Se detuvo en la bodega de enfrente para comprar una botella de vino y emprendió el descenso hacia casa, pensando que parecía que fuera a alguna cita secreta largamente esperada.
En cierto sentido lo era, aunque los gastados diarios azules no tuvieran en cuenta el tiempo.
El viento ha barrido las calles, arrastrando papeles y levantando polvo, que picaba en la piel y en los ojos como ortigas. Un castigo.
En la cola del autobús, detrás del parapeto de plexiglás, he recordado de repente las noches de antaño en la terraza de Mohur Street. Entonces sentía las cosas con tranquilidad, casi con una expectación melancólica. Parecía que algo emocionante estuviera siempre a punto de ocurrir, pero yo no podía verlo.
¿Me imaginaría alguna vez que los días podían sucederse con esta reiteración tan aburrida?
¡Qué raro dejar Bayswater después de tantos años! Al menos, conocía a los tenderos, incluso a los gatos de los vecinos. En comparación, Carlingford Road irradia calma y decoro, todas aquellas cosas que me han atraído siempre menos. ¿Estaré envejeciendo sin darme cuenta?
Me siento más en casa aquí que en ninguna de las casas de mi infancia. No sé por qué. Me sienta bien, encajo. Los muebles parece como si fueran míos de siempre; mis cosas han encontrado su lugar natural. Cuando me despierto por las noches, sé exactamente dónde estoy y sé caminar a oscuras por el piso.
He conocido al vecino de abajo, el comandante Keith. ¡Qué señor tan divertido!, pero hay algo en él que me resulta familiar. Se quita la gorra para saludarme, me llama señorita Dent. Es el comandante quien cuida tan bien el jardín. Ahora que el aire se ha calentado un poco, sale cada día, ordenando unas cosas y otras, pero en realidad, creo que espera los primeros brotes, el primer verdor que surja de la tierra. No me habla mucho, pero creo que no le importa que me siente en mi escalón mientras trabaja.
Esta tos me preocupa. Pensé que era un catarro de primavera, pero llevo meses arrastrándolo. Supongo que tendré que ir a que me vean si no se me pasa pronto.
¡Pobre Theo! ¿Qué voy a hacer si esto tampoco le sale bien? ¿Sabrá llevar esta tiendecita que, en cierto modo, promete? Aunque si nunca lo ha conseguido, ¿por qué van a cambiar las cosas ahora? Son más deseos que otra cosa, me temo.
¡Qué extraño lo mucho que dependemos de nuestros cuerpos sin darnos cuenta! Células y órganos borbotan, la sangre circula, el corazón bombea. Nos preocupamos infinitamente por los accidentes y las caídas o por pillar algo. La traición desde dentro es lo último que esperamos.
Y el cáncer es el enemigo más insidioso, el cuerpo se vuelve contra sí mismo como un caníbal oculto. ¿Cómo puede haberme pasado sin que yo lo supiera? Sin que yo lo sintiera, sin que notara un punto de podredumbre que alargaba sus dedos hacia fuera.
Radio y quimioterapia, me aconsejan. ¿Voy a envenenar al repugnante niño de mi cuerpo? ¡Dios mío, qué desamparo!
A veces paso horas sin pensar siquiera. Me convenzo de que soy como los demás, de que estoy sana, de que la decisión de obtener un permiso de planificación para algún proyecto es de importancia mundial, de que me importa si la nueva cafetería tiene las patatas mejores que la vieja, de que me importa algo fuera de mi propio cuerpo.
Se me cae a mechones, a puñados, como si desplumara a un pájaro. Decora el fondo de la bañera en bucles oscuros, cubre peines y cepillos de una alfombra espesa. Se me ha ocurrido sacarlo al jardín para que lo usen los pájaros en sus nidos. ¡Qué absurdo!
May se reiría, diría que lo tengo merecido. Siempre me reprendía por mi presunción. He empezado a ponerme gorros, una boina sobre todo, como un disfraz de campesina francesa. No soportaría ver a Theo.
Hay una nueva empleada en la oficina desde que he estado fuera por el último tratamiento. Me cae mal, con sus botones desabrochados y esa piel tan clara que se enciende en cuanto alguien se dirige a ella. Me observa cuando cree que no la veo, con expresión de… ¿qué? No de compasión, eso ya me lo conozco. ¿Preocupación? Es muy rara.
Se han lavado las manos conmigo, entregándome a Morfeo. Lo siento, no podemos hacer más por usted, pasemos a alguien que pueda agradecérnoslo más.
Estoy demasiado débil para trabajar, me he ido sin más fanfarria. ¿Qué me esperaba?
Ha venido Meg Bellamy, primero con flores y tarjetas de la oficina, luego, cuando la culpa común del personal se ha ido apagando, ella sola.
Estoy volviendo a leer a Eliot. Estas tardes doradas de otoño parecen tener una presencia casi física, una existencia aparte de mi experiencia.
He releído todos mis libros favoritos y me he envuelto con sus historias como con el calor de viejos amigos.
El comandante y yo hemos adoptado una rutina. No hablamos de ello, eso sería como un allanamiento de morada, pero la respetamos fielmente de todas maneras. Las tardes que hace bueno me siento en el escalón y miro cómo trabaja en el jardín; cuando empieza a limpiar las herramientas, preparo el té. A veces, hablamos; otras, no, pero estamos bien de todas formas. Uno de sus días más locuaces me contó algo de él: que sirvió en la India, en Calcuta, durante y después de la guerra. Tal vez fueron las maneras coloniales lo que me llamaron la atención cuando lo conocí. Él debía de ser un oficial joven cuando yo era niña, tal vez hasta conoció a mis padres si tenemos en cuenta la pequeñez de la comunidad.
Desde que he dejado el tratamiento me ha vuelto a crecer el pelo, corto y grueso como el de un niño, y como he perdido peso, los pechos casi me han desaparecido. Me he vuelto andrógina, un frágil caparazón de piel y músculos que envuelve mis recuerdos.
Pronto necesitaré una enfermera.
– ¿Que no sabías que había servido en la India? -Gemma giró en la silla de Kincaid, que le había usurpado por haber llegado antes a la jefatura.
– Hasta que Jasmine murió, yo apenas lo había visto -dijo Kincaid a la defensiva desde la silla del visitante, al otro lado de la mesa-. ¿Por qué iba a preguntárselo? Y si piensas apoderarte de mi despacho -añadió-, haz algo útil y solicita un informe de su historial de servicio.
Pero el teléfono sonó cuando Gemma estaba a punto de cogerlo, y el característico doble zumbido se quedó suspendido en su mano un momento. Levantó el auricular y respondió, con su tono más eficiente.
– Despacho del comisario jefe Kincaid. -Luego atrajo hacia sí bolígrafo y papel y se puso a escribir-. Se lo diré. Gracias.
Volvió a leer sus notas y miró a Kincaid.
– Una tal señora Alice Finney ha dejado un recado para ti en la centralita. Dice que no hace falta que llames, que sólo quería que supieras que se ha acordado del nombre. Que era Timothy Franklin.
– ¿Ah sí?
Gemma arqueó la frente.
– ¿Quién es?
– Un chico con el que estuvo liada Jasmine justo antes de marcharse de Dorset como si la persiguieran todos los demonios. Llama a la policía de Dorset para ver si pueden localizarlo. Y de paso -prosiguió, antes de que ella protestara-, llama a la policía de Abinger Hammer. Theo Dent no tiene carnet de conducir, lo he comprobado, pero me gustaría saber si compró un billete de tren el jueves por la noche, o si llamó un taxi, o si alguien lo acompañó a otra estación o lo llevó en coche. -Se detuvo, esperando a que Gemma acabara de escribirlo todo-. Y entérate de si tiene bicicleta.
– No creo…
– Ya sé que no lo crees, pero lo quiero comprobar de todas formas. Theo Dent puede ser tan inocente como la Madre Teresa, pero la muerte de Jasmine le ha convenido demasiado para mi gusto. No te preocupes -añadió con una sonrisa-, seguiremos el rastro de nuestro Roger. Esta misma mañana. Tenemos una cita con el director de su antigua escuela antes de mediodía. No he encontrado nada mejor. No ha ido a la universidad ni ha tenido un trabajo fijo.
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