Peter Lovesey - El Falso Inspector Dew

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El Falso Inspector Dew: краткое содержание, описание и аннотация

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A bordo del Mauretania, que zarpa de Southampton, en la primera semana de septiembre de 1921, viajan numerosos pasajeros que encarnan el lujoso y cosmopolita ambiente de los años veinte. Entre ellos, se encuentra un dentista que trata de huir de su tiránica esposa y que viaja con el nombre de un famoso detective, el inspector Dew. Sin embargo, durante la travesía se produce un crimen y el capitán decide recurrir al falso inspector para descubrir al asesino… El desafortunado dentista se verá en serios aprietos para responder a los antecedentes del dueño del nombre usurpado. El FALSO INSPECTOR DEW es una nueva muestra del talento de Lovesey para combinar sabiamente ingenio y humor con una trama muy emocionante.

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– El maldito barco… lo siento. Oh, no, estoy atrapada. Nunca pensé en ir de polizón.

– No te preocupes.

Poppy se sentó en la cama.

– ¡Que no me preocupe, dices!

– Me refiero a que puedo pagar.

– ¿Pagar qué? -preguntó Poppy-. No quiero ir a los Estados Unidos. Tú vives allí, yo no.

– Puedes bajar en Cherburgo. Nos detendremos allí para recoger más pasajeros.

– ¿Cherburgo? ¿Y dónde queda eso, por Dios? -por supuesto que Jack le había dicho que en caso de emergencia podía bajar allí, pero estaba divirtiéndose.

– En Francia. Puedes quedarte a dormir allí y estar al día siguiente en tu casa. Te daré doscientos dólares.

– Voy a necesitar dinero francés.

– Vas a una casa de cambio.

– ¿Qué es eso? No sé hablar francés.

– Entonces, será mejor que hable con el comisario de a bordo y consiga unos francos.

– Paul, tengo miedo.

– No tienes por qué asustarte. Yo lo arreglaré todo.

– ¿Puedo ir al baño?

– Por supuesto.

Ese baño era un sueño, todo blanco inmaculado y acero brillante. Mucho mejor que la tina en la sala. Poppy cerró la puerta y abrió los grifos de la bañera. Se quitó la ropa y se probó la bata que colgaba de la puerta. Hizo muecas frente al espejo, probó el agua con los dedos de los pies. Dejó caer la bata y se metió en la bañera. Descubrió que el agua le llegaba a la barbilla y que podía estirar las piernas como en una cama.

Después de un rato se escuchó la voz interrogativa de Paul:

– ¿Estás bien, Poppy?

– Estoy bien, querido, ¿y tú?

– Me preocupé porque tardabas tanto. No me imaginé que pensabas darte un baño.

– Te lo pregunté, ¿no? Me baño cada vez que consigo una bañera.

Lo disfrutó unos minutos más.

Cuando abrió la puerta del baño estaba otra vez vestida.

– Te dejé el agua, querido. Todavía está caliente.

– ¿Para mí?

– Querrás dejar de oler a tren, ¿no? Esos vagones serán confortables, pero siempre dejan olor. No te ofendas, tesoro.

– No lo sabía.

Estaba confundido. Y ése era el momento para ponerse a trabajar. Se paró delante de él y le pasó la mano derecha por la cintura, por debajo del blazer. Le rascó la espalda con la punta de la uña.

– Te sorprendería saber lo que puedes pescar en uno de esos vagones de primera -al mismo tiempo dejó que su mano izquierda sacara con suavidad la billetera del bolsillo, dejándola caer en la cama. Lo empujó hacia el baño. Él no se había dado cuenta de nada-. No tardes -se hizo a un lado y cerró la puerta.

Puso la billetera fuera de la vista, bajo la colcha, y esperó. Lo oyó vaciar la bañera, volverla a llenar y luego meterse dentro. Entonces tomó la billetera, fue hasta la puerta del camarote y miró hacia afuera. Jack estaba al fondo del corredor fumando un cigarrillo. Esperó a que pasara un camarero, se acercó con aire distraído y tomó la billetera al pasar. No dijo ni una palabra. Poppy cerró la puerta despacio, pero un momento más tarde saltó como un gato escaldado al escuchar el sonido del clarín que anunciaba el almuerzo.

– Sí, señora. ¿A nombre de quién? -preguntó el jefe de camareros.

– Baranov. Señora Lydia Baranov.

El hombre dejó correr su dedo por la lista de pasajeros de primera clase.

– Ah, sí. ¿Mesa para uno, señora Baranov?

– Por favor -contestó Alma.

El jefe de camareros chasqueó los dedos y uno de su equipo se adelantó.

– La cuarenta y uno para la señora Baranov. Que disfrute de su almuerzo, madame.

Alma inclinó la cabeza con aire modesto y siguió al hombre por los escalones y a lo largo de la ancha alfombra hacia el extremo lejano del enorme salón comedor, del que se decía que era uno de los más asombrosos y resplandecientes restaurantes, tanto flotante como en tierra. Estaba cubierto de paneles de rica madera con tallas exquisitas estilo Francisco I. El techo decorado era de una altura inimaginable.

Alma conservaba el consejo de Walter en su mente: «No te dejes intimidar. Lydia no lo haría. No importa los errores que puedas cometer siempre y cuando entres con la cabeza alta y te hagas tratar como una dama». Walter era un pilar de fortaleza. No había demostrado nerviosismo y esperaba que a ella le fuera bien. No podía fallarle.

Un mozo le alcanzó el menú. Estaba escrito en varios idiomas y cada plato era más de lo que Alma podía pedir. Mantuvo la calma.

– Todo lo que deseo es una simple ensalada, sin carne. ¿Puede conseguírmela?

– Por supuesto, señora.

En seguida se le acercó el sommelier pero ella le hizo señas de retirarse. Esa tarde necesitaba tener la cabeza clara.

Pusieron la ensalada delante de ella y comenzó a comer. Se sirvió agua. Le temblaba la mano y derramó un poco. Miró cómo el mantel blanco se oscurecía con el líquido. Tuvo una vivida imagen de un trapo de cloroformo. «Por favor, Dios mío, que termine rápido», pensó. Cubrió la mancha oscura con la jarra de agua y se esforzó por comer algo de lechuga. Trató de imaginar Nueva York.

De pronto la invadió una inmensa sensación de alivio y la espantosa tensión se levantó como una cortina. Miró el reloj que estaba arriba de la mesa de camareros. La una y cuarto. Estaba segura de que Lydia ya habría muerto.

11

Inglaterra se reducía a una mancha grisácea entre mar y cielo al este del Mauretania. Sólo un débil trazo de vapor marcaba la estela hacia tierra de la lancha del práctico. En la cabina de mando, el capitán Rostron tenía los prismáticos apuntando hacia adelante listos para captar la primera imagen de Francia. La visibilidad era buena y el Canal estaba en calma para ser fines de verano. El oficial principal y los dos oficiales de guardia estaban junto al capitán. En realidad no había nada que lo retuviera en el puente. Podía bajar con toda libertad a almorzar con los pasajeros de primera clase; pero no lo haría.

– ¿Sabían que los barcos de pasajeros tienen tres costados? -no se dirigió a nadie en particular.

Nadie contestó.

– ¿Alguien puede nombrarlos? ¿A ver usted, oficial?

– No, señor, no tengo ni idea.

– ¿De veras? Me pareció habérselo dicho la última vez que hicimos la travesía. Los tres costados de un barco de pasajeros, señores, son babor, estribor y social. En este barco asumo la responsabilidad total de los dos primeros y espero que ustedes y los otros oficiales me alivien el tercero.

– Sí, señor. -Ambos rieron.

– Si podemos confiar en la lista de pasajeros, nos espera un viaje tranquilo. No tenemos prime donne, ni boxeadores, ni políticos. Nada más que el habitual surtido de millonarios. Tengan paciencia con sus preguntas, caballeros. Si les preguntan -porque lo harán- por serpientes marinas, sirenas y el Mary Celeste, den respuestas cortas, amables y verosímiles. Cuando saquen a relucir el tema de los icebergs, no les cuenten sus aventuras, denles seguridad. Díganles que el peor riesgo que pueden correr en el Mauretania es el de caer en manos de los tahúres. Que no saben cómo se puede entrar de contrabando el licor comprado en Inglaterra. Y díganles lo que quieran de mí, salvo que contesto preguntas -hizo una pausa-. ¿Alguna pregunta?

El único sonido fue el de las turbinas.

12

En las horas que siguieron al almuerzo. Alma se atuvo estrictamente al plan. Tomó café en el salón principal bajo la enorme cúpula de vidrio y conversó con una pareja de Boston que había ido a Europa a comprar muebles antiguos. Habían atosigado las bodegas del barco con treinta cajas llenas. Ella se anunció como Lydia Baranov con sumo cuidado de articular las palabras con claridad. Comentó que era actriz, a lo que la mujer replicó que no habían tenido mucho tiempo para ver teatro, pero que le parecería maravilloso tener una actriz para mejorar los espectáculos del barco. Alma le contestó que su contrato le impedía participar en ese tipo de cosas.

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