Keith Ablow - Asesinato suicida

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Asesinato suicida: краткое содержание, описание и аннотация

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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– No suele perder pacientes. Cuando le pasa, no es el mismo, pero no desaparece.

– En cualquier caso, todavía no son las once.

– Ya lo sé, pero aun así…

– Vamos a esperar a ver qué pasa.

Sascha asintió, pero era evidente que estaba preocupada.

Clevenger se sentó en la sala de espera, cogió un ejemplar del Time y lo ojeó. Pasaron cinco minutos. Diez. Quince. Llegaron dos pacientes más. Un hombre que esperaba y al que le salía una cánula del cuero cabelludo miró el reloj y meneó la cabeza en señal de irritación. Clevenger miró a Sascha y vio que ella lo miraba. Ahora sí que su rostro reflejaba preocupación. Se levantó y se dirigió hacia ella.

– Algo va mal -dijo-. Lo sé.

– ¿Por qué no me acerco en coche a su casa, a ver si está?

– ¿Lo harías?

– Claro. ¿Dónde vive?

– En el 15 de Chestnut Street. En el ático. Apartamento tres.

Eso estaba en Beacon Hill, a un kilómetro y medio de allí.

– Si está, le diré que te llame.

Clevenger dejó el coche en el aparcamiento del Mass General. Chestnut Street estaba a sólo diez minutos a pie y, aunque el aire era frío, no era incómodo. Hacía sol, y no había viento. Era uno de esos días que hacen que la gente que visita Boston, que camina por los adoquines y los ladrillos viejos, decida hacer las maletas y mudarse a la ciudad.

Llegó al número 15 de Chestnut Street, un imponente edificio de tres plantas con miradores. Abrió la puerta de roble macizo que daba acceso al vestíbulo y vio el apellido Heller grabado en una placa de latón junto al timbre del tercer piso. Lo pulsó y esperó. No obtuvo respuesta. Lo pulsó de nuevo. Nada.

Salió afuera y se dirigió a la parte trasera del edificio. Había tres aparcamientos. En el que correspondía al tercer piso había un Aston Martin rojo. Ciento cincuenta de los grandes. Tenía que ser el de Heller. Levantó la vista y vio que las persianas de su piso estaban bajadas.

Volvió a la parte de delante y se dirigió a la entrada. Pulsó el timbre del primer piso. Transcurrieron algunos segundos hasta que contestó una mujer con acento extranjero.

– ¿Sí? ¿Qué desea?

– Mensajero -dijo Clevenger.

– ¿Para la señora Webster?

– Mensajero -repitió Clevenger.

Cuando la gente puede hacer algo para evitar un conflicto, por ejemplo pulsar un botón o abrir un pestillo, por lo general lo hace. Por eso los allanadores de moradas no suelen tener que derribar puertas.

– Mensajero -volvió a decir.

– ¿De UPS?

– Mensajero.

Se oyó el portero automático. Empujó, abrió la puerta y subió por las escaleras hasta la tercera planta.

La puerta de Heller estaba un poco entreabierta. Con todo, Clevenger utilizó la aldaba, grande y de latón. Nadie respondió. Empujó la puerta para abrirla y entró.

Las persianas estaban bajadas, y el sol de última hora de la mañana no pasaba de un resplandor filtrado y sombrío. La arquitectura del piso era espectacular. Había una chimenea de piedra muy alta, columnas acanaladas y relucientes suelos de madera noble, pero estaba casi vacío. Los únicos muebles que había en la sala grande de delante eran un sofá de piel negra y una pantalla plana de televisor de 50 pulgadas montada en la pared de enfrente. Había un óleo de Mark Rothko, que probablemente valdría quinientos mil dólares, apoyado en la guardasilla de la otra pared. En la cocina, encima de la isla central de granito negro había una escultura de acero inoxidable retorcido.

– ¿Jet? -gritó Clevenger.

Nadie respondió.

Se adentró más en el piso, hasta la chimenea de piedra, y creyó oír un movimiento al final de un pasillo que parecía conducir a los dormitorios.

– ¿Jet?

Los sonidos cesaron. Cogió el pasillo, dejó atrás una puerta cerrada y se dirigió a una que estaba abierta a unos seis metros. Ya casi había llegado cuando oyó pasos detrás de él y giró sobre sus talones.

Heller estaba en el pasillo, vestido con vaqueros y una sudadera gris de Harvard con el cuello desgarrado y en forma de uve. Llevaba una pistola en la mano. Estaba pálido y agotado y no iba afeitado.

– ¿Frank? ¿Qué haces aquí? -le preguntó. Se inclinó en la dirección de Clevenger, con la frente surcada de arrugas y los ojos inyectados en sangre-. Ésta es mi casa -dijo, y hasta eso lo dijo con algo de inseguridad.

Clevenger estaba a cuatro metros y medio y notaba el olor a whisky que despedía. Dobló la pantorrilla y notó la pistola atada con correa.

– Esto está algo vacío -dijo, forzando una sonrisa-. ¿Te mudas a otra casa?

– Nunca he llegado a instalarme aquí del todo -dijo Heller-. Vivo en el trabajo.

Clevenger sabía que Heller no mentía. Podía permitirse un ático de cinco millones de dólares, pero no tenía ningún interés en amueblarlo. Vivía por y para la neurocirugía.

– He pasado por la consulta. Sascha ha intentado ponerse en contacto contigo. Está preocupada porque no coges las llamadas. Por eso he venido.

– Le gustas.

– Es muy buena persona.

– ¿Muy buena? Es un once en una escala del uno al diez, Frank. Tenías que haberte puesto las pilas.

¿Estaba intentando distraerlo? ¿Y por qué hablaba de él en pasado?

– Uno nunca sabe qué le deparará el futuro -dijo Clevenger.

Heller levantó la pistola.

A Clevenger se le ocurrió hacerse con la suya, pero Heller no llegó a apuntarle. Sostenía el arma delante del pecho, la dirigía a los lados y miraba la pistola como un pájaro herido.

– A Snow le dispararon a bocajarro en el corazón -dijo Heller-. Imagínate qué terror. -Negó con la cabeza y respiró hondo-. He visto cómo disparaban a un hombre, Frank. Es algo horrible. De verdad -miró a Clevenger-. ¿Tú lo has visto alguna vez?

– Sí.

– Lo siento.

Clevenger quería dejar de hablar de matar a gente.

– ¿Por qué no has ido al trabajo? -le preguntó a Heller.

– Estoy trabajando -dijo él-. Pero es otro tipo de trabajo. -Señaló con la cabeza la puerta abierta que había junto a él-. ¿Quieres echar un vistazo?

– Claro -dijo Clevenger, y se dirigió lentamente hacia Heller-. ¿Te importa bajar el arma? A veces ocurren accidentes.

– En absoluto -dijo Heller. Desapareció del pasillo y entró en la habitación.

Clevenger se llevó la mano a la pantorrilla, desenfundó la pistola y se la colocó en la cintura, sujeta por el vaquero y debajo del jersey negro de cuello alto. Luego se dirigió a la puerta. Una parte de él se preguntaba por qué seguía allí. Podía salir y volver con Anderson o Coady, pero creía que no había ninguna posibilidad de que Heller soltara prenda si lo I hacía. Y aún no tenían nada en contra de él para detenerlo.

Llegó a la entrada de la habitación y se detuvo, paralizado por lo que vio. Heller estaba sentado a una mesa hecha con una puerta y dos caballetes metálicos y observaba un monitor de ordenador en el que resplandecían números, símbolos y letras. Tenía el arma al lado del teclado. El resto de metros cuadrados de la mesa, las paredes y el suelo estaba cubierto de folios y de libros.

– Si pisas algo, da igual -dijo Heller, sin apartar la mirada del monitor.

Clevenger miró hacia abajo y vio que los folios que tenía a los pies eran páginas de una clave informática. Los libros eran manuales sobre física e ingeniería aeronáutica. Evitó pisar todos los que pudo. Miró con más detenimiento las paredes y vio que había páginas del diario de John Snow pegadas con cinta adhesiva una al lado de otra, una fila tras otra.

– ¿Qué haces? -preguntó Clevenger.

– Devolver la vida a mi paciente -dijo Heller.

– Ya… -¿Se había vuelto loco?-. ¿Cuánto tiempo llevas con eso?

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