– ¿Cree que por eso Kyle le dio el arma de John? ¿Para que pudiera escapar?
– Los dos necesitábamos hacerlo.
Clevenger respiró hondo y meneó la cabeza.
– A Coroway le caerá cadena perpetua. No sé si se lo merece.
– Collin, George y yo sabíamos que jugábamos con fuego -dijo Theresa-. Cualquiera de nosotros podía quemarse en cualquier momento.
– Eso es verdad -dijo Clevenger-. Lo que pasa es que nunca se sabe cuándo o cómo ocurrirá.
Clevenger giró la silla en dirección al gran espejo de marco recargado que había en la pared opuesta. Theresa se giró y también miró el espejo. Al verse reflejada, sonrió.
Clevenger alcanzó el botón que había debajo de su mesa. El reflejo de ambos se fue desvaneciendo poco a poco, y las luces de la consulta fueron atenuándose. El espejo se volvió transparente y se pudo ver a Collin Coroway, Mike Coady, Billy Bishop y a Jet Heller de pie detrás de él.
– ¿Frank? -preguntó Theresa, confundida y nerviosa.
– Perdóneme por montar otra obra teatral a su costa.
– Nadie puede atestiguar nada de lo que le he dicho -protestó Theresa-. Usted es psiquiatra. Ésta es su consulta.
– Pero no soy su psiquiatra. Y esto no es una terapia. Es la investigación de un asesinato.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
– ¿Ha sido Kyle? ¿Se lo ha contado él?
– Kyle jamás la traicionaría. Durante todos estos años sólo la ha tenido a usted -dijo Clevenger-. Lo que pasó es que no me cuadraba que le diera el arma de John a Collin. Su hijo es demasiado inteligente para eso. Quería que su marido muriera. El único motivo que tenía Collin para matar era el dinero, y ya tenía una fortuna. Pero usted… Usted mataría por pasión, por celos, por rabia. Usted mataría por los mismos motivos por los que George Reese mató a Grace, porque no aguantaba imaginar que su pareja pudiera renacer. No cuando usted había soportado durante tanto tiempo un matrimonio que estaba muerto.
La puerta de la consulta se abrió. Coady entró con las esposas en la mano.
– Creía que me entendía -dijo Theresa en un tono sumamente vulnerable-. Creía… ¿No siente nada por mí?
– Sí -respondió Clevenger-. Me siento mal por no habernos conocido como médico y paciente antes de que ocurriera todo esto. Quizá así habría tenido una oportunidad de ser libre de verdad en lugar de vivir entre rejas.
* * *
Billy Bishop se sentó en el asiento situado junto a la ventana, en el extremo opuesto a la mesa de Clevenger. Había sabido cómo se desarrollaría el drama en la jefatura de la policía de Boston.
– Así pues, ¿quién crees que te voló la camioneta? -le preguntó a Clevenger.
– Me apuesto lo que quieras a que fue Kyle Snow -contestó él-. Tenía motivos y sabe algo de explosivos, pero no puedo demostrarlo.
– Yo lo veo igual -dijo Billy-. Ayudó a que mataran a Grace Baxter y a su padre, y casi te mata a ti. Todo porque se odia a sí mismo. Se lo veo en los ojos. En la vida va a necesitar más Oxycontin que ahora.
– Cada vez se te da mejor.
– El doctor Heller ha estado muy convincente ahí dentro. Sabe actuar.
– No tiene ninguna intención de cambiar de trabajo. Me ha dicho que se tomará una semana de vacaciones y que después tiene programado un caso muy importante. Otra niña. Ésta tiene un tumor.
Billy se estremeció.
– ¿Crees que estará lo suficiente calmado?
– Se recuperará -respondió Clevenger-. El caso de John Snow está cerrado, en parte gracias a él… y a ti.
Parecía que Billy tuviera algo importante que decir, pero que no encontrara las palabras.
– Estoy seguro de que podrías presenciar las operaciones si quisieras -dijo Clevenger-. Le encanta tenerte en el quirófano. Y te aseguro que a mí no me importa.
– No pensaba en el doctor Heller.
Clevenger esperó.
– He hablado con Casey sobre el bebé -dijo Billy-. Anoche a última hora.
Menuda transición. Clevenger quería ayudarle a ser objetivo.
– Ya te dije que todavía es demasiado pronto para saber si de verdad querrá tenerlo -dijo.
– Lo sé -dijo Billy-. Pero le dije que no pasaba nada si lo tenía.
A Clevenger no se le ocurría ninguna respuesta rápida.
– A ver, es una persona, ¿verdad? -añadió Billy-. O tiene posibilidades de serlo. Así que si ya la quiere, no seré yo quien la obligue a hacer algo que no desea, algo de lo que quizá se arrepienta el resto de su vida.
Aquello sonaba de maravilla. También sonaba a primer paso de un camino muy largo y muy duro.
– Parece que quieres a esa chica -le dijo Clevenger.
Billy se puso incluso rojo, se miró los pies un momento y luego volvió a mirar a Clevenger.
– ¿Has llamado a Whitney?
– Todavía no.
Billy meneó la cabeza.
– Nos vemos en el loft. -Y se levantó.
Clevenger también se levantó.
Se dieron un abrazo que duró unos segundos más que el breve abrazo típicamente masculino que solían darse.
Billy se fue.
Clevenger se sentó de nuevo. Miró el teléfono durante diez, quince segundos antes de descolgar el auricular. Marcó el número de Whitney McCormick de Washington. Escuchó cómo el teléfono de ella sonaba una, dos, tres veces.
– ¿Diga? -contestó Whitney.
– Soy Frank.
Silencio.
Clevenger miró por la ventana al puerto de Chelsea, de aguas de color azul intenso, y espumosas debido al viento invernal e incesante que soplaba.
– No quiero que esto… que lo nuestro acabe.
Clevenger oía la respiración de McCormick, pero ella no le dijo nada.
– Creo que deberíamos intentar pasar más tiempo juntos, no menos, porque conocer a alguien que te haga sentir que podrías ser más de lo que eres no es nada habitual. Y la verdad es que ahora pienso eso. Es algo que pasa una vez de cada millón. Y creo que a nosotros nos pasa.
Ella seguía sin responder. Clevenger suspiró.
– O nos pasaba.
– Nos pasa -dijo ella.
Clevenger cerró los ojos.
– Quiero verte.
– ¿Me das un poquito de tiempo?
– Desde luego. -Abrió los ojos.
– Y creo que será mejor que nos veamos en el Ritz -dijo ella-. Tenemos que instaurar nuestra propia tradición.
Estoy enormemente agradecido a mi corrector. Charles Spicer, a mi agente, Beth Vesel, y a mis editores, Sally Richardson y Matthew Shear, a quienes les importa tanto su trabajo, y el mío. Ningún escritor puede estar mejor acompañado.
Las primeras lecturas que realizaron Christopher Keane, Jeanette y Alian Ablow, Paul Abruzzi, Stephen Bennett, Charles Red Donovan, Julian y Jeanne Geiger, Michael Homier, Rock Positano y el abogado Anthony Traini tuvieron un valor incalculable.
Mi amigo, colaborador y coterapeuta, el caballero de genio indomable J. Christopher Burch, estuvo en cada paso del camino.
Finalmente, doy las gracias a mi esposa, Deborah, a mi hija, Devin, y a mi hijo. Cole, por recordarme constantemente lo mágica y conmovedora que puede ser la vida.
El Dr. Keith nació en 1961 en Marblehead, Massachusetts. Se graduó en la Universidad de Brown y en la Escuela de Medicina Jhon Hopkins, completó su residencia en Psiquiatría en el Hospital de Nueva Inglaterra en Boston.
Mientras era un estudiante de medicina trabajó como reportero para Newsweek y como freelance para Washington Post y Baltimore Sun.
Según el New York Times , el doctor Ablow es uno de los mayores vendedores de libros. Además es colaborador de programas de psiquiatría del canal FOX, asiste en el guión de Una Buena Ama de Llaves y en repetidas ocasiones ha sido huésped del programa de Oprah. Ablow se ha ganado el nombre del Psiquiatra de América ayudando incontables veces a la gente a retomar el control de su vida luchando contra los modelos emocionales y de comportamiento que los limitan. No importa la forma ni el estilo, el mensaje del Doctor Ablow, siempre es el mismo: «Aferrándote a tu innata capacidad de coraje, fe, verdad y compasión, encontrarás la fuerza para alcanzar cualquier objetivo.»
Читать дальше