Kincaid asintió, pero no dijo nada, por no interrumpir el flujo de palabras.
– Todo parecía claro, nítido; las luces se encendían al atardecer, la gente volvía a casa del trabajo. Yo me sentía parte de todo, pero a la vez estaba como por encima. Sentía que podía con todo. -Miró a Kincaid y luego a Theo, con rubor en las mejillas-. Qué absurdo, ¿verdad?
– En absoluto -se apresuró a decir Theo-. Sé exactamente…
Kincaid lo interrumpió.
– ¿Qué pasó luego, Meg?
Ella se colocó el cabello por detrás de las orejas y se miró las manos.
– Él me esperaba en mi cuarto.
– ¿Roger? -preguntó Kincaid. Meg asintió, pero no habló, y al cabo de un momento Kincaid la apremió-. Y le contaste lo ocurrido, ¿verdad?
Ella volvió a asentir y el cabello le cayó sobre la cara, pero esta vez no lo recogió.
– ¿Qué hizo Roger? -El silencio se alargó. Theo abrió la boca para hablar y Kincaid le hizo un gesto de advertencia.
– Pensé que se pondría a gritar. Como suele hacer.
Se frotó la yema de un pulgar contra la uña del otro, muy concentrada.
Kincaid notó que la claridad del día se atenuaba, obscurecida por los edificios del oeste, y los tres quedaban iluminados por el haz de luz proyectado por la lámpara.
Meg tomó aire y enlazó los dedos, como para evitar aquel frotamiento convulsivo. Miró a Theo de reojo, luego miró a Kincaid.
– Se quedó callado. Lo había visto un par de veces así, cuando estaba enfadado de verdad. Es mucho peor que las palabras. Es casi como… -frunció el ceño y buscó la descripción más adecuada- una fuerza física, un estallido.
– ¿No dijo nada? -preguntó Kincaid mientras dejaba que una nota de incredulidad traspasara su voz.
– Bueno, primero me insultó. -Dobló las comisuras de los labios en una mueca-, pero no tenía la cabeza en ello, no sé si me entiende.
– ¿Se marchó enseguida?
Meg sacudió la cabeza.
– No. Yo quería que se marchara. Toda la euforia que había sentido yendo a casa se había evaporado… como si me hubieran deshinchado con un alfiler, pero sabía que no valía la pena pedírselo porque se comportaría peor.
Kincaid recordó la cualidad enfática de los silencios de su esposa y el desasosiego al estar en un espacio reducido con alguien que emplea la no comunicación como arma.
– Intentaste hablar con él, ¿verdad? -dijo, y la compasión lo hizo más amable de lo que pretendía-, gustarle, para obtener algún resultado.
Ella no respondió, pero la vergüenza de su rostro era más elocuente que las palabras. Al cabo de un momento, dijo:
– Al final me acurruqué en la cama, cerré los ojos e hice como si él no estuviera hasta que se fue.
– ¿Dónde tenías las llaves, Meg?
Ella lo miró con sobresalto. Cogió el bolso y le dio unos toquecitos.
– Aquí, como siempre.
– ¿Dejaste en algún momento la habitación mientras Roger estaba dentro?
– No, claro que… -Se interrumpió y frunció las cejas-. Bueno, fui al baño.
– ¿Volviste a salir esa noche, o usaste las llaves por algún motivo?
– No -dijo en un susurro.
– ¿Y cuándo él…?
– Mira, Duncan -lo interrumpió Theo-, no sé adónde quieres ir a parar, pero creo que estás intimidando a la señorita Bellamy inútilmente. ¿No crees que…?
Kincaid levantó una mano.
– Una sola pregunta más, Theo. -Tuvo la tentación de tratarla como Roger y aprovecharse de las circunstancias, pero sabía que cruzar esa línea dañaría su propia integridad irreparablemente-. Meg, ¿cuándo volvió Roger?
– Tarde. Después de medianoche. Tiene una copia de la llave de abajo, aunque le dije que la señora Wilson me echaría si lo pillaba entrando a escondidas por la noche.
– ¿Estabas dormida?
Ella asintió.
– Cuando se acostó me desp… -Miró a Theo de reojo y calló mientras se sonrojaba-. Es decir…
Kincaid juzgó que era hora de dejarla tranquila.
– Theo -dijo, en tono de conversación-, ¿estás seguro de que no tenías idea de cómo iba a disponer Jasmine de su dinero? Tengo la impresión de que el negocio de antigüedades no marcha como debiera.
Theo y Meg cruzaron una mirada que a Kincaid le pareció fruto de una conspiración. Si era así, se habían aliado rápidamente.
– Voy a serte sincero, Duncan. -Theo se inclinó hacia delante, con los brazos apoyados en la mesa-. Le acabo de contar a Margaret que la situación es bastante desesperada. Necesito el dinero, es cierto, pero no pretendía contárselo a Jasmine, ni siquiera cuando el jueves me llamó y me dijo que quería verme.
– Muy noble por tu parte -dijo Kincaid, y Theo apretó los labios ante el sarcasmo.
– Puedes creer lo que quieras, Duncan. Yo no tengo ninguna prueba, pero quería a mi hermana y pensé que había sufrido bastante por mí. -Consultó su reloj, se puso en pie y llevó la taza al fregadero-. Y si no me voy, perderé el tren. Ya sabes dónde estoy, si necesitas algo más de mí, aunque no sé qué podría hacer yo. -Se inclinó a través de la mesa y le tendió una mano a Meg-. Margaret, gracias.
Meg conservó la sonrisa hasta que la puerta se cerró.
– Me parece que la fiesta se ha acabado.
Kincaid se levantó y dejó las dos tazas en el fregadero. Ella se quedó en la mesa, con las manos prendidas fuertemente en el regazo, mientras él lavaba los cacharros y echaba una cucharada de comida en el cuenco de Sid.
Concluyó las tareas y se quedó mirando el rostro de ella, cabizbaja, mientras percibía su malestar.
– No veo por qué no puedes quedarte aquí todo el rato que quieras.
Ella levantó la vista con una expresión más indecisa que esperanzada, como si desear algo demasiado significara, automáticamente, que se lo fueran a arrancar.
– ¿En serio? ¿Cree que es correcto? Puedo cuidar de las cosas… -Su sonrisa se desvaneció tan rápidamente como se había formado-. No, me encontraría, y no lo quiero aquí, en estas habitaciones.
– No tienes que dejarle entrar ni dejar que se quede.
Pero ella ya estaba sacudiendo la cabeza antes de que hubiera acabado la frase.
– No lo entiende. Hasta hoy he conseguido que no se acercara aquí. Nada habría sido lo mismo. -Hizo un gesto que abarcaba la habitación y Kincaid lo vio todo a través de sus ojos, familiar y segura a la luz de la lámpara-. No conoce a Roger. Estropea todo lo que toca.
***
Kincaid había insistido en acompañar a Meg a la parada del autobús y se quedó allí plantado, con las manos en los bolsillos por el frío, en la parte superior de Hampstead High Street. Esa cada vez mayor sensación de responsabilidad hacia Margaret Bellamy podía ser desastrosa si probaba que había estado involucrada en la muerte de Jasmine; y, sin embargo, cada vez que la veía, la tentación de actuar como un pariente próximo se hacía más fuerte. De pronto, pensó en Gemma y sonrió. Aunque las dos mujeres tendrían aproximadamente la misma edad, Gemma nunca le había inspirado el más mínimo sentimiento paternal.
Un gajo de luna pendía sobre el rosa difuminado en la parte oeste del cielo. En la penumbra, la gente se apresuraba a volver a casa para la cena. Kincaid miró a derecha e izquierda de Heath Street y la variedad de restaurantes: italianos, mexicanos, indios, griegos, tailandeses, japoneses, incluso cajunes. Si uno deseaba una comida tradicional inglesa, Hampstead no era el lugar más adecuado.
Aunque tenía hambre, se sentía demasiado inquieto como para sentarse en un restaurante, cualquiera que fuera su creencia, a cenar. Caminó media manzana desde Heath Street hasta la parte superior de Fitzjohn Avenue y abrió la puerta del restaurante italiano. El olor a ajo y aceite de oliva llegaba hasta la calle y tentaba a otros paseantes. Dentro, en un mostrador bajo la ventana, había botes de cerámica llenos de aceitunas moradas y pasta multicolor, mariscos en aceite de oliva, pimientos y berenjenas mezclados con ajo trinchado. Superado por la abundancia, Kincaid pidió su habitual pizza precocinada de pimientos dulces y mozzarella fresca.
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