* * *
Clevenger cogió un taxi y llegó al Four Seasons a las once menos cinco, llamó a la operadora desde el vestíbulo y pidió que le pasaran con la habitación de Whitney McCormick.
– Hola -contestó.
– Estoy abajo.
– Dame dos minutos.
– Estaré fuera del Bristol.
Se reunió con él junto a la mesa de la jefa de salón. Llevaba una falda negra y una elegante rebeca de cachemira color crema con botones de nácar. Era evidente que se había tomado su tiempo para peinarse y maquillarse. Estaba elegante y hermosa. Nada exagerado, nada subido de tono; lo cual hacía que estuviera aún más seductora.
Clevenger sintió que una llave se introducía en la cerradura de su alma.
– Estás increíble -le dijo. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla, se detuvo un momento para susurrarle al oído-: Siempre lo estás.
– Igualmente, doctor.
– Gracias -dijo, irguiéndose-. Pero si percibes un olor a metal quemado, puedo explicarlo.
Ella sonrió.
– ¿Qué quieres decir?
– Vamos a sentarnos.
La jefa dé salón los escoltó a un par de sillones anchos y mullidos junto a la ventana, que daba al Public Garden, con sus árboles elegantes flanqueados por luces blancas. Una camarera apareció como por arte de magia. Clevenger pidió un café. McCormick, un merlot.
– Tengo una buena excusa para llegar tarde -dijo Clevenger.
– A ver. -Se inclinó hacia delante y le cogió la mano.
No esperaba que lo tocara, pero le encantó.
– Mi camioneta ha saltado por los aires. Bueno, alguien la ha hecho saltar por los aires.
– Será broma.
– ¿Quién bromearía sobre algo así?
Se quedó pálida y le soltó la mano.
– ¿Qué pasa?
– ¿Tengo que repetírtelo? -dijo ella-. Estás pisando terreno peligroso.
– Se me da mejor nadar en la parte honda -dijo él-. Saber que la única alternativa es ahogarme me ayuda a motivarme.
– Estás pisando terreno peligroso por lo que a temas de seguridad nacional se refiere -dijo con un tono de voz objetivo, profesional-. No es inteligente de tu parte, y ya te he dicho que creo que es innecesario.
– ¿Hablas por ti misma o por el FBI?
– ¿Qué diferencia hay?
Quizá ya no había ninguna.
– Hablando de lealtad laboral -dijo Clevenger-. Espero que te den un coche de la empresa. Sólo asegúrate de que el arranque sea remoto.
– Crees que todo esto tiene gracia. Yo no.
Clevenger oyó preocupación en su voz, no irritación.
– Tendré cuidado -le dijo.
– ¿Tendrás cuidado? ¡Alguien ha hecho saltar tu coche por los aires!
– ¿Qué quieres? No tengo la más mínima intención de que un asesino se libre.
– ¿Por qué no vemos si podemos pasar el caso al FBI?
Aquello sonaba a estrategia.
– Es mi caso.
– No, es de Mike Coady. Te incorporó a su equipo como asesor.
– Te estás inmiscuyendo.
– Intento ayudar. La forma de interpretar la participación del FBI es simplemente como una señal de que hay fuerzas en juego que no puedes controlar.
– Cuando dejé la bebida, aprendí una cosa: lo único que puedes controlar es a ti mismo.
– Quizá vayas por buen camino -dijo-. Quizá la razón por la que no puedas retirarte del caso sea porque eres adicto a él.
– ¿A qué sería adicto exactamente? ¿A que me saqueen el piso o a que me fracturen el cráneo?
– A la oscuridad. A alguna visión idealizada e inflexible de la verdad, que sólo tú ves. Quizá por eso no me haces caso. Porque no puedes.
– Es posible -reconoció Clevenger-. Pero te seré sincero: no voy a dejar nunca este hábito. Es a lo que me dedico. Es lo que soy
La camarera llegó con las bebidas.
Clevenger observó cómo los labios de McCormick besaban el borde de la copa.
– Puesto que soy incurable, quizá puedas ayudarme con un ansia que tengo en particular -dijo Clevenger.
– Quizá -dijo McCormick, que obviamente creyó que habían acabado de hablar de trabajo. Dejó la copa en la mesa.
– North ha ido a Washington a ver si Snow-Coroway presentó alguna patente relacionada con el Vortek. Registraron dos, el día después de que mataran a Snow. El contenido está clasificado. No sé si tienen algo que ver con el Vortek o no. Quizá puedas averiguarlo.
– No hablarás en serio. Te estoy diciendo que te retires. No te ayudaría a que te metieras más, aunque pudiera, que no puedo.
– Tu padre quizá sí pueda. -Clevenger sabía que la relación de Whitney con su padre ex senador era un tema delicado entre ellos, quizá la razón por la que su relación no había funcionado, pero tenía que pedirle aquel favor.
Ella sonrió.
– Seamos realistas, mi padre no va a utilizar sus contactos para ayudarte.
– ¿Por qué tendría que saber que me está ayudando a mí? -Porque no le miento.
Clevenger asintió. En diez minutos habían recuperado la dinámica psicológica responsable, en gran medida, de su separación: McCormick creía que tenía que escoger entre la devoción por su padre y el amor romántico.
– Lo siento -dijo Clevenger-. Olvida que te lo he pedido. No era apropiado.
Ella cerró los ojos un segundo y meneó la cabeza con incredulidad. Luego, volvió a mirar a Clevenger.
– ¿Qué te parece si olvidamos los motivos profesionales que me han traído aquí y nos centramos en los personales?
Quizá aún era posible.
– Me parece bien -dijo Clevenger.
– Te echo de menos.
¿Cómo lo hacía? Podía pasar impecablemente del trabajo al placer, seguramente era la razón por la que le había parecido tan fácil enamorarse de ella más y más cada día mientras le seguían la pista al Asesino de la Autopista. Pero, por algún motivo, cuando al final lo atraparon, su relación pasó de ardiente a cálida. ¿Era porque la violencia alimentaba su pasión? ¿Perseguir a un asesino, ver la mortalidad exquisita de ellos mismos en los rostros de las víctimas de Jonah Wrens, hacía que el amor pareciera el único antídoto a la muerte? ¿Era por eso por lo que Clevenger se sentía tan atraído por McCormick en aquel preciso instante como cuando sus ojos se fijaron en ella por primera vez?
– Yo también te echo de menos -dijo él. Y lo decía en serio.
– Coady me dijo que John Snow y Grace Baxter se encontraban aquí para hacer el amor -dijo Whitney.
– En una suite con vistas al parque. -Clevenger se recostó en el sillón-. Creía que no íbamos a hablar más de trabajo.
– Y así es. -Abrió la mano izquierda y le mostró la llave de su habitación.
* * *
Llegaron a la habitación, pero no a la cama. McCormick lo empujó contra la pared y lo besó con fuerza.
Clevenger no dejó que el ofuscamiento de la pasión se apoderara de él por completo. Quería sentir sus labios, su lengua. Le acarició los omóplatos delicados, notó su presión aún más cerca, luego bajó las manos por su espalda.
Ella le besó la oreja, el cuello.
Clevenger le subió la falda y pasó las manos por debajo de sus braguitas, atrayéndola hacia él, diciéndole sin palabras que la deseaba, que su cuerpo estaba listo para recibir el de ella. Pero había muchas cosas más en ese abrazo que quedaban por expresar: capítulos enteros de una vida dedicada a buscar la verdad, pero también el amor, pasando del sadismo de su padre al frío abandono de su madre.
Whitney le desabrochó el cinturón, le bajó la cremallera y le metió la mano en el calzoncillo.
Él soltó un suspiro.
Ella le agarró con fuerza, acariciándole con suavidad, una y otra vez.
Clevenger le puso la mano entre las piernas. Estaba cálida, mojada, para él, algo que otros hombres quizá daban por sentado, pero que él consideraba un milagro, la prueba más irrefutable de la existencia de Dios que probablemente iba a encontrar en este mundo.
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