Keith Ablow - Asesinato suicida

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Asesinato suicida: краткое содержание, описание и аннотация

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John Snow es un brillante inventor que trabaja en la indistria aeronáutica; tiene dinero, familia, e incluso una amante que no le da problemas. Pero sufre una enfermedad rara y terrible: una extraña forma de epilepsia que afecta su cerebro. La única posibilidad de curarse pasa por someterse a cirugía, pero el precio que ha de pagar es muy alto y a cambio de su salud perderá la memoria, el recuerdo de los suyos y el acceso a sus secretos. Cuando toma por fin la decisión de operarse, aparece asesinado de un disparo. El psiquiatra forense Frannk Clevenger deberá ahondar en la mente de Snow para atrapar descubrir si este se suicidó o bien fue asesinado.

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– Creo que podemos obtener lo que necesitamos.

Coady lo miró con recelo. Clevenger volvió a mirar por el espejo unidireccional.

– Voy a dejarme llevar por la intuición. Necesito a todo el mundo en una sala. A los Snow, a Coroway, a Reese… y a Jet Heller.

– Escucha. Si convoco a Reese, Jack LeGrand vendrá con él. Hay que ser realistas: Reese no dirá nada con su abogado al lado. Y con el comisario ya estamos pisando terreno peligroso.

– La última vez habló mucho, y LeGrand también estaba delante.

– Te advierto que ésta será tu última oportunidad con él. ¿Estás seguro de que quieres gastarla ahora?

– Estoy seguro.

– ¿En qué estás pensando? ¿En una pequeña terapia de grupo?

– Exactamente. Y tú podrás verlo todo a través del espejo unidireccional.

Coady no respondió de inmediato.

– Más vale que funcione -dijo al fin.

* * *

Clevenger se sentó a su mesa de la consulta. Se puso a releer la copia del diario de Snow mientras esperaba que Billy volviera de su entrenamiento de boxeo. Había decidido invitarlo a observar el interrogatorio, para por fin ganarse toda su confianza.

Sonó el teléfono. Lo cogió.

– North quiere hablar contigo -dijo Kim Moffett.

– Pásamelo. -Esperó un segundo-. ¿Qué pasa?

– No sé qué sacar en limpio de esto -dijo Anderson-, pero hace dos semanas se realizó una transferencia importante y muy curiosa en la cuenta de mercado de dinero de George Reese. Y no se trata de un ingreso que cuadre con lo que pudiera obtener por recuperar su inversión en el Vortek. Es una transferencia hecha desde su cuenta.

– ¿Cuánto dinero?

– Cinco millones.

– ¿A quién?

– A Grace Baxter.

Clevenger tembló, literalmente. Cerró los ojos y se imaginó a Baxter tirando de sus pulseras de diamantes. Sus esposas. «Soy mala persona. Soy una persona horrible de verdad.»

– ¿Qué te parece? -preguntó Anderson-. ¿Una especie de pago antes de separarse?

Clevenger abrió los ojos. Sintió una tristeza enorme en el estómago: por Baxter, por Snow, por la infinidad de personas que intentan liberarse de lo que son y lo único que consiguen es hundirse en las arenas movedizas de la vida que tan desesperadamente quieren dejar atrás.

– Todas las piezas del rompecabezas encajan ya -le dijo a Anderson.

Capítulo 24

George Reese, el abogado Jack LeGrand, Theresa, Lindsey y Kyle Snow, Collin Coroway y Jet Heller estaban sentados alrededor de la larga mesa de la sala de interrogatorios.

Clevenger, North Anderson, Mike Coady y Billy Bishop los miraban desde la sala de observación.

Nadie de la sala de interrogatorios miró a nadie durante aproximadamente el primer minuto. Por fin Kyle miró furtivamente a Coroway, quien meneó la cabeza en su dirección con un paternalismo que a Clevenger le revolvió el estómago.

LeGrand miró el reloj.

Heller, con los ojos inyectados en sangre y el pelo largo y despeinado, miraba la mesa.

Theresa Snow le apartaba a Lindsey el pelo de la cara.

Reese y Coroway establecieron contacto visual y lo mantuvieron unos instantes.

Clevenger observó a Billy viendo la escena desde el espejo unidireccional, y en lugar de sentirse cohibido porque había invadido su espacio, en lugar de preocuparse por el hecho de que exponerlo a la delincuencia podía convertirlo en un delincuente, lo que sintió fue agradecimiento porque estuviera allí, porque quisiera estar allí.

– ¿Todo preparado? -le preguntó Coady a Clevenger.

Ya le había contado a Coady su plan.

– Todo preparado -respondió.

– Suerte -dijo Coady-. Si funciona, quedará en los anales.

Clevenger abandonó la sala de observación y entró en la de interrogatorios. Se sentó a la cabeza de la mesa, en el extremo opuesto a George Reese y Jack LeGrand. Collin Coroway estaba sentado a un lado, junto a Jet Heller. La familia Snow estaba sentada delante de ellos.

Clevenger miró alrededor de la mesa.

– ¿Alguien quiere empezar? -preguntó.

Reese se movió en la silla.

– No sé a qué está jugando, doctor -dijo LeGrand- pero si no tiene ninguna pregunta en concreto, a mi cliente le gustaría volver a su trabajo en el banco.

– El banco -dijo Clevenger-. Es tan buen sitio para empezar como cualquier otro. -Miró a Coroway-. El señor Reese y el Beacon Street Bank invirtieron en Snow-Coroway Engineering. ¿Es eso correcto?

– Sí, así es -respondió Coroway, sin demostrar ninguna emoción.

– Fue una inversión sustanciosa -dijo Clevenger, mirando a Reese-. ¿Es eso correcto? Reese no contestó.

– Veinticinco millones de dólares -añadió Clevenger-. Y el Beacon Street Bank no está exactamente hecho de granito. Está nadando contra una marea de préstamos en mora. Una pérdida de veinticinco millones de dólares podría mandarlo al tribunal de quiebras.

– Mi cliente no dirige una empresa pública -dijo LeGrand-. Sus activos son cosa suya. Y me gustaría que se abstuviera de insinuar que su negocio no es solvente.

– Pido excusas -dijo Clevenger, y se giró hacia Theresa Snow-. Su marido estaba a punto de inventar algo que habría resuelto los problemas financieros del señor Reese muchas veces -dijo-. Por no hablar de hacer al señor Coroway incluso más rico de lo que era. Muchísimo más rico. Pero luego todo se torció. Algo impedía a su marido avanzar. Llámelo bloqueo mental. Y cuando intentó abrirse paso… Bueno, todos sabemos -prosiguió Clevenger mientras miraba alrededor de la mesa- que John Snow tenía epilepsia. Demasiado estrés, un problema que no podía resolver, y en su mente se producía un cortocircuito. Ahora bien, quizá esos ataques fueran reales, o quizá no. En cualquier caso, lo atormentaban. De eso estamos seguros. Y ése fue uno de los motivos por los que iba a someterse a una neurocirugía. Estaba harto de sus limitaciones. -De nuevo fijó su atención en Theresa Snow-. Usted lo sabía.

Ella apenas asintió con la cabeza.

– Todos ustedes lo sabían -dijo Clevenger mientras escudriñaba al grupo. Se quedó unos segundos mirando a Heller para asegurarse de que no se venía abajo-. Así que la cuestión era cómo ayudar a John Snow a salvar ese último obstáculo creativo. ¿Cómo inspirar a un genio cuyo cerebro, o mente, no puede recorrer el último kilómetro? -Clevenger se encogió de hombros-. ¿Alguien quiere lanzar una suposición? -Esperó; nadie se lanzó-. Bueno… -Miró al otro extremo de la mesa, a George Reese-. ¿Y si se enamoraba?

Reese se giró un poco en su asiento y apartó la mirada.

Pareció que Jack LeGrand se preguntaba por qué Reese tenía aspecto de no sentirse cómodo.

– La cosa es más o menos así-dijo Clevenger, sin dejar de mirar a Reese-. Su mujer llega un día a casa y le dice que ha hecho una buena venta en su galería de arte. Doscientos mil dólares. Un solo cuadro. Y resulta que es un cuadro de ella. -Se detuvo y miró un momento a Theresa Snow, quien apartó la mirada-. Está orgullosa de sí misma porque sabe que, económicamente, las cosas están bastante mal. Lo que siempre le ha importado, que resulta ser el dinero, se está acabando.

– Según usted -dijo LeGrand.

Clevenger no esperó.

– Y usted, señor Reese, como cualquier marido habría hecho, pregunta quién es el comprador. Al fin y al cabo, alguien debe de haberse prendado de su mujer. -Reese lo miró desde la otra punta de la mesa, y Clevenger siguió hablando-. Ella le cuenta que el hombre se llama John Snow, es ingeniero aeronáutico y tiene su propia empresa. Es extremadamente inteligente, pero bastante torpe para el trato social. Es raro. Parece que ella lo haya cautivado, casi embrujado. A ella le parece que podría venderle cualquier cosa. Encuentra la situación casi divertida. Y a usted el cerebro se le pone en marcha. -Miró a Reese a los ojos-. ¿Quiere seguir usted?

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