevenger. Empezaría a interrogar a los agentes que respondieron a la llamada para basar el caso en un examen chapucero de la escena del crimen.
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