Abrió los ojos y miró fijamente a Clevenger.
– Nueve años, joder.
– Lo siento. No sabía… Billy no me lo ha dicho. -Le puso una mano en el hombro-. Entra.
Heller se quedó quieto.
– Quizá si hubiera entrado por el paladar y hubiera subido desde allí. -Ahora miraba a través de Clevenger, a algo que estaba más allá de ellos-. He diseccionado hacia abajo. -Se tocó la coronilla-. A través del seno sagital. Tiene sentido si vas a insertar una grapa, pero es muy complicado colocar un injerto, ¿sabes?
– Vamos, pasa -dijo Clevenger.
Heller soltó el marco de la puerta y se balanceó un poco.
Clevenger lo agarró y lo llevó adentro.
Se sentaron uno frente a otro en el sofá.
– Billy está en su cuarto -dijo Clevenger-. Creo que está durmiendo.
– Tenía una oportunidad, ¿sabes? -dijo Heller en voz baja-. Dios estaba ahí dentro conmigo. Podía sentirlo. Creo que la he cagado.
– ¿No fuiste tú quien me dijo que somos humanos? Yo no soy neurocirujano, pero recuerdo lo suficiente de la Facultad de Medicina como para saber que, por lo general, un aneurisma de diez milímetros en la arteria basilar no es curable, guíe quien guíe el bisturí.
– No me hice un nombre gracias a lo que pasa «por lo general» -dijo Heller-. Y tú tampoco. -Se tapó la cara con la mano y se masajeó las sienes con el pulgar y los dedos-. Tuve que decírselo a la madre y al padre. Esperaban la buena noticia. Se lo vi en la cara. Salí pronto. Imaginaron que había ido mejor de lo esperado.
– ¿Cómo se han quedado cuando se lo has dicho?
Heller alzó la vista y lo miró.
– ¿Que cómo se han quedado? Han muerto con ella. Es así. Puede que aún no lo sepan. Pero lo sabrán. Lo sabrán cuando acabe el velatorio, y el entierro, cuando todo el mundo se vaya a su casa y ellos se miren el uno al otro y vean que sus vidas no son nada.
Por alguna razón, Clevenger pensó fugazmente en Grace Baxter, y en la sensación que tenía de que sería incapaz de salir adelante sin Snow.
– Matarte a beber tampoco resolverá nada -le dijo a Heller-. Hay muchas otras personas que confían en ti.
Heller sonrió.
– «Jet Heller irá al infierno y volverá para salvarle la vida.» -Se rió con aire taciturno.
Clevenger se quedó en silencio unos segundos.
– No estoy seguro de que sea el mejor momento para hablar con Billy de lo que ha pasado -dijo.
– No soy un gran modelo a seguir ahora mismo, ¿verdad? Entendido. -Asintió con la cabeza y se levantó-. ¿Sabes? Si te interesa saber mi opinión, creo que entiendo por qué te dedicas a lo que te dedicas.
– Quizá puedas darme una pista -dijo Clevenger, poniéndose en pie.
– Es muy sencillo. El modelo de enfermedad. Si logras encontrar el patógeno responsable de un asesinato, es decir, la persona retorcida, puede que seas capaz de evitar que muera otro buen hombre. Y eso es lo que hacemos, Frank. Luchar contra la muerte. Todos los días. Hoy ella ha ganado. Y también ganó cuando algún monstruo le pegó un tiro a John Snow. Pero si puedes descubrir quién lo mató, aislar ese patógeno, podrás eliminarlo de la faz de la tierra.
– O ponerlo en cuarentena. En la cárcel.
– Dios no ve las cosas así, amigo mío. Ojo por ojo. Es la única forma de ganar la batalla. No hay que tener miedo a extirpar el mal.
Clevenger estaba convencido de que los buenos tenían que operar a un nivel más alto que los asesinos, para que la sociedad pudiera identificar quién era quién. Pero sabía que no era el lugar ni el momento de discutir de política social.
– Yo no lo veo así -dijo, y lo dejó ahí.
– Ya lo sé, ya conozco ese aspecto tuyo -dijo Heller-. El doctor Gandhi. -Se balanceó, pero recuperó el equilibrio.
– ¿Por qué no te quedas a dormir aquí?
Heller negó con la cabeza.
– Tengo un taxi esperándome. Estoy bien. -Extendió la mano-. Buenas noches, amigo.
Clevenger se la estrechó y la soltó.
– Le contaré a Billy lo de la chica.
– Tienes suerte -dijo Heller-. De ser su padre. Es algo maravilloso. Nunca había pensado demasiado en tener un hijo. Billy hace que sienta que debería tener uno.
Clevenger sabía que Heller estaba borracho, pero ni el alcohol explicaba lo que sonaba como un apego irracional. Lo conocía desde hacía tan sólo unos días.
– Ten cuidado de camino a casa -le dijo Clevenger.
– Sí -dijo Heller. Se volvió, fue hacia la puerta y la abrió-. Dile a Billy que lo siento. Le resarciré.
– Me aseguraré de que sepa que no habrías podido hacer nada.
– Gracias -dijo Heller. Salió y cerró la puerta.
Clevenger fue al cuarto de Billy. Estaba a punto de llamar a la puerta cuando ésta se abrió.
Billy estaba al otro lado. Le temblaba el labio.
– Hola, colega -dijo Clevenger-. ¿Lo has oído?
– No me aburría -se las apañó para decir, reprimiendo las lágrimas.
– ¿Qué quieres decir?
– En el quirófano, no me aburría.
– De acuerdo… -dijo Clevenger-. ¿Qué te ha pasado entonces?
Una lágrima comenzó a resbalarle por la mejilla.
– Tenía… Tenía miedo. Tenía miedo por esa niña.
Clevenger notó que se le ponía la carne de gallina. Lo que no habían conseguido criarse con un padre sádico, vivir la muerte de una hermana, enfrentarse a un sinfín de chicos que le doblaban la edad en peleas callejeras y subirse al cuadrilátero una y otra vez, lo habían logrado un par de visitas al quirófano con Jet Heller. Billy tenía miedo, y no sólo por sí mismo, sino por otra persona. Sentía empatía por otro ser humano. Era una especie de milagro. Quizá Dios sí había estado en la sala de operaciones con Jet Heller aquel día. Quizá la niña no era la única a la que podía curar.
– Ven aquí -le dijo Clevenger, abriendo los brazos.
Billy avanzó hacia él y enterró la cara en el hombro de Clevenger.
Él lo abrazó con fuerza.
– ¿Cómo puede pasar algo así? -preguntó Billy entre sollozos-. Era tan pequeña.
Clevenger quería darle una respuesta, quería protegerlo del hecho de que la muerte es caprichosa, que la entropía es la fuerza más poderosa del mundo, que el amor del mejor padre no puede proteger al niño más inocente de un aneurisma, un cáncer, un accidente de tráfico o un asesinato. Quería protegerlo, pero lo quería demasiado para mentirle.
– No lo sé -dijo-. Ojalá lo supiera, Billy, pero no lo sé.
20:37 h
Clevenger salió del loft para encontrarse con Whitney McCormick en el hotel Four Seasons. Subió a la camioneta y vio un papel sujeto en el limpiaparabrisas. Se bajó y lo cogió.
Era una tarjeta de felicitación en un sobre sin cerrar que llevaba su nombre escrito en tinta púrpura. Lo cogió. El anverso era una acuarela de un arco iris. La abrió y vio una nota escrita en color púrpura, firmada por Lindsey Snow:
Dr. Clevenger:
No esperaba nada de usted. No le perseguiré. Sólo quiero que sepa lo unida que me siento a usted. No creo que sea un rollo padre-hija ni nada raro por el estilo. No creo que tenga nada que ver con haber perdido a mi padre.
En el fondo de mi corazón, estoy convencida de que estamos hechos para estar cerca el uno del otro.
A veces estas cosas se saben, ¿verdad?
Un abrazo,
Lindsey
Las protestas de Lindsey acerca de que sus sentimientos por Clevenger no tenían nada que ver con sus sentimientos por su padre era una negación clásica. La conexión era tan cercana que necesitaba negarla no una, sino dos veces, ya en el primer párrafo.
Clevenger se guardó la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta y volvió a subirse al asiento del conductor. Pensó que tenía que pasarse otra vez por casa de los Snow por la mañana para comprobar si presionando a Lindsey, Kyle y Theresa, lograba aportar alguna novedad al caso.
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