Kincaid arqueó la ceja.
– ¿Y los demás? ¿Han protestado mucho?
La sonrisa de Gemma encerraba una punta de malicia.
– Tu dócil Meg parece estar sufriendo una transformación inesperada en tigresa. ¿Te gustaría ser una mosca en la pared cuando Roger y ella tengan una conversación más privada?
– ¿Te has fijado -dijo Kincaid- en que Meg parecía perfectamente informada sobre las intenciones de Jasmine?
***
Meg estaba arrellanada en el borde de la cama, tiritando. Los restos de la calidez de la noche se habían filtrado por las rendijas, y el único radiador de la estancia estaba helado. La generosidad de la señora Wilson no se extendía a mantener la habitación de sus inquilinos caliente durante el día. No tenía paciencia con los gandules, y lo reiteraba a menudo desde los cálidos confines de su cocina.
Desde luego, Meg no solía estar en casa en pleno día laborable. Se había tomado un día libre sin sueldo por asuntos personales, y el consentimiento inmediato de la señora Washburn a su petición le hizo sospechar que sus días en la oficina de Planificación estaban contados. La perspectiva casi la alivió.
Los fines de semana, cuando la habitación empezaba a enfriarse, salía a comprar, a caminar sin rumbo por las calles, y los últimos meses, a pasar el día con Jasmine.
El crujido de un papel hizo que se volviera a mirar a Roger, sentado al lado de la mesa, masticando pensativo el último trozo de una empanadilla de patatas y carne, su empanadilla, de las dos que había comprado en la panadería de la esquina. Meg había dado un mordisco a la carne fría y aceitosa con sabor a cebolla y tuvo que reprimir una arcada.
Roger arrugó el papel a prueba de grasa y lo lanzó en dirección de la basura al otro lado de la habitación, pero falló. Se encogió de hombros y lo dejó donde estaba.
– Roger, ¿es que no puedes…? -empezó Meg, pero se detuvo, incapaz de encontrar las palabras que lo animaran a irse sin provocar su genio.
– ¿Quieres que me vaya, verdad, amor mío? -dijo Roger con suavidad, cruzando el cuarto para sentarse a su lado en la cama. Ella sintió un espasmo en el estómago y las manos le empezaron a temblar-. ¿Dejarte sólita? No lo haría nunca, Meg, cariño. -Recorrió la espina dorsal de ella con los dedos-. ¿Entiendes lo que significa, verdad, Meg? La sucesión del testamento de Jasmine no tardará, y entonces estaremos bien. Un piso decente, tal vez unas vacaciones en algún lugar. ¿Te gustaría ir a una playa en España, Meg? ¿Tomar el sol y beber piña colada?
Mientras hablaba empezó a desabrocharle la blusa, y ahora le pasó un dedo por el borde del sujetador.
Meg notó que los pezones se le endurecían y se le hacía un nudo involuntario en el vientre.
– Roger, no podemos. La señora Wilson…
– Estará durmiendo la siesta delante de la tele. No oirá nada si te portas bien. Y yo quiero que te portes bien no como esta mañana, cuando has armado esa escenita. ¿Qué va a pensar el comisario, cariño, si despotricas y desvarías como una verdulera? -La empujó de espaldas sobre la almohada y le subió las piernas a la cama-. No está bien, Meg. ¿Me oyes? -preguntó, con la voz todavía más suave.
Meg asintió. A la luz gris y fría que entraba por la ventana, vio las finas pecas del rostro de él y la piel enrojecida en su camisa abierta. Meg se aferró al recuerdo de cómo lo había desafiado aquella mañana, que la envolvía a modo de una segunda piel.
Roger se quitó los tejanos y la camisa, sin preocuparse por acabar de desvestirla a ella. Las sábanas arrugadas formaban un bulto bajo sus omoplatos, y Meg se centró en la incomodidad, pensando que si se concentraba en ese detalle podría reprimir el traidor deseo de su cuerpo. Roger descendió sobre ella con un leve gruñido.
Meg volvió la cara hacia la pared.
En cuanto sintió que la respiración de Roger adoptaba el ritmo lento del sueño, Meg salió despacio de debajo de él y se puso en pie. Se ajustó la ropa y se pasó la mano por el cabello enmarañado. Se calzó y se puso el abrigo, cogió el bolso del fondo del armario y se dirigió de puntillas hacia la puerta. Un tablón suelto debajo de la alfombra crujió y ella se detuvo, conteniendo el aliento y con el corazón golpeando con fuerza. Roger soltó un ronquido y se dio la vuelta mientras mostraba las nalgas desnudas.
¡Que se congele!, pensó Meg llena de desdén, giró el picaporte y salió.
Caminó sin rumbo, sin pensar, deteniéndose sólo a mirar en los escaparates objetos que no veía. Por la puerta de una freiduría salió el olor a grasa caliente y pescado frito, y ella apretó el paso, sintiendo náuseas.
Sólo cuando se encontró en una intersección de Finchley Road se dio cuenta de adónde la llevaban sus pasos. Sacudió la cabeza, vaciló, cruzó con el semáforo y empezó a subir la larga cuesta por Arkwright Road hacia Hampstead.
***
A pesar de los coches aparcados en ambos lados de la calle Carlingford Road parecía desierta en aquel sopor de media tarde, antes de que sus ocupantes regresaran a casa desde el trabajo. Meg subió las escaleras hasta el piso de Jasmine y sacó la llave del bolsillo interior de su bolso. Aguzó el oído un momento, luego abrió la puerta y entró. Sid la miró desde la cama y se volvió a enroscar como una pelota negra.
¡Ojalá yo pudiera hacer eso! dijo en voz alta. Encerrarme y dejarlo todo fuera.
Cerró los ojos, apoyó la espalda contra la pared e inspiró; inspiró en silencio la leve esencia que impregnaba las cosas de Jasmine, pero también aquel inicial olor a moho que caracteriza una habitación deshabitada.
Durante meses, aquella casa se había convertido en su refugio, un espacio inviolado, y pronto lo iba a perder para siempre. Meg se apartó de la puerta y avanzó despacio por la estancia mientras tocaba aquellos objetos familiares. Se acercó a la ventana, donde Jasmine había estado de pie mientras acariciaba los elefantes tallados de madera y veía al comandante trabajar en el jardín. Hoy, hasta los colores del jardín estaban apagados: el brillo de los tulipanes y las forsitias acallado por la humedad del aire. Resiguió con el dedo el dibujo familiar en el dorso del elefante más pequeño, la madera estaba suave de tanto acariciarla, pero eso no la consoló. Un ruido en el rellano provocó que se comenzara a sentir culpable y dejó el elefante en la repisa con dedos temblorosos. El pomo de la puerta giró y alguien dio unos golpecitos suaves.
El pánico le hizo un nudo en la garganta y le causó un espasmo en el estómago. Intentó contenerlo, pensar de modo racional. No podía ser Roger. El toque de los nudillos habían sido mucho más tenue, pero quienquiera que fuese, habría oído el ruido del elefante contra la repisa de la ventana.
Cruzó la estancia, descorrió el pestillo y abrió la puerta con cuidado. En el descansillo estaba Theo Dent, y parecía tan apurado como ella.
– Lo siento… No me he dado cuenta -dijo, y al ruborizarse, el color de su rostro se uniformó con el de la punta de la nariz, de modo que Meg supuso que estaba sonrosada por la exposición al frío viento. Su cabello rizado emanaba humedad-. Venía por si acaso… no me esperaba… En realidad no sé por qué he venido -acabó sin convicción-. He perdido el tren. No habrá otro hasta la hora punta.
Meg abrió más la puerta y dio un paso atrás.
– Yo tampoco iba a venir -le dijo a Theo mientras entraba. Le sonrió, invadida por una sensación de parentesco-. No tengo derecho a estar aquí. Es que…
– Sí lo tienes. -Theo se secó la nariz con la mano y aspiró el aire-. Te lo ha dejado a ti.
Meg se quedó mirándolo. Roger le había hablado tanto del piso en términos de dinero -venderlo y usar el dinero para otra cosa- que no había asimilado la idea de propiedad. Miró la sala a su alrededor y la vio desde un nuevo punto de vista. En realidad, poseería aquel piso y podría hacer con él lo que quisiera: venderlo, arrendarlo, o incluso vivir en él si lo decidía.
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