Peter Lovesey
El Falso Inspector Dew
The False Inspector Dew, 1982
“Aparte del caso de Jack el Destripador, mi nombre jamás estuvo asociado con lo que en general se da en llamar crimen no resuelto.”
ex Inspector Jefe Walter Dew
Yo atrapé a Crippen,
(Blackie & Son, 1938)
Han pasado sesenta años y todavía nadie ha podido explicar el misterio del falso inspector Dew.
Se creía que la única prueba había sido destruida por orden del Jefe de Policía, pero Scotland Yard ignoraba la presencia de otra carpeta. Estaba en los archivos de la compañía Cunard y contenía las declaraciones del capitán y de algunos oficiales del Mauretania, así como el mensaje crucial radiotelegrafiado a las oficinas de la Cunard el 9 de septiembre de 1921 a las 09:30 y el telegrama que informaba del hecho a Scotland Yard.
La reconstrucción de los sucesos que relataremos comienza a la mañana siguiente, cuando el Jefe de Policía encontró el mensaje en su escritorio.
Ss Mauretania, sept. 9, 1921.
Con referencia a muerte sospechosa a bordo he invitado inspector Dew de Scotland Yard a hacerse cargo investigación
Capitán A.H. Rostron.
El inspector Dew. El Jefe de Policía recordaba a Dew. Era el hombre que había capturado al doctor Crippen, en 1910. Estaba seguro de que Dew había abandonado la policía ese mismo año.
Tomó un lápiz y escribió una nota bajo el mensaje:
¿Qué significa esta broma? Usted es el encargado de los cómicos.
Sonriendo para sus adentros se la delegó al comisario.
Ese día el comisario estaba en Waterloo controlando la llegada de Charlie Chaplin. Lo ayudaban unos doscientos agentes formando una barrera con los brazos entrelazados. Chaplin volvía a Londres después de nueve años en los Estados Unidos. Al irse era un comediante más de la troupe de Karno que trabajaba en el music-hall, ahora, uno de los hombres más famosos del mundo. En la estación se habían reunido miles de personas.
Cuando el tren entró resoplando, el comisario y sus hombres se precipitaron al compartimiento reservado a Chaplin. Lo agarraron como a un prisionero y lo llevaron casi en volandas por el andén. Más allá de la barrera en donde se apretujaba la gente, la línea azul se mantenía firme. Chaplin fue introducido en una limusina y muy poca gente pudo verlo.
El comisario abrió paso hacia el hotel Ritz en un coche oficial. Al llegar a Picadilly tuvo la impresión de estar otra vez en el Día del Armisticio. Tomaron el camino lateral que atravesaba St. James hasta la calle Arlington.
Tanto Chaplin como un primo suyo que lo acompañaba estaban pálidos, encerrados en el Lanchester con las puertas trabadas y las ventanillas bien cerradas. Las caras sonrientes se aplastaban contra el vidrio y los coches avanzaban centímetro a centímetro. Aparecieron más policías. Cuando llegaron a la puerta lateral del hotel le ordenaron a Chaplin que bajara, pero él se rehusó a entrar por allí. Volvía a casa triunfante. Muchas veces había soñado con alojarse en el Ritz. La multitud estaba allí para verlo tomar su lugar entre los ricos y los famosos, un don nadie entre los de arriba. Anunció que sólo entraría por la puerta principal.
Los automóviles reptaron hasta Picadilly. Chaplin bajó y saludó desde la acera. La gente avanzó hacia él. El comisario estaba desesperado, pero gracias a un don especial o al entrenamiento, Chaplin logró controlar a su público. Lo escucharon solemnemente. Luego lo aclamaron. Y lo dejaron entrar. Pero no querían dispersarse. Los automóviles habían formado un atasco desde Hyde Park a Picadilly Circus. Chaplin estaba en la suite Real e hizo abrir las ventanas. Tomando los claveles de un florero se los arrojó a la multitud. Pasaron horas antes de que la policía pudiera retirarse.
El comisario volvió tarde a Scotland Yard. Aún tenía que ordenar los papeles de su escritorio, a pesar de que tenía hambre y le dolían los pies. Revisó con rapidez su correspondencia y leyó el telegrama con el comentario del jefe de policía: Usted es el encargado de los cómicos. No le causó nada de gracia.
El nombre de Walter Dew activó rápidamente una serie de imágenes en su memoria. Opinaba que no era un gran detective, a pesar de su reputación. Había sido descuidado con las pruebas. Demasiado blando. Era obvia y grotesca la simpatía que le había inspirado el asesino Crippen. Había tenido suerte al capturarlo y lo sabía. Cuando se rechazó la apelación, Walter Dew se retiró de la policía. En esa época no podía haber tenido más de cuarenta años y el comisario no recordaba haber visto un hombre más feliz al jubilarse. Dew había ido a vivir a Worthing, en la costa; así que era extraño que apareciera en un barco ofreciéndose a ayudar en una investigación.
Pero Dew era un enigma y en el mar la palabra del capitán era ley. Sería interesante ver si el inspector estaba a la altura de su leyenda.
¿Qué podía hacer Scotland Yard fuera de acusar recibo?
El comisario firmó el mensaje y lo arrojó a la bandeja, ya fuera de su mente. Acto seguido bajó a buscar un taxi… Al día siguiente un empleado archivó el telegrama.
El hombre que iba a convertirse en el falso inspector Dew se llamaba Baranov. Su vida no había tenido nada de excepcional hasta el 7 de mayo de 1915, cuando sin querer se vio envuelto en uno de los notorios incidentes de la primera guerra mundial.
Las aguas de la costa del sur de Irlanda estaban en completa calma y tenían un color verde puro, casi translúcido. El sol se reflejaba en el enorme casco del transatlántico Lusitania de la línea Cunard, que se dirigía hacia el puerto de Queenstown con casi dos mil pasajeros más la tripulación y una carga secreta de doscientas toneladas de municiones y sesenta y seis toneladas de explosivo de piroxilina. Habían recibido órdenes de desviarse hacia Queenstown al enterarse de la existencia de un submarino alemán en el canal.
A las 14:10 el vigía vio una clara línea blanca que cortaba el agua a estribor. Por la dirección y la velocidad no podía ser otra cosa que el rastro de burbujas de aire comprimido emitido por el motor impulsor de un torpedo que iba a embestir el barco. Gritó hacia el puente.
El capitán William Turner había almorzado allí como de costumbre. Era un veterano de los tiempos de los barcos a vela y no apreciaba la vida social a bordo de un transatlántico moderno. La noche anterior se había esforzado en compartir la cena con los pasajeros de primera clase. Una vez en el salón para fumadores se había visto sometido a una verdadera inquisición. El que llevaba la voz cantante era Baranov, un veterano del music-hall que volvía a Inglaterra con su hijo. Baranov padre tenía la pierna enyesada y un carácter agresivo y había exigido que le dijeran por qué los camareros habían cerrado los ojos de buey, por qué los botes salvavidas estaban fuera de sus soportes y por qué los oficiales impedían que los pasajeros encendieran sus cigarros en cubierta. El capitán Turner había explicado que se trataba de precauciones de rutina en una zona de guerra. De todos modos eso no había logrado tranquilizar a Baranov.
El torpedo alcanzó al Lusitania un poco más allá del puente y una masa de agua, humo y escombros bloqueó la visual del capitán que gritó al contramaestre que cerrara todas las compuertas a prueba de agua que no estuvieran ya aseguradas. Luego controló los instrumentos para saber si había peligro de incendio o inundación en los niveles inferiores. El buque estaba escorado unos quince grados.
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