Deborah Crombie - Todo irá bien

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La muerte durante el sueño de Jasmine Dent, aquejada de un cáncer incurable, no extraña a nadie, hasta que su vecino de escalera, el comisario de Scotland Yard Duncan Kincaid, intuye por ciertos indicios desconcertantes que su fallecimiento no ha sido causado por la enfermedad y ordena una autopsia. El diagnóstico es claro: muerte por sobredosis de morfina. ¿Suicidio o asesinato? Asesinato. El hallazgo del diario íntimo de Jasmine, iniciado en la India, donde su padre estaba destinado, cuando sólo tenía diez años, y el testimonio de las personas que se movían a su alrededor, en el presente y en el pasado, constituirán para Kincaid y su ayudante Gemma James el punto de partida de una laboriosa investigación que pondrá en evidencia los designios ocultoslas ambigüedades, las desalmadas ambiciones y también la bondad de unos seres humanos. Todos ellos podrían ser culpables, pero sólo uno será señalado por Kincaid.

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Por un embriagador instante, se vio viviendo en sus habitaciones acogedoras, arreglándolas a su manera, pero la visión se deshizo. Tuvo la sensación de que la presencia de Jasmine era demasiado fuerte para que su personalidad, menos enérgica, pudiera echar raíces allí. Además, Roger… ahí nunca escaparía de Roger.

Pero el hecho de que era la propietaria, le dio más seguridad. Se arrodilló y conectó el radiador, luego encendió una lámpara y se despojó del abrigo.

– Voy a preparar un té.

Theo la siguió a la cocina y estuvo un rato observándola en silencio.

– Habrás pasado mucho tiempo aquí con ella. Te envidio. Supongo que he pensado que si venía, podría… No sé… situarla aquí con más claridad.

– No es justo que me haya dejado el piso a mí y no a ti. -Meg quitó la vista del hervidor para mirarlo con seriedad-. Yo se lo discutí, pero no quiso…

Theo levantó una mano.

– No digas eso. Había hecho más que suficiente. Todos estos años ha hecho más que suficiente. Más de lo que debía. -Se quitó las gafas y miró a su alrededor a ciegas, en busca de algo con qué secarlas. Meg le pasó un trapo-. Yo he sido un fracasado absoluto toda la vida, y Jasmine siempre me ha recogido los platos rotos. -Se volvió a colocar las gafas sobre las orejas y las subió por el puente de la nariz con un dedo-. Todo me parece siempre fantástico al principio, pero luego… -se encogió de hombros y dejó la frase suspendida.

Meg sirvió agua caliente en dos tazones, removió un poco las bolsitas de té y luego las dejó en el fregadero.

– No hay leche. ¿Quieres azúcar?

Theo asintió y ella echó una cucharada antes de pasarle el tazón. Fueron a la mesa y Meg se sentó en su sitio habitual. Frotó una mancha del barniz oscuro de la madera, maravillada ante el repentino sentido de propiedad que la abordaba. Nunca había poseído nada (algunos objetos comprados para su habitación, las cosas que su hermana desechaba), nada que le inspirara orgullo o la sensación de ampliar los límites de sí misma más allá de su cuerpo.

– La mesa era de nuestra tía May -dijo Theo, mirándola.-. Me extraña que Jasmine la haya guardado.

– Nunca hablaba mucho de eso. De los años que vivisteis en Dorset, quiero decir. Sé que vinisteis a Inglaterra para vivir con vuestra tía a la muerte de vuestro padre, pero nada más. -Meg dio un sorbo al té y observó a Theo mientras buscaba algún parecido con su amiga. Tal vez algo tenía: el corte de los ojos, la forma ovalada de la cara. Aparentaba menos de los cuarenta y cinco años que tenía, casi parecía un muchacho, pues, curiosamente, su rostro no estaba marcado por la experiencia.

Repentinamente consciente de su aspecto, Meg se pasó los dedos por el cabello. Había salido de casa sin lavarse ni peinarse.

– Pero de ti sí hablaba Jasmine -continuó un poco acelerada para disimular su apuro-, de cosas que hacíais de niños. Y estaba contenta con tu negocio. Pensaba que por fin habías encontrado algo que te fuera bien.

Theo se volvió a quitar las gafas y se tapó la cara con las manos.

– No podía contárselo -dijo, con la voz sofocada por las palmas. Meg aguardó, pero como no seguía le preguntó:

– ¿Contarle qué?

Él levantó la cabeza.

– Que es como siempre. Un fracaso. No resistiré mucho más.

– Pero…

– Creo que por eso no quería verme… no quería volver a oír lo mismo. Me había dicho que ésta sería la última vez. «Basta de hacer las cosas por la cara, Theo». ¿Qué le iba a decir? -Tragó saliva-. Luego cuando me llamó y quiso verme…

– ¿Se lo ibas a contar?

Theo se encogió de hombros, desarmado.

– Nunca he sabido mentir muy bien.

– Debiste sentirte aterrado.

Theo asintió.

– Esa noche no dormí, pensando en qué le diría.

– No se habría enfadado contigo.

– Pero hubiera sido mejor. -El tazón de Theo permanecía intacto sobre la mesa delante de él. Lo cogió y bebió, sediento, luego se relamió los labios-. No sabes lo que es decepcionar a alguien una y otra vez. Si me hubiese gritado, hubiera podido soportarlo. Bien lo ha hecho otra gente. -Sonrió-. Pero yo veía la decepción en su cara, no sabía disimularlo, y luego sonreía y me justificaba. Como si fuera en parte culpa de ella. Yo no lo soportaba.

Meg vaciló si pronunciar las palabras que se formaban en sus labios, no muy segura de si tenía derecho a preguntar.

– ¿Ahora te irá bien, sin el pago de la hipoteca?

Theo se puso las gafas y se las subió por la nariz con el dedo, en un gesto que ya le resultaba familiar a Meg. La luz de la lámpara de mesa rebotó en los cristales y ocultó sus ojos de los de ella.

– Si la tramitación del testamento no se demora mucho, si las ventas no son catastróficas, puedo salvarme por los pelos. Sé que es terrible decirlo, pero me llega justo a tiempo.

***

Kincaid entró en el edificio y se detuvo en la escalera mientras hacía girar la cabeza a uno y otro lado para aliviar el dolor de la nuca y de los músculos del cuello, y se pasó la mano por el cabello revuelto. Había pasado la tarde haciendo lo que menos le gustaba: perseguir las vagas y tenues relaciones en la vida de Jasmine Dent. Antiguos compañeros de trabajo, jefes, su médico, su dentista, su agente de seguros… toda la gente que pudiera recordar algún nombre, algún incidente que le diera un hilo para unir pasado y presente.

Pero volvía con las manos vacías, como era de esperar.

Cuando pasaba por el rellano de Jasmine, oyó un murmullo de voces. Hizo una pausa, detuvo la cabeza y aguzó el oído para asegurarse de que procedía del piso de Jasmine.

Metió la llave en la cerradura y abrió despacio la puerta. Margaret Bellamy y Theo Dent estaban sentados junto a la mesa. Al oír la puerta se volvieron, con los rostros helados por el sobresalto y con la expresión de culpa de los niños que han sido pillados con las manos en la masa.

– ¿Señor Kincaid? -Meg fue la primera en recuperarse. Se sonrojó y se dispuso a levantarse de la silla.

– ¿Una reunión? -dijo Kincaid, y les sonrió-. ¿Hay algún invitado más?

Meg retiró su silla.

– Venga aquí, deje que…

– No -dijo Kincaid mientras se dirigía hacia la cocina-. Ya lo cojo yo, conozco bien el camino.

Ellos se quedaron sentados en medio de un incómodo silencio, con los ojos fijos en Kincaid mientras llenaba el hervidor y ponía una bolsita de té en el tazón de cerámica que empezaba a considerar suyo. Al cabo de un rato, Meg se volvió hacia Theo y le habló con intencionada alegría.

– Conozco tu pueblo. Yo soy de Dorking y he pasado cientos de veces de camino a casa de mi abuela, en Guildford. ¿Tu tienda es la que está en el recodo?

Theo asintió, sin dejar de mirar a Kincaid.

– Exacto, enfrente del reloj y del carillón.

– Debe de ser preciosa -dijo Meg, melancólica-, tenerla para ti solo.

Kincaid llevó el tazón a la mesa y se sentó. Se desabrochó el cuello de la camisa y aflojó el nudo de la corbata.

– ¿Quién de vosotros -preguntó, con una sonrisa de camaradería- tiene la llave de este piso?

Meg bajó la vista a la mesa mientras daba vueltas al tazón entre las manos.

– Yo. Jasmine me pidió que me hiciera una copia, por si no podía abrirme cuando venía.

– ¿Por qué no lo has mencionado antes?

– No se me ocurrió. -Meg lo miró a los ojos, con la frente arrugada, suplicante-. Sinceramente. Estaba tan afectada que no se me pasó por la cabeza. ¿Es importante?

– Vuelve a contarme lo ocurrido cuando saliste de casa de Jasmine el jueves por la tarde.

Ella hizo un esfuerzo y su rostro se relajó al recordar.

– Fui a casa a pie. No podía quedarme quieta, no tuve paciencia para esperar el autobús. Me sentía tan aliviada por no tener que ayudar a Jasmine a morir… Hacía muy buen día, ¿se acuerda?

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